A LA
DERECHA Y A LA IZQUIERDA
Cuando
salimos de Cafarnaum, camino de Jerusalén, el sol ya calentaba. Íbamos los doce
del grupo con María, la madre de Jesús, su vecina Susana, mi madre Salomé, y
María, la de Magdala.(1) Jesús abría la marcha. Caminaba de prisa. La
primavera, con sus colores, vestía los campos de Galilea. Cuando ya era oscuro,
llegamos a Jenín y decidimos hacer noche en uno de los campos que rodean la
pequeña ciudad, en la frontera entre Samaria y Galilea.
Salomé - Con estos huesos de
pollo que me traje, hago yo una sopa que se van a chupar los dedos. ¿Qué les
parece?
Susana - Buena idea, Salomé. La
noche va a ser fría. Y si les calentamos la tripa a estos sinvergüenzas dormirán
mejor. Eh, tú, muchacha, ve y trae un puñado de tomillo. Eso le da sabor a la
sopa.
La Magdalena
fue a buscar el tomillo mientras Susana, Salomé y María, junto al fuego,
preparaban la cena de aquella primera noche de viaje.
Salomé - Lo que es esa Magdalena…
se gasta unos andares y unas miradas…
Susana - Y tanto, Salomé. Dice
Jesús que ha cambiado mucho, pero también mi abuela decía que genio y figura
hasta la sepultura.
Magdalena - Aquí está el tomillo…
Salomé - Trae, trae acá. Pero, ¿qué
hierbas son éstas, muchacha? Esto no es tomillo.
Magdalena - Que sí, doña Salomé. Huélalas.
Es tomillo.
Salomé - Bueno, échalas ahí en el
caldero. Lo que no mata, engorda.
María - Vamos a sacar un poco de
queso también, ¿no?
Salomé - No, María, con la
sopa y esas aceitunas ya tienen bastante.
Magdalena - ¡Pues dice Pedro que
tiene un hambre!
Salomé - Ese siempre la tiene. No
se llena con nada. Parece un saco sin fondo.
Magdalena - ¡Y así está de fuerte el
tipo! Por algo Jesús lo tiene de brazo derecho…
Salomé - Brazo derecho, ¿de qué?
Magdalena - Bueno, después de Jesús,
Pedro.
Salomé - Pero, ¿de dónde te sacas
tú eso, Magdalena, a ver?
Magdalena - ¿Que de dónde me lo
saco? ¡Si eso lo sabe todo el mundo! ¿No lo sabía usted, doña María, eh, usted
que es la madre de Jesús, él no se lo ha dicho?
María - No, yo no sabía nada,
pero…
Salomé - ¡Eres una enredadora, Magdalena,
una lengua larga!
Magdalena - ¿Yo? ¿Ah, con que soy yo
la enredadora? Doña María, ¿no es cierto que Jesús con quien tiene más
confianza es con el tirapiedras?
María - No sé, yo creo que con
todos, Magdalena. Yo no me he fijado mucho en eso, la verdad.
Magdalena - Pues fíjese, a ver si yo
soy la enredadora o esta Salomé es la desconfiada, ¡qué caramba! Que yo oí
decir por ahí y fue a sus mismos hijos, sí, sí, a Santiago y a Juan, esas
buenas piezas, que si a Jesús le pasaba alguna desgracia, que Dios no lo
quiera, al que le tocaba agarrar el timón del barco era a Pedro.
Susana - ¡Ay, muchacha, no hables
ahora de desgracias!
Magdalena - Bueno, pues me callo,
pero la verdad es que estamos metidos en un lío gordo con este viaje a Jerusalén.
Sí, Jesús ahora saca la cara por todos, pero si a él le pasa algo, al que le
toca sacarla es a Pedro.
Salomé - ¡Dale con lo mismo! ¿Pero,
por qué Pedro, a ver, por qué?
Magdalena - Mire, señora, Jesús
tiene buen ojo y, entre todos estos bandidos ha sabido escoger al que es un
tantico así más decente, caramba. Ese Pedro tiene sus cosas, sí, pero también
tiene palabra. No es como «otros».
Salomé - ¿Por quién dices «eso»?
Magdalena - Por… «nadie».
María - Bueno, dejen ya de
provocarse. Anda, muchacha, ve a decirle a los hombres que vengan, que la sopa
está hirviendo.
Magdalena - ¡Eh, Jesús! ¡Eh, todos,
vengan a comer! ¡Vengan ya!
Salomé - Pero, ¿has visto tú, María,
y tú, Susana, cómo esa tipa defiende a Pedro? ¡Descarada! Ramera había de ser… ¡Se
le sale por los poros la desvergüenza!
María - Olvide eso, Salomé. Yo
creo que no lo ha dicho por malo.
Salomé - No me la defiendas, María.
Esa no pierde ocasión de tirarle zancadillas a mis hijos. ¡Buena zorra! ¡Con
todo lo que les ha ido detrás!
Susana - Sería para cobrarles…
María - Cállate, Susana, no
enredes más la cosa.
