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¡Uf! ¡Menos mal que tiene explicación!




A uno que está lejos de viejas historias, no le sonaba nada bien que el papa Francisco regalara una rosa de oro, fuera a quien fuera, y menos a la Virgen en su advocación de nuestra señora de Fátima. Pero una bondadosa persona se lo ha explicado y así le parece que suena menos mal.
Resulta que es una tradición en la Iglesia, que se inició en el siglo XI, eso de regalar rosas de oro.
La costumbre se remonta a la Edad Media, cuando los papas llevaban esa flor durante las procesiones del cuarto domingo de Cuaresma, el llamado domingo Laetare. El Papa Eugenio III puso en relación este hecho con la pasión de Cristo: el oro como símbolo de la resurrección y las espinas como símbolo del sufrimiento.
En otros tiempos, esas rosas se conferían también a dignatarios de la Iglesia, para distinguirlos, pero también para recordarles las responsabilidades asociadas al ser cristiano. El círculo de los que recibían rosas de oro se fue ampliando a reyes, príncipes, abadías y santuarios. Actualmente, solo los santuarios son objeto de esa predilección.
La rosa de oro es una condecoración otorgada por el Papa a personalidades católicas preeminentes, usualmente reinas. También la han recibido algunas advocaciones de la Virgen María. Fue creada por León IX en 1049. Como su nombre indica, consiste en un rosal de oro con flores, botones y hojas, colocado en un vaso de plata renacentista en un estuche de oropel con el escudo papal. El Papa la bendice el cuarto domingo de Cuaresma. La unge con el Santo Crisma y se la inciensa, de modo que es un sacramental.
Con ésta, Fátima tendrá ya tres rosas de oro. La primera la envió Pablo VI, el 28 de marzo de 1965, durante la tercera sesión del Concilio Vaticano II. La segunda la entregó Benedicto XVI, durante su visita a Fátima, el 12 de mayo de 2010.

La tercera acaba de entregarla hoy mismo Francisco. A él le gustan mucho más las naturales, pero el protocolo es el protocolo. Y así estamos.
Y por la misma razón mi obispo, que además es cardenal, está ausente de los actos protocolarios en honor del patrono de mi ciudad, San Pedro Regalado; ha de acompañar a la comitiva papal en su visita a Fátima. De esta forma ha dado al traste con el programa de las fuerzas vivas ciudadanas que le asignaban el puesto principal en la ceremonia que en esta fecha se celebra en El Salvador. En mi pequeñez, recuerdo asomarme desde el mirador de la casa de mis abuelos para contemplar el revuelto que tal que hoy se organizaba en la coqueta plaza. Era tal el gentío que se convocaba que solo cabezas distinguía; sin reconocer a nadie, por supuesto. Pero mi abuela Jesusa sí lo conseguía, y daba gritos de alegría nombrando a personas por ella conocidas, de manera que aquella mañana era una fiesta también familiar.
Aprovecho la ocasión para rendir mi tributo particular a nuestro paisano Pedro Regalado.
“Saliendo San Pedro Regalado del convento del Abrojo para Valladolid, sin saber que hubiese fiesta de toros,
se escapó uno de la plaza y le acometió furioso, el santo después de implorar al cielo, le mandó se postrase y lo ejecutó rendido.
Quitóle el Santo las garrochas y echándole la bendición le mandó que se fuese sin que hiciese mal a nadie, lo que ejecutó el bruto”.

(De la vida del santo vallisoletano, patrono de su Ciudad y de los Toreros.)
 Lienzo pintado por fray Diego de Frutos.
San Pedro Regalado fue un monje franciscano que vivió en el S. XV y fue canonizado por sus acciones de caridad, su dedicación a los pobres y sus obras milagrosas. Nació en la calle de la Platería en 1390, hijo del hidalgo Pedro Regalado y Doña María de Costanilla. Muy pronto fue bautizado en la actual iglesia de San Salvador, que por aquel entonces se llamaba iglesia de Santa Elena.
Dicen que desde pequeñito ya mostraba verdadera devoción por las causas religiosas, y que se le podía ver cada día con su madre camino del convento de San Francisco (ya desaparecido y que entonces estaba en la Plaza Mayor) y que durante la misa, llamaba la atención siempre de las gentes por su disposición y colaboración durante las celebraciones.
Cuando contaba con tan solo 14 años, ocurrió algo que le influiría de manera decisiva en su vida: llega a Valladolid Francisco Pedro Villacreces, Maestro en Teología por París, Tolosa y Salamanca. Este religioso quería reformar la Orden Franciscana de Castilla y buscaba seguidores de su causa. Pedro decide unirse a él y parte hacia La Aguilera (cerca de Aranda de Duero) dejando Valladolid y despidiéndose de su madre para dedicarse a la vida regular.
En La Aguilera Pedro vivió dedicado a rezar durante doce horas diarias, a trabajar y recoger limosna y estudiar para ser ordenado sacerdote. En 1412 ofició por fin su primera Misa y a partir de entonces predicó la palabra de Dios por distintos lugares y empezó a ser conocido entre las gentes por realizar diferentes obras y realizar varios milagros de bilocación (es decir que testigos de la época indican que le vieron en dos lugares al mismo tiempo).
El milagro más importante por el que se le conoce está recogido en su proceso de canonización, y describe como Pedro, durante la madrugada de la fiesta de la Anunciación de la Virgen María, está rezando maitines en el convento de El Abrojo y al sentir añoranza de honrar a María en La Aguilera, se transporta y aparece en La Aguilera, que estaba a ochenta kilómetros, y tras honrar a la Virgen María, regresa de vuelta.
Su fama cobró tal importancia después de su muerte, que incluso la Reina Isabel la Católica visitó su tumba en el Monasterio de La Aguilera.
En el año 1746 el Papa Benedicto XIV decide declarar Santo a Pedro Regalado. Esta noticia tuvo gran impacto en la época en Valladolid y se celebró con gran júbilo y por eso ese mismo año se decidió nombrarlo  patrón de Valladolid.
Y además es el patrón de los toreros…
Uno de los milagros que se le atribuyen tiene que ver con ¡un toro!
Cuentan que saliendo San Pedro Regalado del convento de El Abrojo (cerca de Laguna de Duero) hacia Valladolid iba rezando con un compañero y les sorprendió un toro que se había escapado de la plaza mientras se celebraba una corrida.
Pedro se acercó al toro y tras clamar al cielo, le ordenó agacharse y el animal se sometió a él. Pedro le quitó los hierros, lo bendijo y le mandó partir sin hacer daño a nadie y así ocurrió.

