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Los “dubia” de cuatro cardenales




Ayer me tocaba disertar ante mis compañeros curas del arciprestazgo sobre el capítulo 5 de la exhortación postsinodal Amoris Laetitia, de papa Francisco, en lo que constituye nuestra formación permanente, porque los curas se intenta que estemos al día en cuestiones que nos atañen. Se trataba de una reunión aplazada y no asistieron todos. Pero se terció el asunto y hablamos de muchas cosas, menos de lo que estaba estipulado.
Así el tema, el orden del día se fue haciendo sobre la marcha, es decir, hablamos de lo que se nos ocurrió y un poquito del documento del papa. Resultó interesante, a pesar de ello, porque de alguna manera tocamos lo del día a día, que para quienes nos dedicamos a “la pastoral” es lo que cuenta.
Entre todo ello, comentamos respecto de la oposición que Francisco papa está teniendo entre personas y grupos de algunos sectores que hasta ahora habían sido considerados firmes baluartes de la Iglesia Católica, íntegros y obedientes, libres y leales servidores. Alguno de los presentes manifestó no estar enterado de esta circunstancia y como pudimos intentamos ponerle al día.
Como entonces no tenía a mano mis apuntes, apenas pude sino darle unas pinceladas. Ahora con todo lo que necesito a la mano, puedo hablar con fundamento.
Cuatro cardenales de la Iglesia católica, los alemanes Walter Brandmüller y Joachim Meisner, el italiano Carlo Cafarra y el estadounidense Raymond Burke, han dirigido públicamente al papa estas preguntas sobre dudas que les han sobrevenido tras la lectura de Amoris Laetitia:
1- Se pregunta si, según lo afirmado en Amoris Laetitia (nn. 300-305), se ha vuelto posible conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, por ende, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando vinculada por el matrimonio válido, convive more uxorio con otra, sin que se hayan cumplido las condiciones previstas por Familiaris Consortio n. 84 y después afirmadas por Reconciliatio et paenitentia n. 34 y por Sacramentum caritatis n. 29. ¿La expresión “en ciertos casos” de la nota 351 (n. 305) de la exhortación Amoris laetitia puede ser aplicada a divorciados en nueva unión, que siguen viviendo more uxorio?
2- Después de la exhortación post-sinodal Amoris laetitia (cf. n. 304), ¿sigue siendo válida la enseñanza de la encíclica de san Juan Pablo II Veritatis splendor n. 79, basada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, respecto a la existencia de normas morales absolutas, válidas, sin excepción alguna, que prohíben acciones intrínsecamente malas?
3- Después de Amoris laetitia n. 301, ¿todavía es posible afirmar que una persona vive normalmente en contradicción con un mandamiento de la ley de Dios, como por ejemplo el que prohíbe el adulterio (cf. Mt 19:3-9), se encuentra en situación de pecado grave habitual (cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración del 24 de junio de 2000)?
4- Después de las afirmaciones de Amoris laetitia (n. 302) sobre las “circunstancias atenuantes de la responsabilidad moral”, ¿se debe considerar todavía válida la enseñanza de la encíclica de San Juan Pablo II “Veritatis splendor” n. 81, fundamentada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, según la cual “las circunstancias o las intenciones no podrán nunca transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”?
5- Después de Amoris laetitia n. 303, ¿se debe considerar todavía válida la enseñanza de la encíclica de san Juan Pablo II Veritatis splendor n. 56, fundamentada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, que excluye una interpretación creativa del papel de la conciencia y afirma que la conciencia nunca está autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto?
He de añadir que esta forma de dirigirse al papa es normal y legítima, y ha ocurrido a lo largo de la historia de la Iglesia y seguirá ocurriendo, porque qué mejor cuando se tienen dudas que plantearlas a quien se considera sabe aclararlas y disolverlas. La publicación, sin embargo, y la misma expresión escrita de las cinco dudas, no me parecen aceptables.
Personalmente no dudo de que se hayan leído el documento íntegro los cuatro cardenales. Incluso opino que lo han entendido. Es más, me atrevo a afirmar que no tienen nada consistente en que apoyarse para hacer “estas preguntas”. Si las plantean y dan notoriedad a su gesto se trata, estoy convencido, de un gesto altanero y rebelde, que pretende atraer a su posición a quienes como ellos no están satisfechos con este papa. No quedarán aplacados con la respuesta que reciban, que no puede ser sino el mismo documento que critican, porque en él está respondida una a una las cinco dubia que tanto les agobian. Y si no se les contesta, Burke puede intentar llevar a cabo su amenaza: dirigir una “corrección formal” al papa Francisco.
¿Que es una corrección formal en la Iglesia? Dicho a lo llano: advertir a alguien de su herejía, es decir, de afirmar algo contra la doctrina firme y declarada como inamovible. En el caso de un papa como Francisco, declararlo hereje llevaría a su deposición, vulgarmente destitución.
Aclaro, para terminar, que Doctrina de la Fe que preside el cardenal Gerhard Müller ha afirmado recientemente que no hay ningún motivo para esta corrección formal. Oficialmente no hay declaraciones, sigue el silencio.

¡Que lo disfrute, capitán!


En realidad me dijeron simplemente ¡enhorabuena! Querían desearme suerte, vista y al toro.
Después me he enterado que eso se lo dicen a  todas las personas que reciben una encomienda y pasan a ocupar “un cargo”. O sea ministros, alcaldes, presidentes, alguaciles, abadesas, encargados de obra, institutrices, etcétera.
Hasta entonces lo más de lo que había sido testigo y espectador interviniente era la elección del delegado de curso. Y ahí sí felicitaba al ganador, especialmente si era con la ayuda de mi voto.
En realidad el momento para felicitaciones y enhorabuenas debería estar al final, cuando el trabajo se ha acabado y se ha terminado bien. Pero la costumbre es hacerlo al principio, como si una suerte afortunada se hubiera posado sobre uno y por el sólo hecho de ocupar un puesto para desarrollar una determinada empresa ya estuviera todo colmado.
A mí me lo dijeron en cuanto aparecí por el pueblo, con el cura saliente de anfitrión. Y ya conté hace tiempo cómo fue aquella recepción.
Luego volvieron a decírmelo mucho después cuando entre todas y todos culminamos la construcción del templo nuevo. Lo entendí como extensivo a cuantos contribuimos a ello y seguimos día a día el progreso de la obra, desde la nave pelada al edificio rematado y completo.
Propiamente en mi vida no he dado saltos ni me han pasado por el escalafón de peldaño en peldaño, sino que sigo estando en el mismo en que empecé. Así que no tengo sensación, ni espero tenerla, de ese nudo en la garganta y ese vacío en el estómago de quien puede ser el elegido, o el designado, para ocupar aquella plaza vacante. Que nadie declara ansiar, pero que si llegara… con humildad o sin ella, aceptaría sin rechistar.
Cuando fue elevado al solio pontificio Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, yo era un pibe de apenas diez años. Aquel 28 de octubre de 1958 yo me encontraba recién ingresado en el convento, y no estaba para bromas. Además allí tampoco había radio y la tele ni se conocía.
El siguiente, Pablo VI, de nombre Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, me pilló un poco revolucionado, pues el 21 de junio de 1963 me pilló examinándome de quinto de bachillerato, ya fuera del convento y dejado de la mano de dios, por trasto y protestón.
Llegó a continuación Juan Pablo I, Albino Luciani, del que sí me enteré bastante; el 26 de agosto de 1978 estaba ante el televisor y le vi saludar por el balcón de la “loggia centrale” y bendecirnos a todos con su sonrisa dulce y picaruela. De él me gustó todo, hasta su nombre. Lástima que sólo fueron treinta y dos días.
Juan Pablo II, Karol Wojtyla, no me sonaba de nada. Aquel 16 de octubre de 1978 estuve muy liado en el barrio y cuando llegué por la noche de vuelta a casa el Facun me salió a dar la buena nueva: tenemos un papa con cara de hombre. Como ya conocía de sobra al Facun, me lo tomé a chunga y me puse a cenar.
Que subiera al trono Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, estaba para mí tan cantado que no le presté mayor atención. Fui sin embargo condescendiente con mi madre, que ya por entonces, 19 de abril de 2005, estaba más en el cielo que en la tierra.
Digamos que el Papa es el Papa, y está demasiado arriba. Y ese es precisamente el problema. Por más que se diga en latín y signifique humildad, sacrificio y cruz, ese cargo saca a cualquier persona de los cánones naturales de la humanidad. Aunque pase previamente por la “sala de las lágrimas”, no debe resultar nada fácil substraerse al magnetismo de quien a partir de ese momento va a ser impropiamente llamado “Su Santidad” y “Vicario de Cristo”. Es demasiado decir.
Preferiría que sólo fuera el Sucesor del Pescador, el Obispo de Roma, Primus inter Pares. Sí, el mismo a quien Jesús le dijo en cierta ocasión: «Tú, Pedro, ponte detrás de mí y sígueme» (Mt 16, 21-27); y «Confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32); y «Apacienta a mis ovejas» (Jn 21, 15-17).


