El Lavatorio. Tintoretto (1548-1549). Museo del Prado. Madrid |
Lo mismo habría dicho yo. ¡Qué agobio! Sólo de pensarlo, me pongo como
una gigantilla*. Comprendo, por lo tanto, que Pedro primero se negase, y luego
quisiera un enjabonamiento corporal completo. Por eso mismo nunca he realizado
ese rito que parece central en el evangelio de hoy, Jueves Santo. San Juan es
el único evangelista que incluye en el relato de la última cena el lavatorio de
los pies. Es más, convierte este gesto en central, o bien porque lo considera equivalente
a la eucaristía, o bien porque la transciende. Ignoro qué hizo con él la
tradición a lo largo de los siglos. Sí sé que la liturgia lo conserva sólo para
hoy desde el principio del principio.
El caso es que hasta la fecha he sido incapaz de exponer a doce
personas, sean niños/niñas, adultos/adultas o ancianos/ancianas, ante el
personal y yo de rodillas mojándoles los pies. Tal vez sería conveniente que me
lo mirase, porque debo ser el único; vamos, un bicho raro.
Sin embargo, ver a papa Francisco realizando esto mismo causa sensación,
y lo del año pasado fue épico. Para este se anuncia parecido.
Ignoro cómo se sentirán los lavados con papa Francisco a sus pies. No
quisiera estar en su lugar, por más que ellos hayan sido “tocados”.
Yo prefiero disfrutar viéndole de esta otra guisa. Al fin y al cabo,
andar en bicicleta en estos tiempos, cuando todo el mundo va en coche incluso
para echar una quiniela en el estanco del barrio, es ponerse a los pies de los
caballos. ¡Y qué caballos!
Fuera bromas, que le hagan este graffiti al sucesor de quien no quería
que su Señor le lavara los pies, indica bien a las claras que estamos
consiguiendo una normalidad de la que Pedro, el Apóstol, fue adquiriendo dosis
asumibles a lo largo del tiempo y con la ayuda de, entre otros, San Pablo. Y no
me olvido de aquella señora y aquellos dos sayones que le pusieron en tan serio
aprieto, una noche en que hasta el gallo cantó justo a la tercera.
*He
intentado corroborar este dicho que aprendí de niño en mi pueblo, pero no lo he
conseguido con Internet. Cuando alguien, como yo por ejemplo, se ruborizaba y
ofrecía el rostro rojo como un tomate, decíamos que se había puesto “como una
gigantilla”. Seguramente se trata de una deformación pueblerina que sólo
usábamos los de mi pueblo.
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