LA TABERNA DE BETANIA
A poca distancia de
Jerusalén, al otro lado del Monte de los Olivos, está Betania, un pueblo
pequeño y blanco, rodeado de datileras. Eso quiere decir su nombre: tierra de
dátiles. Cuando los galileos íbamos a Jerusalén, terminábamos siempre buscando
posada allá, en alguna de las fondas de Betania.
Lázaro - ¡Marta, mira a ver ese pan que
pusiste en el horno! ¡Huele a quemado! ¡Y tú, María, deja de hablar y prepara
otras seis esteras! La, la, rá, la, rí… ¡Este es el mejor tiempo del año, sí
señor! ¡Jerusalén revienta de peregrinos!
María - ¡Y yo me voy a reventar los riñones!
No hago más que agacharme y levantarme preparando esteras. Oye, hermano, esto
ya está muy lleno. No cabe ni una aguja. Si alguien viene pidiendo posada, di
que no, que ya no hay sitio.
Lázaro - Pero, muchacha, ¿tú no sabes que al
que dice no a un galileo se le seca la lengua y le empiezan a salir gusanos por
las orejas? Trae mala suerte decirle no a un galileo. ¡Aquí hay sitio para
veinte más, si lo sabré yo, que me conozco esta taberna mejor que la palma de
mi mano! ¡Epa, Marta, ayúdame con esta sopa, que los clientes están esperando!
Marta - ¡Ya voy, hombre, ya voy! ¡No tengo
siete manos!
La Palmera Bonita se
llamaba la taberna de Lázaro en Betania. En ella se amontonaban mulos,
hombres y camellos en las grandes fiestas que vivía Jerusalén, tres veces al
año. Y, sobre todo, en la Pascua. Entonces, cuando la taberna estaba rebosando
de gente y de animales y el aire se espesaba con el olor a vino, a sudor y a
boñiga, era cuando Lázaro se sentía completamente feliz.
Lázaro - ¿Qué me dicen de esta sopa, eh?
¡Sírvanse, sírvanse más, que aún tengo otro caldero! ¡No quiero que nadie pase
hambre en mi casa! ¡Aquí se duerme bien y se come mejor! ¡Para que lo cuenten
después por todo el norte!
Lázaro era un hombre
gordo y grande, con una tamaña barba que terminaba donde empezaba su abultada
barriga. Había nacido en Galilea y fue de muy joven a Judea. Desde entonces,
se encargó de levantar aquel negocio. No había tenido mujer. Cuando le
preguntaban, contestaba siempre que él estaba casado con su taberna y se
relamía de gusto sus bigotes negros.
Lázaro - ¡Marta, ve preparando cuatro cabezas
de cordero! ¡Estos paisanos quieren probar la especialidad de la casa!
Marta - Te advierto que tardarán un poco en
hacerse. No puedo estar en todas partes a la vez.
Lázaro - No hay prisa, mujer, no te apures…
Marta - Tú no tendrás prisa, pero ésos sí
tienen hambre. Y no me gusta hacer esperar a la gente.
Lázaro - Prepara las cabezas de cordero y
calla. ¡Si no las quieren ellos, nos las zamparemos nosotros!
Marta - ¡Pero si acabas de comer, Lázaro!
¡Pareces un saco sin fondo!
Marta, la hermana mayor
de Lázaro, era una mujer fuerte, de brazos robustos y piernas ágiles. Trabajaba
en la fonda desde hacía unos años cuando quedó viuda. Y trabajaba mucho. Lázaro
la quería y confiaba en ella. Desde que Marta lo ayudaba en la taberna, el
negocio había subido como la espuma del vino al fermentar. María, la otra
hermana de Lázaro, era muy distinta.
María - ¡Ay, Lázaro, ay!
Lázaro - ¿Qué pasa, María?
María - No sabes lo que me ha estado contando
ese Salim, el camellero que acaba de llegar. Dice que por Samaria se encontró
con una docena de ladrones. ¡Llevaban un cuchillo en la boca y salían de debajo
de las piedras, como los alacranes!
Lázaro - Cuentos, cuentos…
María - Pero, Lázaro, ¡imagínate que alguno
de los que han llegado ayer del norte sea uno de ésos! Hay un manco que no me
gusta nada.
Lázaro - Si es manco, ¿cómo va a ser ladrón,
María?
María - ¡Le queda una mano, Lázaro! Ese
hombre está raro, te lo digo yo. Estuve registrando en el saco y allá en el
fondo brillaba una cosa… ¿No será de esa pandilla? Este camellero que te digo
me contaba que esos ladrones lo que buscan son joyas.
Lázaro - Bueno, pues si es eso lo que buscan,
se van a ir con las manos limpias. ¡Aquí lo único que encuentran son calderos
de sopa y ratas!