La Infancia de Jesús, según el Papa, o sea Joseph Ratzinger



Me acerqué al libro para ver alguna novedad. Tan a bombo y platillo lo habían anunciado, y la prensa sacó titulares tan a contrapelo, que decidí comprarlo. Alguien se me adelantó y lo depositó en mi correo.
Una mañana, algo tempranito, me puse a leer…
Hasta que me atasqué. Exactamente en la página 33, justo ante el epígrafe “El nacimiento virginal, ¿mito o verdad histórica?
[Antes de nada he de resaltar la forma de escribir que tienen en la imprenta vaticana. Porque supongo que me ha llegado en versión original, habida cuenta de quien ha sido el sujeto emisor. Acostumbrado a escribir con mi pequeña máquina portátil, ahora en el ordenador utilizo muy poco, prácticamente nada, el tabulador, y doy al paso de carro sólo al empezar párrafo tras punto y aparte. En el resto la máquina misma pasa a renglón siguiente, y me dejo llevar por la corriente. En esta edición que estoy leyendo, en versión texto rtf, hay golpes de tabulación a todas las horas, y prácticamente hay renglones enteros cuyas palabras están separadas no por el espaciador, sino por el tabulador. Una cosa muy extraña, y sin embargo la apariencia del escrito es exquisita, perfecta.]
A lo que iba. Ahí, en la treinta y tres me he parado. Y desde ahí continuaré, porque me lo voy a leer todo.
El caso es que en las páginas leídas aprecio que el autor, o sea Joseph Ratzinger, está instruido en los avances de la investigación bíblica; cita a autores de última generación. Pero no discute con ellos, simplemente dice que su opinión no le convence, y que le gusta mucho más la suya.
Esto me recuerda cuando estudié filosofía escolástica, la única en mi vida, que en cada tesis, tras el enunciado general y el estado de la cuestión, se citaban a los adversarios, es decir, a los pensadores que no estaban de acuerdo con el principio enunciado, o bien defendían posturas que de alguna manera lo contradecían, o las consecuencias de sus afirmaciones llevaban a conclusiones diferentes… A todos se los ventilaba de un plumazo, con razones o sin ellas; las más de las veces por el método expeditivo de acusarles de estar en el error. Claro ellos ni mu, no había lugar a la controversia. De modo que la tesis pasaba a continuación a defender su principio, rematando con uno o varios corolarios en los que normalmente se volvía a zumbar a los disidentes.
Así he podido observar que se maneja el autor en este pequeño libro sobre la infancia de Jesús en estas páginas primeras.
Hasta aquí nada ha cambiado. Salvo el incidente de la mula y el buey, que ciertamente no aparecen en los evangelios, la teología que se desprende es la que está, la de siempre.
Sin embargo, el otro día, departiendo tras una comida de familia, alguien dijo que había empezado a leer y que también lo había interrumpido. Se sentía perpleja, la mujer. Esperaba otra cosa, tal vez palabras claras y contenidos concretos, entendibles y asumibles. Concluía que volvería al Catecismo. Mi pecado fue callarme, cuando debería haberle señalado que el lugar a donde dirigirse en su situación eran los evangelios; así, directamente y sin más dilación.
Acabé de leerlo hace unos días. Y me quedé… como estaba.
No voy a discutirlo. No doy la talla. Quien lo firma lo hace por doble partida: por su nombre de pila bautismal, Joseph Ratzinger, y por su nombre de Papa, Benedicto XVI. No voy a discutir, tampoco evaluar, a un teólogo reconocido; mucho menos poner en tela de juicio la palabra del Papa.
Sin embargo, hay una cosa que me runrunea; si está tan seguro de lo que dice, con el segundo nombre basta, y aquí paz y después gloria. Pero si no lo está, con el primero solo habría dejado todo abierto, y permitiría que cada creyente razonara por sí mismo lo que le parece mejor. No creo que quienes investigan y tienen puestos en centros docentes oficiales vayan ahora a decir en público otra cosa, a pesar de que las investigaciones de los últimos cincuenta años ofrecen interpretaciones y reflexiones muy distintas. Y los que son de otros lugares o pastan libremente por su cuenta tienen ya su público y lectores, y seguirán en lo suyo; eso al menos creo yo.
Volví a comer con la familia, y surgió de nuevo el tema. Esta vez enmendé mi pecado, y apunté claramente que el libro conviene leerlo, porque está bien saber qué opina el Papa de este asunto, y con él una parte grande de la Iglesia Católica, y ver sus razones y explicaciones. Volver al catecismo, dije que no era la solución, porque un texto así está cuadrado, o redondo; tiene límites, exactamente las palabras en que está escrito; es punto de llegada, no de partida. Dejé bien claro que lo mejor de lo mejor es tomar el evangelio y leer en él. Ya se encargará el Espíritu que está dentro de sus letras y palabras de dirigir el corazón ansioso para entender, comprender y orar.
Claro, otra cosa hay que dejar bien clara antes de nada: el texto de la Biblia es asequible, en lectura y en adquisición (se lee fácilmente y es barato), y no tendría que faltar en ninguna casa en donde habite persona bautizada. Pero ya comprendo que esto es harina de otro costal, como decía mi padre cuando el asunto a tratar tiene otras connotaciones que más vale no tocallas.