Salomé - Yo no sé, María, pero
con esta mujer entre tanto hombre…
Por
fin, después de idas y venidas, todos nos reunimos alrededor del caldero de
sopa.
Felipe - ¡Esta sopa merece un
aplauso, sí señor!
Natanael - ¡Está tan buena que
hasta se me ha olvidado el dolor de los callos!
Pedro - Pues yo le encuentro un
saborcito un poco raro…
Juan - Ideas tuyas, Pedro.
Santiago - ¡Ahora lo que falta
es vino!
María - Mañana lo compraremos en
Siquem. Allí lo hay bueno.
Santiago - Puah! El vino samaritano
sabe a purgante de ricino.
Felipe - Ya salió Santiago con
sus manías. Ea, dejemos a los
samaritanos y vamos a echar los dados, compañeros. ¿Juegas, Jesús?
Jesús - Cuando acabe de chuparme
este hueso, Felipe. Empiecen ustedes.
Jesús
se quedó sentado cerca de las brasas, mientras las mujeres recogían las sobras
y guardaban los pedazos de pan para el día siguiente. Nosotros nos alejamos un
poco, hasta donde la luna, con su media rueda de luz blanca, nos iluminaba lo
suficiente para que nadie hiciera trampas con los dados.
Jesús - ¿Qué, mamá, muy cansada?
María - No, qué va, hijo. Hacía
tiempo que no caminaba tantas millas de un tirón y, ya ves, he aguantado.
Susana - ¿Sabes una cosa, Jesús?
Que tu madre tiene años, pero todavía conserva piernas de jovencita. En cambio,
ésta que está aquí, ya se cae de sueño…
En la
rueda de los hombres, el juego de dados seguía calentándose…
Felipe - Ocho! ¡Esta vuelta la
gano yo! ¡Yujuy! ¡Estoy de suerte, camaradas!
Santiago - ¡Al diablo contigo,
Felipe! Ea, Pedro, abre tú, que te toca.
Pedro - No, mejor que abra
otro. Yo… yo voy a tener que irme…
Santiago - Pero, ¿qué te pasa,
hombre?
Pedro - Tantas horas sin
comer nada y, ¡zas!, de repente esa sopa que tenía un saborcito tan raro…
Felipe - Pero si estaba muy
buena. A mí me calentó las tripas.
Pedro - Pues a mí me las ha
revuelto. Uff… Es como una tormenta en el lago de Tiberíades. Miren, mejor voy
a resolver este asunto por ahí porque si no…
Juan - ¡Vete lejos,
tirapiedras, por tu abuela!
Felipe - ¡Y vuelve pronto!
Pedro
se alejó hacia un pequeño olivar y se perdió entre los árboles…
Salomé - Mira ésas tres… Ya están roncando.
Jesús - Sí,
Salomé, se les quedó la palabra colgada de la boca.
Salomé -
Oye, Jesús, ahora que estamos solos, yo quería decirte algo.
Jesús - Pues dígalo, Salomé.
Salomé -
Ven, vamos allá para no despertar a estas dormilonas. Ven.
Mi
madre y Jesús fueron hacia el pequeño olivar y se sentaron junto a un árbol.
Salomé - Se trata de esa
magdalenita, Jesús. ¡Caramba con la «niña»!
Jesús - ¿Qué pasó? ¿Han estado
discutiendo?
Salomé - A mí no me gusta hablar,
moreno, pero esa mujer y Pedro… No es que yo quiera ser mal pensada, pero, o
Pedro la engatusa a ella, o ella está engatusando a Pedro. Aquí no hay trigo
limpio.
Jesús - Pero, no me diga una
cosa así, doña Salomé.
Salomé - ¡Ay, si Rufina hubiera
venido! Sí, sí, el asunto es con Pedro. Para Magdalena, Pedro lo tiene todo.
Que si fuerte, que si el más valiente de todos, que si es el mejor… Se le nota
demasiado, Jesús. No lo sabe esconder. ¡Y cómo va a saber! Tantos años en el
oficio… Bueno, no es que yo quiera perjudicarla, pero esa mujer es peligrosa.
Jesús - ¿Usted cree, doña Salomé?
Salomé - Y lo peor no es eso.
Ahora anda regando que tú dijiste que el tirapiedras es tu brazo derecho. Y
que, después de ti, Pedro. Pero yo digo que eso no puede ser. Yo no puedo
creerlo. Tú y todos conocemos a Pedro: mucho ruido y pocas nueces. Un alocado,
eso es. ¡Dice ella que valiente! ¡A ése con un estornudo lo espantan! En fin, ¿para
qué hablar?
Jesús - No, no, siga hablando.
Salomé - Mira, Jesús, dicen que
el diablo sabe más por viejo que por diablo. Y yo tengo ya canas, moreno. ¿Quieres
un consejo?
Jesús - A ver, doña Salomé,
venga ese consejo.
Salomé - Con un brazo derecho
como Pedro… ¡mejor es estar manco! Jesús, tú necesitas un brazo derecho y un
brazo izquierdo. Dos buenos brazos dispuestos, firmes, que te ayuden y te
defiendan.