Amenazando cisma


Intentaba poner en letras los negros pensamientos que me sobrevienen en este momento, pero no me dejan. Ni siquiera no mirándoles consigo dejar de ver su gesto reprobatorio. Así que no tengo más remedio que callarlos. Mis pensamientos no salen esta noche.
Porque una muchedumbre ingente me observa. A mí y a vosotros. A todos.
Es demasiado fácil no tenerlos en cuenta, pero están. Tienen todos los rostros, proyectan todas las miradas, articulan todos los lenguajes, han recorrido todas las veredas, han atravesado el tiempo y su número nadie podría calcular.
Hablar, pues, ante ellos, de pequeñeces, sea mi verdad o la tuya, una opinión o un simple parecer, aunque se revista de absolutidad, es, si se me permitiera la comparanza, como llegar a lo alto del Taillon y dejar allí tirada la colilla. De lesa majestad.
Hablemos de cosa serias. Ni tu tierra es tuya, ni tu idioma te pertenece. Tu sangre, al fin y al cabo, lo que corre por tus venas, es simplemente roja, como la de los demás. Tampoco la moral está supeditada a ti, y la doctrina que dices defender, es un simple momento congelado.
¿Cuáles son las cosas serias, preguntas? Abre los ojos, observa, escucha, levántate de tu poltrona, sal a la calle y písala, habla con las gentes… Constata que el mundo es mucho mayor y variado que tu pequeña parcelita; que somos miles de millones habitándolo y nadie es igual a nadie. Advierte que lo que a ti te parece una simpleza, para otro es inamovible; lo que tú consideras un derecho, puede ser para aquel o aquella una aberración; y lo que vienes practicando desde siempre, el de más allá hace mucho que lo olvidó.
Y si no eres aún capaz de descubrirlo sábete que está al alcance en cualquier informativo: el hambre, la enfermedad, la violencia, la guerra, la injusticia, la discriminación, la trata de seres humanos, la explotación, la intolerancia religiosa, y muchas otras más, puede que sean simples palabras para ti, pero para quienes las padecen son su dura realidad.
Aún así, esa inmensidad de seres que nos observa demuestra que es mucho más lo que nos une que lo que nos puede separar.
Yo estoy dispuesto a sumar. ¿Te vas a quedar restando?