¡Ah! Pues el Papa no dijo eso. Rectificando mi entrada anterior



Ya tengo respuesta para las señoras de mi parroquia que se intranquilizaron con las palabras atribuidas al Papa sobre los animalitos de Belén. Y espero que quien o quienes sembraron zozobra en gentes sencillas rectifiquen o aclaren este malentendido como corresponde.
Esas son las palabras literales con las que el Papa concluye los párrafos precedentes, relativos a la narración evangélica del nacimiento de Jesús:
«María puso a su niño recién nacido en un pesebre. De aquí se ha deducido con razón que Jesús nació en un establo, en un ambiente poco acogedor -estaríamos tentados de decir: indigno-, pero que ofrecía, en todo caso, la discreción necesaria para el santo evento. En la región en torno a Belén se usan desde siempre grutas como establo.
El pesebre hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1,3: “El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no me comprende”.
En la singular conexión entre Isaías 1,3, Habacuc 3,2, Éxodo 25, 18-20 y el pesebre, aparecen los dos animales como una representación de la humanidad, de por sí desprovista de entendimiento, pero que ante el Niño, ante la humilde aparición de Dios en el establo, llega al conocimiento y, en la pobreza de este nacimiento, recibe la epifanía, que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana ha captado ya muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al buey y al asno.»
Seguro que estas Navidades podremos todos comer mazapanes tan alegres como siempre, sabiendo que este pequeño detalle no va poner en peligro el respeto que nos debemos mutua y recíprocamente.

Historietas del Abuelo Cebolleta


¡VIVA EL PAPA!


I
El tierno episodio que voy a referir es rigurosamente histórico, como los anteriores y como los siguientes; pero no ya sólo por la materia, sino también por la forma. «Vivo está quien lo cuenta», como suele decirse..., y entiéndase que quien lo cuenta no soy yo; es un capitán retirado que dejó el servicio en 1814...
Hoy no soy escritor: soy mero amanuense; no os pido, pues, admiración ni indulgencia, sino que me creáis a puño cerrado.
Para invención, el asunto es de poca monta; y luego pertenece a un género en que yo no me tomaría el trabajo de inventar nada...
Presumo de liberal, y un pobre capitán retirado me ha conmovido profundamente contándome los sinsabores... políticos de un Papa muy absolutista...
Mi objeto es conmoveros hoy a vosotros con su misma relación, a fin de que el número de los derrotados cohoneste mi derrota.
Si lo consigo, podré exclamar como la adúltera: El que esté libre de pecado, que... me llame neocatólico.
Habla mi capitán.