Jesús - ¿En quién está pensando
usted?
Salomé - En mis hijos. Y no
porque lo sean, sino porque lo valen. Santiago y Juan son capaces de dar hasta
la última gota de sangre por ti, si hace falta. Jesús, hazme caso: quítate de
encima a ese baboso de Pedro y apóyate en mis hijos. Uno a tu derecha y otro a
tu izquierda.
Pedro - ¡Así te quería agarrar,
vieja traidora! ¡Maldita sea con esta Salomé! ¡Aquí todos, aquííí!
Los
gritos estentóreos de Pedro estremecieron el olivar y nos pusieron a todos en
pie, a los que jugábamos a los dados y a las tres mujeres, que ya dormían.
Todos echamos a correr hacia donde Pedro, desgañitándose, nos llamaba.
Jesús - Pero, Pedro, ¿de dónde
sales tú? ¿Dónde estabas metido?(2)
Pedro - Allá, detrás de aquel árbol.
¡Y lo he oído todo!
Salomé - ¿Y se puede saber
qué estabas haciendo tú ahí, condenado?
Pedro - Algo más digno que lo
que ha estado haciendo usted, para que se entere. ¡Aquí todos! ¡Corran y arránquenle
la lengua a esta bruja!
Santiago - Pero, ¿qué es lo que
pasa, caramba? A qué viene esta gritería, Pedro?
Pedro - ¿Que qué pasa? ¡Que tu
señora madre es una marrullera y una conspiradora! ¿Sabes lo que dijo? Que la Magdalena
y yo tenemos «algo».
Magdalena -
¿Cómo? ¿A mí me metieron en el lío? Demonios, pero, ¿qué hice yo? A ver, ¿qué
hice yo para que usted me tire esa zancadilla, Salomé?
Santiago - ¡Cállate tú ahora, María,
y no enredes más la cuerda!
Pedro - La cuerda la enredó tu
señora madre, ¿me oyes? Y fuiste tú, pelirrojo, y tú, Juan, mosquita muerta,
ustedes dos, ¡par de sinvergüenzas!
Nos dio
mucho trabajo bajarle los humos a Pedro y que nos explicara lo que había oído
entre aquellos árboles. Mientras hablaba, mi madre, Salomé, no levantó los ojos
del suelo.
Felipe - ¿Anjá? ¿Con que todo eso
dijo Salomé?
Pedro - Sí, señor. Esta vieja
merece que la ahorquen.
Santiago - Espérate, Pedro, si tú
te rascas tanto, es que mucho te ha picado.
Pedro - ¿Qué estás insinuando
ahora?
Santiago - Tú eres el que estás
insinuando cosas muy raras. A ver, ¿quién diablos dijo que tú eras el brazo
derecho de nadie?
Pedro - ¡Lo dijo Jesús cuando
viajamos al norte! ¿Ya no te acuerdas?
Juan - ¡Eso no lo dijo el
moreno! ¡Eso es lo que tú quisieras, narizón! ¡Pero no lo dijo!
Pedro - ¿Lo ven ustedes? ¡Son
igualitos que su madre! ¡Conspiradores los dos! ¡Ustedes la mandaron para que
hablara mal de mí!
Santiago - ¡Como vuelvas a mentar a
mi madre, Pedro, te quedas sin barba!
Pedro - ¡Atrévete, Santiago,
que esta noche no me acuesto sin estrangularte!
Magdalena - Bueno, bueno, todo esto
empezó por mi culpa, ¿no? ¡Pues me largo! Ahora mismo doy media vuelta y… ¡a Cafarnaum!
Jesús - No, María, tú no te vas
a ninguna parte.
Pedro - Aquí la única que se
tiene que ir es esta vieja chismosa. ¡Y sus dos hijitos!
Jesús - Aquí no se va nadie,
Pedro. Ni Salomé, ni María, ni ustedes dos, ni nadie. ¡Ya está bien, caramba!
Es la primera noche que estamos juntos y ya nos estamos picando como los
gallos. Vamos a Jerusalén y allí las cosas se nos van a poner difíciles.
Tenemos que estar unidos. Si llega el momento del mal trago, todos tendremos
que beber la misma copa. Todos. Entre nosotros hay que acabar con eso de brazos
derechos y brazos izquierdos. Aquí nadie es más que nadie. Todos estamos
montados en la misma barca y todos tenemos que remar para salir adelante. ¡O
salimos a flote todos o nos hundimos todos!
Juan - ¡Y saldremos a flote,
moreno! Es verdad, compañeros, Jesús tiene razón. Y ahora… ¡ahora vámonos a
otra parte, que el perfume que hay aquí no hay quien lo aguante!
Aquella
noche nos costó dormirnos a todos. Pedro rezongó hasta muy tarde. Y mi madre,
Salomé, dio vueltas y vueltas antes de quedar rendida. Estábamos muy cansados.
A la mañana siguiente, teníamos que madrugar para continuar nuestro viaje a
Jerusalén.