María - Lázaro…
Lázaro - ¿Qué pasa, María? No me asustan tus
cuentos de ladrones.
María - No, si no es eso. Mira, ese camellero
que te digo… yo creo que sería un buen marido para Marta, ¿no crees? Parece muy
honrado. Y tiene unas manos grandes y fuertes. La sabría defender.
Lázaro - ¿Defenderla de quién? ¡Marta se sabe
defender solita! Anda, no enredes más. ¿Ya preparaste las esteras que te dije?
María - ¡Uy, se me había olvidado! Hablando
con el camellero…
Lázaro - ¡Diablos, todo se te olvida! ¡Corre a
prepararlas! ¡Anda, corre!
María era la otra
hermana de Lázaro. Tenía los ojos grandes y algo bizcos, como dos pájaros
sueltos que se iban detrás de todo lo que veían. Era fea, pero tan alegre, que
al poco rato de estar hablando con ella, uno no se fijaba más que en su boca,
que sonreía siempre. Su marido la había abandonado hacía unos meses. Y desde
entonces, también trabajaba con Lázaro en la taberna.
Lázaro - ¡María, ve preparando más esteras de
las que te dije! ¡Ahí vienen otros galileos!
Pasado el mediodía,
llegamos a la Palmera Bonita. En Jerusalén nos dijeron que allá podríamos
encontrar posada. Veníamos cansados del camino, llenos de polvo y con las
tripas vacías. Cuando nos acercábamos a la taberna, Lázaro salió a recibirnos a
la puerta.
Lázaro - Eh, ustedes, ¿cuántos son?
Juan - Cuenta, cuenta… todos los que ves
aquí.
Lázaro - Seis, ocho, doce… trece. Trece: dicen
que ese número trae mala suerte.
Tomás - Ya lo de-de-decía yo.
Lázaro - ¡Pero a mí nunca un galileo me ha
traído mala suerte! ¡Al contrario! ¿Son de por allá, no?
Pedro - Casi todos. Bueno, éste del pañuelo
amarillo, no. Y el de las pecas, tampoco.
Tomás - Yo soy de Judea tam-tam-también.
Jesús - Bueno, amigo, ¿hay sitio para
nosotros o no?
Lázaro - ¡Pues claro que sí, galileos, claro
que lo hay! Donde caben siete ovejas, cabe el rebaño entero, ¿no es así?
Además, llegan ustedes a tiempo de hincarle el diente a unas cabezas de cordero
que se están haciendo. ¿Qué? ¿No les llega el aroma? Se las iban a comer otros
clientes, pero no tuvieron paciencia de esperar a que los sesos se pusieran
bien blanditos! Estaba escrito en el libro de los cielos que esas cabezas irían
a parar a la panza de ustedes. ¡Ea, vengan adentro!
Cuando entramos en la
taberna de Lázaro, Marta estaba recogiendo las sobras de la comida que había
servido un poco antes a más de cuatro docenas de paisanos. En los rincones del
amplio patio todavía quedaban algunos bebiendo y jugando a los dados. Los
chivos mordisqueaban en el suelo pedazos de pan y un camello paseaba lentamente
sus jorobas ante nuestros ojos.
Lázaro - ¡Eh, Marta, prepara también una olla
de garbanzos! ¡Y saca vino! ¡Aquí hay más clientes y tienen hambre! ¡Y tú,
María, ven acá corriendo! Siéntense por ahí, camaradas, que podrán comer
enseguida. Bueno, y cuéntenme, ¿qué noticias hay por Galilea? ¿Cuándo le cortan
el pescuezo a Herodes? ¿De dónde vienen ahora?
Juan - De Cafarnaum. Nos juntamos allá para
venir a celebrar la Pascua.
Pedro - Y cuéntanos tú qué hay por Jerusalén.
Hemos visto muchos soldados.
Lázaro - Todos los años es lo mismo. Pero este
año hay más guardias que ratas. Y cada uno tiene cuatro ojos delante y otros
cuatro detrás. ¡Hay que andarse con mucho cuidado!
María - ¿Qué, Lázaro? ¿Cuántos han venido?
Lázaro - Son trece, María. Vete a preparar
trece esteras.
María - Pero, Lázaro, ¿no sabes cómo está
eso? Se pisan unos a otros.
Lázaro - Busca trece agujeros donde Dios te dé
a entender, María. Pero antes atiéndeme a estos compatriotas mientras yo voy
recogiendo por ahí… Y ustedes, no le hagan mucho caso a esta hermana mía. Si se
descuidan, los enreda en su madeja y de ahí no salen.
María - ¿De dónde eres tú? ¿Galileo, verdad?
Juan - Sí. Vivo en Cafarnaum.