II
-Uno de los más calurosos días del mes de julio de 1809, ¡y cuidado que aquel dichoso año hizo calor!, a eso de las diez de la mañana, entrábamos en Montelimart, villa o ciudad del Delfinado, que lo que sea no lo sé, ni lo he sabido nunca, y maldita la falta que me hacía saber que existía tal Francia en el mundo...
-¡Ah! ¿Conque era en Francia...?
-Pues ¡hombre! ¡Me gusta! ¿Dónde está el Delfinado sino en Francia? Y no crean ustedes que ahí, en la frontera..., sino muy tierra adentro, más cerca del Piamonte que de España...
-¡Siga usted..., capitán! Los niños, que aprendan en la escuela... Y tú, ¡a ver si te callas, Eduardito!
-Pues como digo, entrábamos en Montelimart, ahogados de calor y polvo, y rendidos de caminar a pie durante tres semanas, veintisiete oficiales españoles que habíamos caído prisioneros en Gerona... Mas no creáis que en la capitulación de la plaza, sino en una salida que hicimos pocos días antes, a fin de estorbar unas obras en el campamento francés... Pero esto no hace al caso. Ello es que nos atraparon y nos llevaron a Perpiñán, desde donde nos destinaron a Dijon... Y ahí tienen ustedes el porqué de lo que voy a referir.
Pues señor, como uno se acostumbra a todo, y el emperador nos pasaba diez reales diarios durante el viaje -que íbamos haciendo a jornadas militares de tres o cuatro leguas-, y nadie nos custodiaba, porque cada uno de nosotros había respondido con su cabeza de que no desertarían los demás, y veintisiete españoles juntos no se han aburrido nunca, sucedía que, sin embargo del calor, de la fatiga y de no saber ni una palabra de francés, pasábamos muchos ratos divertidos, sobre todo desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde, horas que permanecíamos en las poblaciones del tránsito; pues las jornadas las hacíamos de noche, con la fresca... A ver, Antonio, enciéndeme esta pipa.
Montelimart... ¡Bonito pueblo!... El café está en una calle cerca de la plaza, y en él entramos a refrescarnos, es decir, a evitar el sol... (pues los bolsillos no se prestaban a gollerías), en tanto que tres de nuestros compañeros iban a ver al prefecto para que nos diese las boletas de alojamiento, que en Francia se llaman mandat...
No sé si el café estará todavía como entonces estaba. ¡Han pasado cuarenta y cuatro años! Recuerdo que a la izquierda de la puerta había una ventana de reja, con cristales, y delante una mesa a la cual nos sentamos algunos de los oficiales, entre ellos C..., que ha sido diputado a Cortes por Almería y murió el año pasado... Ya veis que esto es cosa que puede preguntarse.
-Pues ¿no dice usted que ha muerto?
-¡Hombre! Supongo que C... se lo habrá contado a su familia -respondió el capitán, escarbando la pipa con la uña.
-¡Tiene usted razón, capitán! Siga usted; el que no lo crea, que lo busque.
-¡Bien hablado, hijo mío!... Pues como íbamos diciendo, sentados estábamos a la mesa del café, cuando vimos correr mucha gente por la calle y oímos una gritería espantosa... Pero como la gritería era en francés, no la entendimos.
-Le Pape! Le Pape! Le Pape!... -decían los muchachos y las mujeres, levantando las manos al cielo, en tanto que todos los balcones se abrían y llenaban de gente, y los mozos del café y algunos gabachos que jugaban al billar se lanzaban a la calle con un palmo de boca abierta, como si oyeran decir que el Sol se había parado.
-¡Pues parado está, papá abuelo!
-¡Cállese usted cuando hablan los mayores! ¡A ver... el deslenguado!
-No haga usted caso, capitán... ¡Estos niños de ahora!...
-Toma... ¡Y si está parado!... -murmuró el muchacho entre dientes.
-Le Pape! Le Pape! ¿Qué significa esto? -nos preguntamos todos los oficiales.
Y cogiendo a uno de los mozos del café, le dimos a entender nuestra curiosidad.
El mozo tomó dos llaves; trazó con las manos una especie de morrión sobre su cabeza; se sentó en una silla, y dijo:
-Le Pontife!
-¡Ah!... -dijo C... (que era el más avisado de nosotros. ¡Por eso fue luego diputado a Cortes!)-. ¡El Pontífice! ¡El Papa!
-Oui, monsieur. Le Pape! Pie Sept.
-¡Pío VII!... ¡El Papa! -exclamamos nosotros, sin atrevernos a creer lo que oíamos-. ¿Qué hace el Papa en Francia? Pues ¿no está el Papa en Roma? ¿Viajan los Papas? ¿El Papa en Montelimart?
No extrañéis nuestro asombro, hijos míos... En aquel entonces todas las cosas tenían más prestigio que hoy. No se viajaba tan fácilmente, ni se publicaban tantos periódicos. Yo creo que en toda España no había más que uno, tamaño como un recibo de contribución. El Papa era para nosotros un ser sobrenatural..., no un hombre de carne y hueso... ¡En toda la Tierra no había más que un Papa!... Y en aquel tiempo era la Tierra mucho más grande que hoy... ¡La Tierra era el mundo..., y un mundo lleno de misterios, de regiones desconocidas, de continentes ignorados! Además, aún sonaban en nuestros oídos aquellas palabras de nuestra madre y de nuestros maestros: «El Papa es el Vicario de Jesucristo; su representante en la Tierra; una autoridad infalible, y lo que desatare o atare aquí, permanecerá atado o desatado en el Cielo...»
Creo haberme explicado. Creo que habréis comprendido todo el respeto, toda la veneración, todo el susto que experimentaríamos aquellos pobres españoles del siglo pasado al oír decir que el Sumo Pontífice estaba en un villorrio de Francia y que íbamos a verle.
Efectivamente: no bien salimos del café percibimos allá en la plaza (que como os he dicho, estaba cerca), una empolvada silla de posta, parada delante de una casa de vulgar apariencia y custodiada por dos gendarmes de caballería, cuyos desnudos sables brillaban que era un contento...
Más de quinientas personas había alrededor del carruaje, que examinaban con viva curiosidad, sin que se opusiesen a ello los gendarmes, quienes, en cambio, no permitían al público acercarse a la puerta de aquella casa, donde se había apeado Pío VII mientras mudaban el tiro de caballos...
-Y ¿qué casa era aquélla, abuelito? ¿La del alcalde?
-No, hijo mío. Era el parador de diligencias.
A nosotros, como a militares que éramos, nos tuvieron un poco más de consideración los gendarmes, y nos permitieron arrimarnos a la puerta... Pero no así pasar el umbral.
De cualquier modo, pudimos ver perfectamente el siguiente grupo, que ocupaba uno de los ángulos de aquel portal u oficina.
Dos ancianos.... ¿qué digo?..., dos viejos decrépitos, cubiertos de sudor y de polvo, rendidos de fatiga, ahogados de calor, respirando apenas, bebían agua en un vaso de vidrio, que el uno pasó al otro después de mediarlo. Estaban sentados en sillas viejas de enea. Sus trajes talares, blanco el uno, y el otro de color de púrpura, hallábanse tan sucios y ajados por resultas de aquella larga caminata, que más parecían humildes ropones de peregrinos que ostentosos hábitos de príncipes de la Iglesia...
Ningún distintivo podía revelarnos cuál era Pío VII (pues nada entendíamos nosotros de trajes cardenalicios ni pontificios), pero todos dijimos a un tiempo:
-¡Es el más alto! ¡El de las blancas vestiduras!
Y ¿sabéis por qué lo dijimos? Porque su compañero lloraba y él no; porque su tranquilidad revelaba que él era mártir; porque su humildad denotaba que él era el rey.
En cuanto a su figura, me parece estarla viendo todavía. Imaginaos un hombre de más de setenta años, enjuto de carnes, de elevada talla y algo encorvado por la edad. Su rostro, surcado de pocas, pero muy hondas arrugas, revelaba la más austera energía, dulcificada por unos labios bondadosos que parecían manar persuasión y consuelo. Su grave nariz, sus ojos de paz, marchitos por los años, y algunos cabellos tan blancos como la nieve, infundían juntamente reverencia y confianza. Sólo contemplando la cara de mi buen padre y la de algunos santos de mi devoción, había yo experimentado hasta entonces una emoción por aquel estilo.
El sacerdote que acompañaba a Su Santidad era también muy viejo, y en su semblante, contraído por el dolor y la indignación, se descubría al hombre de pensamientos profundos y de acción rápida y decidida. Más parecía un general que un apóstol.
Pero ¿era cierto lo que veíamos? ¿El Pontífice preso, caminando en el rigor del estío, con todo el ardor del sol, entre dos groseros gendarmes, sin más comitiva que un sacerdote, sin otro hospedaje que el portal de una casa de postas, sin otra almohada que una silla de madera?
En tan extraordinario caso, en tan descomunal atropello, en tan terrible drama, sólo podía mediar un hombre más extraordinario, más descomunal, más terrible que cuanto veíamos... El nombre de Napoleón circuló por nuestros labios. ¡Napoleón nos tenía también a nosotros en el interior de Francia! ¡Napoleón había revuelto el Oriente, encendido en guerra nuestra patria, derribado todos los tronos de Europa! ¡Él debía de ser quien arrancaba al Papa de la Silla de San Pedro y lo paseaba así por el Imperio francés, como el pueblo judío paseó al Redentor por las calles de la ciudad deicida!
Pero ¿cuál era la suerte del beatísimo prisionero? ¿Qué había ocurrido en Roma? ¿Había una nueva religión en el Mediodía de Europa? ¿Era papa Napoleón?
Nada sabíamos... y, si he de deciros la verdad, por lo que a mí hace, todavía no he tenido tiempo de averiguarlo...
-Yo se lo diré a usted, por vía de paréntesis, en muy pocas palabras, capitán. Esto completará la historia de usted, y dará toda su importancia a ese peregrino relato.


III
El día 17 de mayo de ese mismo año de 1809 dio Napoleón un decreto, por el que reunió al Imperio francés los Estados pontificios, declarando a Roma ciudad imperial libre.
El pueblo romano no se atrevió a protestar contra esta medida; pero el Papa la resistió pasivamente desde su palacio del Quirinal, donde aún contaba con algunas autoridades y su guardia de suizos.
Sucedió entonces que unos pescadores del Tíber cogieron un esturión y quisieron regalárselo al Sucesor de San Pedro. Los franceses aprovecharon esta ocasión para dar el último paso contra la autoridad de Pío VII; gritaron: ¡al arma!; el cañón de Sant-Angelo pregonó la extinción del gobierno temporal de los Papas, y la bandera tricolor ondeó sobre el Vaticano.
El secretario de Estado, cardenal Pacca (que sin duda era el sacerdote que usted encontró con Pío VII), corrió al lado de Su Santidad; y, al verse los dos ancianos, exclamaron: Consummatum est!
En efecto: mientras el Papa lanzaba su última excomunión contra los invasores, éstos penetraban en el Quirinal, derribando las puertas a hachazos.
En la Sala de las Santificaciones encontraron a cuarenta suizos, resto del poder del ex rey de Roma, quienes los dejaron pasar adelante por haber recibido orden de no oponer resistencia alguna.
El general Radet, jefe de los demoledores, encontró al Papa en la Sala de las Audiencias ordinarias, rodeado de los cardenales Pacca y Despuig y de algunos empleados de Secretaría.
Pío VII vestía roquete y muceta; había dejado su lecho para recibir al enemigo, y daba muestras de una tranquilidad asombrosa.
Era medianoche. Radet, profundamente conmovido, no se atreve a hablar. Al fin intima al Sumo Pontífice que renuncie al gobierno temporal de los Estados romanos. El Papa contesta que no le es posible hacerlo, porque no son suyos, sino de la Iglesia, cuyo administrador le hizo la voluntad del Cielo... Y el general Radet le replica mostrándole la orden de llevarlo prisionero a Francia.
Al amanecer del siguiente día salía Pío VII de su palacio entre esbirros y gendarmes, saltando sobre los escombros de las puertas, sin más comitiva que el cardenal Pacca, ni más restos de su grandeza mundanal que un papetto, moneda equivalente a cuatro reales de vellón, que llevaba en el bolsillo.
En las afueras de la puerta del Popolo lo esperaba una silla de posta, a la cual le hicieron subir, y después de esto cerraron las portezuelas con una llave, que Radet entregó a un gendarme de caballería.
Las persianas del lado derecho, en que se sentó el Papa, estaban clavadas, a fin de que no pudiese ser visto...


