Si esta pregunta me
la hubiera planteado hace tiempo, que ciertamente me la hice, habría respondido
sin pensar un rotundo ¡sí!
Y no es que haya sido
fácil mi vida, que lo ha sido dentro de unos razonables límites. Es que me he
topado con diversas clases de muros, y por arriba o por donde fuere, incluso
por el medio, los he atravesado. Unas veces solo, otras en buena compañía.
¿Qué tapia se me ha
resistido? Un momento que lo pienso… ¿La enfermedad? Nunca he tenido ningún mal
de entidad suficiente que ahora pueda considerar. Catarros, gripes, anginas,
paperas, sarampión… Cosas así.
Lo único reseñable, y
que aquí ya he tenido en cuenta, una mala caída de espaldas; temí haberme
dañado seriamente las lumbares y las cervicales. Incluso mi médica torció el
ceño cuando vio la placa. Un año padeciendo mareos y otras molestias, sobre
todo al llegar la noche, me llevaron a recuperar mis aficiones natatorias,
aparcadas desde hacía más de diez años. Fue un catorce de junio de 2004. Desde
entonces no lo he dejado, todos los días, sí o sí. Ahora me encuentro bien. Un
poco lento y entumido al levantarme en la mañana. Enseguida se me pasa y estoy
bien el resto del día.
Un muro insalvable se
me planteó mucho antes, cuando deseando ser cura todas las puertas permanecían
cerradas, sin explicaciones. Duró aquello desde los veinticuatro hasta los
veintisiete. Abandonado a mi suerte, insistí cuanto me fue posible. Un obispo
oriundo de Jaén, que cada vez que le visitaba me pegaba un rapapolvo por
cualquier cosa: mi pelo, mi cara, mi ropa, mis estudios, mis maneras… y mis
informes, que no eran favorables.
Luego llegó otro, y
como era provisional, obispo de León y administrador apostólico de Valladolid,
no quiso mojarse.
Tuvo que llegar Don
José. Visto y no visto. En una semana me lo solucionó. Fue el quince de junio
de 1975.
Durante dos años
quisieron domesticarme, enviándome de cura a donde no podía ser más que lo que
tenía que ser. Aguanté aquello, pero no dejé de insistir. Si dijera que la
suerte vino en mi ayuda, estaría diciendo una bobada. Como soy creyente, creo
que fue Alguien que me tenía en su mira. Desde hace treinta y cuatro años estoy
donde quiero y hago lo que me gusta; ojalá no diga el resto que ojalá venga
otro que me mejore. Si así sucediera, con gusto pediría la jubilación.
Decididamente la
muerte. Es el único muro ante el que no puedo nada. Es verdad que no me han
sucedido desastres como los que veo muy cerca de mí: he perdido compañeros,
amigos y familiares. Pero todos ellos se fueron porque tenían que irse. Nada
los arrebató, se fueron yendo, con tiempo suficiente para hacer examen de
conciencia y tomar en sus manos las riendas de su vida… y de su muerte.
Ante ella, no tengo
palabras. Pero tampoco miedo, ni impotencia. Sólo esperanza. Sí, esa es la palabra,
espero y miro de frente.
¿Impotente? Ya sé que
suena a pretencioso, pero esa palabra no está en mi vocabulario. Tal vez porque
nunca se me ha ocurrido intentar lo imposible; o porque mis metas siempre han
sido de tercera división; o porque me hago la ilusión de haber logrado lo que
deseaba, y vivo en mi propio engaño.
No, no me hago
figuraciones; sé muy bien de qué estoy hablando. Un tipo como yo, uno sesenta y
ocho disminuido, sesenta y un kilos, sesenta y cuatro años, solterón, cura de
barrio del extrarradio, de apariencia vulgar y con el sueldo base, ¿cómo
pretende afirmar que es poderoso?
Poderoso no lo es ni
Dios. Así lo afirmo, así lo creo. Eso sencillamente no existe. Tal vez existan
quienes se creen poderosos porque tienen dinero, fuerza, PODER; perdón, me
corrijo: poder. Y sí, tendrán súbditos. Allá ellos. El poderoso y los
impotentes.
A estas alturas del
escrito no pretendo convencer a nadie de mi humildad, que es exactamente cero.
Pero sí de que mi soberbia es igualmente nada.
Pero de lo que me
interesa no cedo. Lo que realmente quiero, lo defiendo. Si es para mí, lucho.
Si llego al convencimiento de que no lo merezco, no me conviene, no le interesa, o no es el momento… tengan vuesas mercedes la seguridad de que como la zorra
vuelvo sobre mis pasos sin probar las uvas. ¡Están agrias!
Y aviso, para no
parecer traidor: es posible que este escrito esté en el expositor de este blog
muy poquito tiempo. En cuanto asese, puede que lo borre.
No obstante, porque
me parece, vuelvo a sintonizar a mi poeta preferido, y a quien lo musicaliza
como propiamente un ángel: José Agustín Goytisolo y Paco Ibáñez. Con ustedes, Palabras
para Julia.