María - ¡Ay, mira, de Cafarnaum! De ahí
conocí yo a un tal Pánfilo… ¡me contaba cada cosa! Decía que Cafarnaum es una
ciudad muy bonita y con más jardines que Babilonia, y tan grande que hacen
falta dos pares de sandalias para recorrerla de una punta a otra. Y me decía
también que en el lago hay unos peces así de grandes, de cuatro colores,
bendito sea Dios, y unas palmeras así de altas, que tapan el sol con los
penachos… ¡Ay, caramba, lo que me gustaría a mí viajar allá al norte y conocer
todo aquello! Pero, imagínense, paisanos, una aquí, amarrada a esta taberna
para sacarla adelante. Ah, pero eso sí, cuando sea vieja, ya verán, entonces le
voy a dar la vuelta al país entero, aunque sea montada en ese camello. Así que
de Cafarnaum, de donde Pánfilo. Y tú, ¿qué? ¿También eres de allá?
Pedro - No, yo soy de más arriba. De
Betsaida.
María - ¿De la grande o de la chica? Por aquí
vino un tipo de Betsaida que andaba enamorado de mí. Pero era bizco, así como
yo. Bueno, peor que yo. No nos entendíamos. Cuando yo miraba para un lado, él
miraba para el otro… ¡era un lío! ¡Dos bizcos no se pueden casar! Oye, ¿y de
dónde eres tú?
Jesús - De Nazaret.
María - ¿De Nazaret? ¡Uy, en mi vida había
oído hablar de ese pueblo!
Jesús - Ni yo tampoco, María, hasta que nací
en él.
María - ¿Y dónde queda eso, tú?
Jesús - Lejos, muy lejos. Donde el diablo dio
las tres voces, y nadie lo oyó.
María - ¡Ay, qué risa!
Jesús - Aquello es muy pequeño, ¿sabes? No es
como Cafarnaum. Pero también las cosas pequeñas son importantes, no creas.
Fíjate en ésta: Pequeña como un ratón y guarda la casa como un león. ¡Una, dos
y tres: dime qué cosa es!
María - Pequeña como un ratón y… ¡la llave!
¡Adiviné, adiviné!
Jesús - Escucha ésta entonces: Pequeño como
una nuez, sube al monte y no tiene pies.
María - Espérate… una nuez sube al monte… ¡el
caracol! ¡Otra, otra!
Jesús - Ésta sí que la pierdes. Escucha bien:
No tiene hueso, nunca está quieta, y con más filo que una tijera.
María - No tiene hueso… Ésa no la sé…
Jesús - ¡La lengua tuya, María, la lengua
tuya que no se cansa de hablar!
María - Ah, no, eso no se vale, no… ¡ay, qué
risa!… Oye, ¿y tú cómo te llamas?
Jesús - Jesús.
Tomás - Le di-di-dicen el mo-mo-moreno.
María - ¿Tienes mal la garganta? Mira, si quieres,
te doy una receta: dos medidas de agua y dos de yerbalinda que haya estado en
remojo durante tres días. Haces gárgaras y la lengua se te suelta a hablar que
da gusto.
Juan - Ésta debe haber tomado mucho de ese
jarabe, ¿no?
Al fondo de
la taberna, Marta comenzó a impacientarse…
Marta - ¡Lázaro, Lázaro! Pero, ¿es que no te
enteras que María no para de darle a la lengua y me ha dejado sola con todo el
trabajo que hay en la cocina? ¡Dile que me ayude!
Lázaro - ¡Al diablo con estas mujeres!
¡Arréglenselas ustedes como puedan!
Entonces Marta se
acercó a donde estábamos sentados. Sobre su vestido de rayas llevaba un
delantal grande, lleno de grasa, que olía a cebolla y a ajo.
Marta - Miren, ustedes me perdonarán, pero si
hay que preparar comida para trece y esta hermana mía no hace más que
parlotear, no vamos a acabar nunca. No le hablen más, a ver si viene a echarme
una mano.
María - Marta, oye esto: “pequeña como un
ratón y guarda la casa como un león”… ¿Eh?… ¡La llave!
Marta - Vamos, María, por Dios, que no
acabamos nunca.
Jesús - Pero, Marta, no te preocupes tanto.
Tenemos hambre y a buen hambre no hay pan duro. Con cualquier cosa nos
arreglamos. No te apures, no es necesario. Verás, María, oye ésta otra: Pequeña
como un pepino y va dando voces por el camino…
María se quedó todavía
un buen rato conversando. Se reía con nosotros y nosotros nos reíamos con ella.
La alegría que contagiaba era más necesaria que el pan y que la sal. De todas
formas, cuando Marta nos trajo aquellas cabezas de cordero que tanto había
elogiado Lázaro, nos las zampamos en un momento. Recuerdo que no dejamos ni los
huesos.