IV
-¡En esa silla lo encontré yo...! ¿Ven ustedes como no miento?
-Hace usted bien en interrumpirme, capitán; porque yo he terminado, y el resto queremos oírlo de labios de usted...
-Pues voy allá, señores míos.
Íbamos diciendo que Pío VII y el cardenal Pacca -¡mucho me alegro de haber llegado a saber su nombre!- estaban sentados en el portal de la casa de postas; que el pueblo se había agrupado en la calle; que los gendarmes le impedían el paso, y que nosotros los españoles conseguimos acercarnos tanto a la puerta, que veíamos perfectamente a los dos augustos sacerdotes.
Pío VII fijó casualmente la vista en nosotros, y sin duda conoció, por nuestros raros y destrozados uniformes, que también éramos extranjeros y cautivos de Napoleón... Ello fue que, después de decir algunas palabras al cardenal, clavó en nosotros una larga y expresiva mirada.
En esto sonó allí cerca un fandango, divinamente tocado y cantado por los tres compañeros nuestros, que volvían ya con las boletas para alojarnos...
Creo haberos dicho que habíamos comprado dos guitarras antes de abandonar a Cataluña; y si se me ha olvidado decíroslo, os lo digo ahora.
Al oír aquel toque y la copla que le siguió, el Papa levantó otra vez la cabeza, y nos miró con mayor interés y ternura.
El italiano, el músico, había reconocido el canto.
¡Ya sabía que éramos españoles!
Ser español, significaba en aquel tiempo mucho más que ahora. Significaba ser vencedor del Capitán del siglo; ser soldado de Bailén y Zaragoza; ser defensor de la Historia, de la tradición, de la fe antigua; mantenedor de la independencia de las naciones; paladín de Cristo; cruzado de la libertad... En esto último nos engañábamos... Pero ¡cómo ha de ser! ¿Quién había de adivinar entonces, al defender a don Fernando VII contra los franceses, que él mismo los llamaría al cabo de catorce años y los traería a España en contra nuestra, como sucedió en 1823?... En fin; no quiero hablar.... ¡pues hay cosas que todavía me encienden la sangre!
El caso fue, volviendo a mi relato, que el rostro del Papa se cubrió de santo rubor al considerar nuestra desventura y recordar el heroísmo de que España estaba dando muestras al mundo..., y que el más puro entusiasmo chispeó en sus amantísimos ojos... ¡Parecía que aquellos ojos nos besaban!
Nosotros, por nuestra parte, comprendiendo toda la predilección que nos demostraba en aquel momento el Sumo Pontífice, procurábamos expresarle con la mirada, con el gesto, con la actitud, nuestra veneración y piedad, así como el dolor y la indignación que sentíamos al verlo preso y ultrajado por sus malos hijos... Casi instintivamente nos quitamos los morriones -cosa que chocó mucho a los franceses, los cuales seguían con sus gorros encasquetados-, y nos llevamos la mano derecha al corazón como quien hace protestación de su fe.
El Papa levantó los ojos al Cielo y se puso a rezar. ¡Sabía que una bendición de su mano podía atraer sobre nosotros la cólera del pueblo impío que nos rodeaba, como nosotros sabíamos que un grito de ¡Viva el Papa! podía empeorar la situación del beatísimo prisionero! ¡Mostrábanse tan orgullosos los franceses que nos rodeaban al ver aquel supremo triunfo de la Revolución sobre la autoridad!... ¡Creían tan grande a la Francia en aquel momento!
En esto se abrió paso por entre la muchedumbre, y apareció en el cuadro que habían despejado los gendarmes, una mujer del pueblo, mucho más anciana que el Pontífice: una viejecita centenaria, pulcra y pobremente vestida, coronada de cabellos como la nieve, trémula por la edad y el entusiasmo, encorvada, llorosa, suplicante, llevando en las manos un azafate de mimbres secos lleno de melocotones, cuyos matices rojos y dorados se veían debajo de las verdes hojas con que estaban cubiertos...
Los gendarmes quisieron detenerla... Pero ella los miró con tanta mansedumbre; era tan inofensiva su actitud; era su presente tan tierno y cariñoso; inspiraba su edad tanto respeto; había tal verdad en aquel acto de devoción; significaba tanto, en fin, aquel siglo pasado, fiel a sus creencias, que venía a saludar al Vicario de Jesucristo en medio de su calle de la Amargura, que los soldados de la Revolución y del Imperio comprendieron o sintieron que aquel anacronismo, aquella caridad de otra época, aquel corazón inerme y pacífico que había sobrevivido casualmente a la guillotina, en nada aminoraba ni deslucía los triunfos del conquistador de Europa, y dejaron a la pobre mujer del pueblo entrar en aquel afortunado portal, que ya nos había traído a la memoria otro portal, no menos afortunado, donde unos sencillos pastores hicieron también ofrendas al Hijo de Dios vivo...
Comenzó entonces una interesante escena entre la cristiana y el Pontífice.
Púsose ella de rodillas y, sin articular palabra, presentó el azafate de frutos al augusto prisionero.
Pío VII enjugó con sus manos beatísimas las lágrimas que inundaban el rostro de la viejecita y cuando ésta se inclinaba para besar el pie del Santo Padre, él colocó una mano sobre aquellas canas humilladas, y levantó la otra al Cielo con la inspirada actitud de un profeta.
-¡Viva el Papa! -exclamamos entonces nosotros en nuestro idioma español, sin poder contenernos...
Y penetramos en el portal resueltos a todo.
Pío VII se pone de pie al oír aquel grito y, tendiendo hacia nosotros las manos, nos detiene, cual si su majestuosa actitud nos hubiese aniquilado... Caemos, pues, de rodillas, y el Padre Santo nos bendice una, otra y tercera vez.
Al propio tiempo álzase en la puerta y en toda la plaza como un huracán de gritos, y nosotros volvemos la cabeza horrorizados, creyendo que los franceses amenazan al Sumo Pontífice... ¡Lo de menos era que nos amenazasen a nosotros! ¡Decididos estábamos a morir!
Pero cuál fue nuestro asombro al ver que los gendarmes, los hombres del pueblo, las mujeres, los niños..., ¡todo Montelimart! estaba arrodillado, con la frente descubierta, con las lágrimas en los ojos, exclamando:
-Vive le Pape!
Entonces se rompió la consigna: el pueblo invadió el portal y pidió su bendición al Pontífice.
Éste cogió una hoja verde de las que cubrían el azafate de melocotones que seguía ofreciéndole la anciana, y la llevó a sus labios y la besó.
La multitud, por su parte, se apoderó de los frutos como de reliquias; todos abrazaron a la pobre mujer del pueblo; el Papa, trémulo de emoción, atravesó por entre la muchedumbre, nos bendijo otra vez al paso, y penetró en la silla de posta; y los gendarmes, avergonzados de lo que acababa de pasar, dieron la orden de partir.
En cuanto a nosotros, durante todo aquel día no fuimos en Francia prisioneros de guerra, sino huéspedes de paz.
Conque... he dicho.


V
-¡Aún queda algo que decir!... -exclamó el mismo que contó poco antes lo acontecido en Roma-. ¡Óiganme ustedes a mí un momento!
En 1814, cinco años después de la escena referida por el capitán, la fuerza de la opinión de toda Francia obligó a Napoleón Bonaparte a poner en libertad a Pío VII.
Volvió, pues, el Sumo Pontífice a recorrer el mismo camino en que le habían encontrado los prisioneros españoles, y he aquí cómo describe Chateaubriand la despedida que hizo Francia al sucesor de San Pedro:
«Pío VII caminaba en medio de los cánticos y de las lágrimas, del repique de las campanas y de los gritos de ¡Viva el Papa! ¡Viva el Jefe de la Iglesia!... En las ciudades sólo quedaban los que no podían marchar, y los peregrinos pasaban la noche en los campos, en espera de la llegada del anciano sacerdote. Tal es, sobre la fuerza del hacha y del cetro, la superioridad del poder del débil sostenido por la religión y la desgracia.»
Guadix, 1857.
(Pedro Antonio de Alarcón. Historietas Nacionales.)

El Papa y la polémica de los preservativos y el SIDA

En el avión que le llevaba a África, el 17 de marzo pasado, el Papa Benedicto XVI respondió a preguntas de los periodistas que le acompañaban de un modo que los medios han publicado de diversa manera y que ha dado pie a una confusión general y generalizada.

Esta es la hora en que no sé a ciencia cierta qué dijo y qué palabras utilizó sobre el SIDA y los preservativos. El Vaticano ofreció una versión oficial de aquella entrevista, pero sus palabras, entresacadas y aisladas del contexto, recorrieron el mundo mundial y no hubo hijo/hija de vecino/vecina, que no expresara con contundencia su clara y manifiesta oposición y desacuerdo.

Por entonces, un lugar de Internet, Atrio.org colgó varios post, que dieron lugar a comentarios de muy variado pelaje, pero de una sola línea, casi monotemática: reprobación. Véase aquí:

El papa, el SIDA y los preservativos

El papa en África

Cuatro años de papa


Cualquier intento de manifestación discordante fue duramente respondida, incluso las que procedían de gentes misioneras en tierras africanas, o sea, a pie de obra.

Poco después el parlamento belga aprobó una recusación al Papa por poner en peligro las vidas de millones de personas a causa de sus manifestaciones. Y el propio parlamento español a punto estuvo de hacer lo mismo.

La Revista “Sal Terrae” (revistast@salterrae.es , www.salterrae.es) publicó en su número 97, de mayo de 2009, un artículo, que aprobada su publicación por la Dirección de la misma, cuelgo en mi blog, para ofrecer otra valoración de las palabras del Papa, que se limitó a presentar la doctrina moral de la Iglesia y a expresar que en este punto de la lucha contra el SIDA los católicos no están tan desencaminados como se afirma por casi todas las partes.

ST 97 (2009) páginas 415-423

Una llamada humana y espiritual*

Michael CZERNY SJ**


En su primera visita como Papa a África, Benedicto XVI celebró su encuentro tradicional con los periodistas que le acompañaban en el vuelo a Yaundé. Ésta es la quinta pregunta que le hicieron:

«Santidad, entre los muchos males que afligen a África, destaca el de la difusión del sida. La postura de la Iglesia católica sobre el modo de luchar contra él a menudo no se considera ni realista ni eficaz. ¿Afrontará este tema durante el viaje?».

Cualquier respuesta habría generado titulares. Y así fue. Un fragmento de la respuesta del papa provocó una histeria mediática que dejó a muchos perplejos, tristes o incluso indignados. Vamos a ver con mayor detenimiento, y más allá de los titulares, lo que el papa Benedicto XVI dijo realmente, y vamos a intentar comprender lo que significan sus palabras. Antes de nada, unos datos. Según estadísticas del año 2006, los católicos bautizados en África andan en torno a los 150 millones, un 17% de la población del continente, en comparación con el 12% de 1978. Según ONUSIDA (1) (2007), alrededor de 22 millones de personas están infectadas por el VIH en el África subsahariana. Esto supone el 67% de los seropositivos del mundo. De las muertes registradas relacionadas con el sida, tres cuartas partes tuvieron lugar en el África subsahariana.
En su respuesta al periodista (quinta pregunta), el Papa Benedicto fue breve, abordando diversas dimensiones de un problema sumamente complejo.

1) A la cuestión de que la postura de la Iglesia católica no se considera ni realista y ni eficaz, el Papa replicó: «Yo diría lo contrario: pienso que la realidad más eficiente, más presente en el frente de la lucha contra el sida, es precisamente la Iglesia católica, con sus movimientos, con sus diversas realidades». Las comunidades religiosas masculinas y femeninas, los sacerdotes y también las comunidades de laicos «hacen muchas cosas, unas más visibles que otras», y «están al servicio de los enfermos».

El Vaticano estima que la Iglesia católica atiende en todo el mundo a más del 25% de los enfermos de VIH/SIDA. La proporción, naturalmente, es mucho mayor en África, llegando a casi el 100% en áreas remotas. Dejemos que una seropositiva burundesa en tratamiento antirretroviral dé su testimonio personal sobre el servicio recibido: «Cuando vamos a otros sitios, sólo nos miran como un número. Somos casos de hospital que tienen que ser tratados. Somos meros problemas. Perdemos nuestra dignidad y no nos sentimos valorados. Pero nunca nos sentimos así cuando acudimos al centro de la Iglesia. Y es porque allí se hace un tratamiento integral de nuestros problemas, ya sean espirituales, médicos, mentales o económicos».

2) Una vez reconocida la importancia de la labor de la Iglesia, efectiva y realista, el Santo Padre añade dos aspectos fundamentales:
2a) «Yo diría que no se puede superar este problema del sida sólo con dinero, aunque éste sea necesario; pero si no hay alma, si los africanos no ayudan (comprometiendo su responsabilidad personal)…».

Sin emplear la terminología al uso, el Santo Padre está resaltando el contraste crucial entre el modo de abordar estos problemas por parte de la Iglesia (alma, responsabilidad personal…) y la manera típica de las políticas públicas de los gobiernos y las agencias internacionales (dinero). Las políticas públicas se dirigen a toda la población. Emplean estadísticas para definir el problema y lo tratan con políticas y programas. Los resultados esperados deben trasladarse a mejoras estadísticas. En el caso del sida, las políticas sanitarias hacen lo que es técnicamente necesario y posible para reducir el número de infectados y el número de fallecidos.

No se debe minusvalorar esta contribución. Debemos reconocer que las políticas públicas y los programas funcionan como un mínimo común denominador, un mínimo al que cada ciudadano tiene derecho. Las políticas de salud pública tratan con cifras y tendencias, pero no con rostros humanos y personas.

La visión cristiana incluye todo ello, pero va más allá, y con una mayor profundidad que las políticas. Con una visión holística, la Iglesia ve a cada persona como un hijo o una hija de Dios, como un hermano o una hermana, capaz tanto del pecado como de la santidad. Pero cada ser único, en su totalidad, en su santidad, no es fácilmente reconocible entre estadísticas y porcentajes. Sin embargo, son personas reales de la vida real. Como creyentes, ellos son los pilares de las comunidades, los agentes silenciosos de una profunda transformación. Así que el trabajo de la Iglesia de acompañar, formar, guiar y proponer desafíos a las personas es más ambicioso que el de la salud pública, profundamente distinto en calidad y en espíritu.

Los africanos tienen buenos motivos, basados en su propia experiencia, para creer en la visión profunda que la Iglesia tiene de ellos. No sólo por su modo de afrontar el sida, sino también por su manera de actuar ante las múltiples crisis que asolan el continente en tantos lugares.

2b) Tras referirse al programa holístico de la Iglesia y distanciarse de la visión necesariamente estrecha de las políticas públicas, el Santo Padre critica a continuación el reduccionismo de las políticas públicas a un único método: «…no se puede solucionar este flagelo distribuyendo preservativos; al contrario, éstos aumentan el problema». En Europa y en Norteamérica, donde los condones están culturalmente aceptados por muchos, la gente se pregunta incrédula cómo es posible que la Iglesia se oponga a su utilización. Algunos han llegado incluso a acusar a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI de tolerar un genocidio por su postura con respecto al sida.

Hay dos aspectos diferentes implicados: el estatuto moral de las acciones de las personas y la viabilidad de una estrategia que se dirige a toda la población.

En lo que se refiere a los actos de las personas, de los individuos, según algunos especialistas en la prevención del VIH, el preservativo, utilizado correctamente, puede reducir el riesgo de infección en su transmisión mediante relaciones sexuales, y las personas que usan preservativos de manera habitual tienen menos probabilidad de transmitir el VIH o de infectarse con él. Cuando un hombre y una mujer mantienen relaciones sexuales antes, dentro o fuera del matrimonio, a la salud pública no le preocupa la moralidad de lo que hagan en la privacidad de su dormitorio. Cultural y legalmente, en Europa y en Norteamérica se aceptan en gran medida los comportamientos sexuales, siempre y cuando sean de mutuo acuerdo, esto es, siempre que las dos personas estén de acuerdo al respecto. En este contexto, el preservativo parece ser de sentido común. Los creadores de opinión y los medios de comunicación occidentales quieren que la Iglesia acepte el sexo fuera del matrimonio, lo que va en contra de la fe religiosa y de los valores culturales tradicionales compartidos por millones de personas de todo el mundo.

La Iglesia interpreta las relaciones sexuales dentro de un ámbito moral, aceptando estas relaciones sólo en el caso de una pareja casada y excluyendo medios artificiales que eviten la concepción. Hacer algo erróneo puede resultar más seguro con un preservativo, pero eso no hace que el acto sea correcto. La Iglesia no puede promover algo como «más seguro» sin indicar de alguna manera si es también correcto. Decir: «No cometa adulterio; ahora bien, si lo hace, use preservativo», es tanto como decir: «La Iglesia no cree que usted sea capaz de vivir como debería hacerlo».

Un hombre y una mujer no casados que mantienen relaciones sexuales están ignorando la enseñanza de la Iglesia. Difícilmente van a necesitar que el papa les diga que usen un preservativo. Lo que sí necesitan es la ayuda de la Iglesia para vivir una sexualidad responsable y respetuosa. Por eso, en el año 2003 los obispos africanos explicaron que «la abstinencia y la fidelidad no sólo son el mejor camino para evitar ser infectados por el VIH, sino que son el mejor modo de asegurar el desarrollo de una vida feliz y plena» (2).

El sida presenta un caso especial: parejas casadas en las que uno está infectado (VIH+) y el otro; o parejas en las que uno y otro son seropositivos. En este supuesto, la Iglesia acompaña pastoralmente a la pareja para que afronten de un modo profundo las decisiones que afectan a sus vidas, a su familia, a su relación como matrimonio y a su deseo de tener hijos. Merecen el mismo respeto y poseen la misma dignidad que cualquier otro cristiano, lo que incluye también ayudarles a formar su conciencia, sin tener una solución total dictada desde el púlpito, pero mucho menos desde la prensa o desde un anuncio. No encontrarán a un defensor más acérrimo de la responsabilidad de seguir a su propia conciencia que el Papa Benedicto.

¿Y qué puede decirse de las muchas situaciones que ponen a los africanos, especialmente a las mujeres, en estado de mayor vulnerabilidad hacia la infección por VIH, como la pobreza, los conflictos, los refugiados, los abusos o las violaciones (incluso dentro de las relaciones de pareja)? Obviamente, es ilusorio pensar que un agresor sexual pueda ser persuadido de usar el preservativo por el papa, el Estado, una ONG o quienquiera que sea. Pero cabe imaginar el caso de una pareja en la que la mujer no está infectada, y el marido se niega a hacerse las pruebas del sida, pero insiste en mantener relaciones sexuales invocando la doctrina de la Iglesia para no utilizar preservativos. Bajo distintas capas de auto-engaño, este hombre no puede alegar tan altas razones morales cuando está poniendo en riesgo la vida de su mujer. Pero ninguna solución general puede resolver los males que están implicados aquí. En el nivel parroquial, la Iglesia puede –y es lo que hace normalmente- ofrecer formación moral, animar a las personas a hacerse los análisis necesarios y defender los derechos de las mujeres.

Sobre el segundo aspecto, el de una estrategia para toda la población, hay una convicción muy extendida de que los programas que promueven el uso de preservativos son efectivos para reducir las tasas de infectados por el VIH. Sin embargo, esto sólo se ha demostrado fuera de África y entre subgrupos muy definidos (por ejemplo, prostitutas, varones homosexuales), no entre la población en general. No existe prueba científica alguna de que los preservativos, como estrategia de salud pública, hayan reducido la incidencia del VIH en la población en general (3). De hecho, mayor disponibilidad y uso de preservativos están directamente relacionados con mayores (no menores) tasas de infección de VIH, quizá porque, cuando se utiliza un reductor «tecnológico» del riesgo, como son los preservativos, puede perderse el beneficio (reducir el riesgo), porque se asumen mayores riesgos que si no se dispusiera de esa tecnología.

Así, a nivel general, una política agresiva de uso del preservativo «aumenta el problema» al desviar la atención, la fiabilidad y los recursos de estrategias más eficaces, como la abstinencia y la fidelidad. O, dicho en leguaje secular, se trata de retrasar la edad de comienzo de las relaciones sexuales y de reducir la proporción de hombres y mujeres que tienen relaciones sexuales con varias personas. La abstinencia y la fidelidad tienen poco apoyo en el discurso dominante en Occidente, pero están justificadas por una sólida investigación científica y son cada vez más incluidas, incluso favorecidas, en estrategias nacionales contra el sida en países africanos.

La promoción de los preservativos como estrategia para reducir la infección por VIH entre la población en general está basada en la probabilidad estadística y en una plausibilidad intuitiva. Tiene una enorme credibilidad en los medios de comunicación y en los creadores de opinión occidentales. Pero lo que no tiene es base científica.

Algunos especialistas en la prevención del VIH asumen que, dado que muchísimas personas no saben si están o no infectadas, el uso del preservativo debería ser automático, obligatorio y universal. Pero el 95% de los africanos entre 15 y 49 años NO están infectados (ONUSIDA 2007). Conocer tu situación es un elemento determinante para hacerte responsable de tus actos. Algunos africanos me han comentado que, una vez que descubrieron que eran seropositivos, hicieron una opción firme por la abstinencia, a fin de evitar el riesgo del contagio a otros.

Así pues, los obispos de Kenia dicen: «Aun cuando el VIH no hiciera terriblemente peligrosos el sexo pre-marital, la fornicación, el adulterio, el abuso de menores o la violación, seguirían siendo malas acciones como siempre lo han sido. No es el riesgo del VIH o el de padecer el sida lo que hace inmoral el libertinaje sexual; son violaciones del sexto y del noveno mandamientos y son, por tanto, pecados, y hoy en Kenia la peor de sus muchas consecuencias destructivas son el VIH y el sida. La Iglesia no enseña una moral sexual diferente cuando o donde el sida no es un peligro. Pero esta enseñanza no es fácil de comprender, y mucho menos de aceptar, para “el mundo” o los medios de comunicación» (4).
El hecho es que la cultura influye mucho. Un preservativo es algo más que un pedazo de látex; también dice algo sobre el sentido de la vida. Mientras que en Europa y en Norteamérica la idea es muy aceptada (aunque no por todos), en África la fertilidad es muy apreciada, y el preservativo aparece como algo extraño y que responde a valores ajenos. Un jesuita que vive en Sudáfrica me escribía: «Aquí mucha gente cree que el tema del papa y los preservativos es un circo montado por los medios de comunicación, no un asunto por el que tengamos que gastar más tinta o talar más bosques».

Así que, cuando Benedicto XVI afirmó que «distribuyendo preservativos… aumenta(n) el problema», no fue un comentario casual o inoportuno, sino que tenía buenas razones para hacerlo.

3) «La solución sólo puede ser doble:

3a) En primer lugar, una humanización de la sexualidad, es decir, una renovación espiritual y humana que conlleve una nueva forma de comportarse el uno con el otro… Renovar al hombre interiormente, darle fuerza espiritual y humana para un comportamiento correcto con respecto a su propio cuerpo y al cuerpo de los demás».

Esta sexualidad está basada en la fe en Dios, el respeto por uno mismo y por el otro, y la esperanza en el futuro. Comparemos esta visión con la confianza en los preservativos. Debemos reconocer que preservativos siempre para todo el mundo va asociado al concepto del sexo como placer sin consecuencias. En nuestro interior sabemos que esto es mentira, porque supone tratar al otro ser humano como un vehículo para mi propio placer. Como política pública, mira a las personas como seres voraces, incapaces de controlarse, incapaces de nada que no sea autogratificación. Una actitud así es terriblemente pesimista con respecto al ser humano y, cuando es impuesta por agencias oficiales e internacionales sobre los africanos, supone a menudo un inconsciente pero aberrante racismo. Y éste no es un camino para la Iglesia.

3b) «Y, en segundo lugar, una verdadera amistad también y sobre todo con las personas que sufren; una disponibilidad aun a costa de sacrificios, con renuncias personales, a estar con los que sufren…, una capacidad de sufrir con los que sufren, de permanecer presente en las situaciones de prueba». Este servicio compasivo y generoso ha sido la experiencia vivida en África prácticamente desde el comienzo. Los afectados por el sida normalmente han encontrado aceptación, acogida y ayuda por parte de la Iglesia, fuesen creyentes o no. Aún más, la formación de la conciencia (3a) y las renuncias personales (3b) van siempre unidas. Una Iglesia incansable a la hora de servir a aquellos que están en necesidad resulta creíble en cuanto a la enseñanza y la formación que ofrece. He aquí el resumen del Santo Padre: «Éstos son los factores que ayudan y que conllevan progresos visibles» en la lucha contra el sida. Desde la fe católica y su tradición, el Papa dirige un mensaje holístico a todos los pueblos que va a visitar. Conecta ampliamente con la realidad humana que va a encontrar. Un jesuita del Congo me escribía: «Desde aquí estamos siguiendo la visita del papa con mucho interés; también las especulaciones en la prensa sobre la cuestión de los preservativos que han surgido en el sabio mensaje del Santo Padre antes de aterrizar en África. ¡Qué vergüenza, que la gente no se dé cuenta de que la solución del sida no vendrá por la distribución del preservativo, sino asumiendo el problema en toda su complejidad…!».

4) El Santo Padre termina respondiendo de nuevo a la pregunta del periodista sobre la postura de la Iglesia, ni realista ni eficaz: «Me parece que ésta es la respuesta debida, y esto es lo que hace la Iglesia; así contribuye en una gran e importante medida. Damos las gracias a todos cuantos lo hacen».

Según mi experiencia, la mayoría de los africanos, católicos o no, están de acuerdo. Para ellos, lo que el Santo Padre dijo es profundo y verdadero. Él ha reiterado lo que ellos llevan experimentando desde hace años y lo que siguen esperando. Y también ellos están agradecidos a quienes llevan adelante la estrategia de la Iglesia.

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Notas:

* Título original: A Human and Spiritual Wake-up Call. Traducción de José Ignacio García Jiménez, SJ. En inglés, puede consultarse en http://www.thinkingfaith.org/articles/20090325_1.htm.

** Coordinador de la Red Jesuita Africana contra el sida (AJAN). Box 571 Sarit Westlands / 00606 Nairobi, Kenya / http://www.jesuitaids.net/.

1. Programa conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA.

2. Simposio de Conferencias Episcopales de África y Madagascar, octubre 2003.

3. Prof. Edward C. GREEN, director del Proyecto de Investigación de Prevención del Sida, Entrevista en Christianity Today transmitida el 20/03/2009 citando investigaciones publicadas desde 2004 en las revistas científicas Science, The Lancet, British Medical Journal y Studies in Family Planning, disponible en Internet en http://www.christianitytoday.com/ct/2009/marchweb-only/ 111-53.0.html> (24 Marzo 2009).

4. CONFERENCIA EPISCOPAL KENIATA, This We Teach and Do, vol. 1, 2006.

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