San Isidro, santo por derecho


Cicerón, en la antigüedad, pensaba ya en nuestro Santo


No tengo claro qué quiero decir con el título que acabo de poner, por eso voy a tratar de iluminarme. En una época en que santos sólo salían de las filas de clérigos y asimilados, léase religiosas y religiosos en toda su variedad y multitud, un santo laico resulta ser un extraño. Porque Isidro no tuvo relación con la institución ni siquiera por afinidad; su esposa también fue laica, y santa. Santa Mónica tuvo al menos a su hijo, San Agustín, para recibir honores.
De un labriego, –además éso, destripador de terrones–, sólo se espera que obedezca y calle ante el señor de turno. Y sólo por cobrar las “bases”, que no es plan excederse. Es verdad que fue acusado de incumplidor y de evadirse del trabajo con la excusa de rezar y asistir a Misa. Siquiera por eso debería haber recibido menos paga. No obstante la labor estaba hecha, a saber de qué medios se valió, porque no me trago aquello de los ángeles.
Si hubiera sido un obrero especialista, qué sé yo, por ejemplo herrero, reparador de candiles, fabricante de ventanas, sexador de pollos o alicatador de cuartos de baño, en algo habría sobresalido. Ir detrás de una yunta de bueyes no parece ser trabajo de mayor notoriedad y membresía.
Aún así le declararon santo. Y yo me pregunto cuál fue su gracia, en qué consistió su don.
Hijo como soy de labrador entiendo que Isidro se encomendara al cielo. Ni siquiera este año en que se anunciaba una gran cosecha van a cumplirse las expectativas. ¡Qué vida, Señor, la del que cultiva la tierra! ¡Es un sin vivir! Si se pone a llover, diluvia. Si a nevar, los animales pasan hambre. Si sale el sol, achicharra. Los hielos del invierno continúan hasta casi el verano. Los vientos secarrones de marzo extenúan las raíces de las plantas. Y a la hora de sembrar, no hay manera de que amanezca un solo día sereno.
Comprendo sin embargo que por sólo ser labriego no se gana uno la santidad. Algo más tuvo que tener el santo para que se lo concedieran. ¿Tal vez ser madrileño? De Madrid al cielo, sí; pero…
Pienso que tal vez ese empujoncito se lo dio el hecho de tener con su santa esposa, María Toribia devenida en María de la Cabeza, un único hijo, Illán, en una época de familias numerosas. Es sabido que cuando hay que ganarse el pan con el trabajo de las manos y el sudor de la frente, cuantas más manos y más frentes, mucho mejor. Como al José de Nazaret, al Isidro madrileño no le nacieron más retoños, y a falta de pensión por jubilación, a ambos les tocó alargar la vida laboral. De éste dicen que vivió hasta los noventa, de José el de María nada se sabe pero, si ya se casó mayor, bien pudo aguantar hasta setenta.
En fin, una mujer santa, un hijo también santo, él no iba a quedarse sin el calificativo. Santo igualmente.
Además está el hecho de que es patrón de la menos agrícola de las ciudades españolas. Todo cemento y cristal, hierro, aluminio y luz de neón, la gran urbe y sus pobladores se pondrían en armas si osara discutirles que donde abunda el asfalto su patrón pueda arar. Los que he visto por la tele en la pradera esta mañana, vestirían muy chulapos, pero un arado no lo han tocado ni de lejos.
Claro que me acabo de enterar de que San Isidro fue zahorí, “encontrador de aguas”, que donde hacía un hoyo manaba una fuente… Ya decía yo que alguna cualidad muy especial había de tener. Porque sólo el hecho de asistir temprano a Misa, –aunque fuera dentro del horario laboral–, no me parecía suficiente explicación.
No osaré discutir con nadie, y menos con los de mi pueblo y alrededores, que tienen en San Isidro un santo propio con credenciales.
Recién abiertas en la mañana de San Isidro

Jesusín el de José


Estatua de San José por los hermanos Duthoit (siglo XIX).  Catedral de Notre Dame de Amiens


En mi pueblo, que siempre hemos sido muy machistas, nos nombraban de esa manera, aludiendo a nuestro padre. En otros lugares apelan a la madre, quién sabe por qué, tal vez porque hay padres que desaparecieron. Yo fui “Vidalín”, y a Jesús es posible que le dijeran “Pepín”. Total son costumbres mediterráneas.
El caso es que José, en Nazaret, además del marido de María, sería también el padre de Jesús. Porque, reconozcámoslo, de otro modo no hubiera sido tan famoso.
Hay padres que muestran orgullosos a sus hijos, y hay hijos que viven de la renta de sus padres. Hay padres que se proyectan en sus vástagos, y hay hijos que no hay manera de saber de dónde salieron, son irreconocibles.
Algo tuvo que tener José para que Jesús saliera como salió. Por eso no consigo encontrar una imagen o estampa que refleje al José que me imagino. Con él, el imaginario colectivo no ha logrado encontrar el punto. Claro, con un padre putativo, no merece la pena gastarse demasiado.
Sin embargo, hay un relato, literario por supuesto, que se aproxima, aunque se distancie de la tradición y piedad populares.
Más o menos dice así:

UN HOMBRE JUSTO


Eran las vísperas de Pentecostés. Jerusalén rebosaba de peregrinos, compatriotas y extranjeros, venidos de las cuatro puntas del imperio romano, para celebrar la fiesta de las primicias. En aquellos calurosos días del verano, allá en la planta alta de la casa de Marcos, donde tantas cosas habíamos vivido juntos, María, la madre de Jesús, nos contó algo de los años revueltos y difíciles que vivió nuestro país a la muerte del rey Herodes.

María - Yo digo que salimos de mal para peor. Porque cuando murió el viejo Herodes, sus hijos, que eran tan sinvergüenzas como él, se picotearon el reino en tres pedazos. Cada uno agarró su tajada y le dejaron el campo más libre a los romanos. Fueron años muy malos aquellos. Más impuestos, más protestas de la gente y más crueldades de los gobernantes…

Vecino - ¡Como lo están oyendo, paisanos! ¡Dos mil cruces y dos mil crucificados! ¡Algo espantoso!
Vieja - ¡Que el cielo nos ampare!
Vecino - ¡Todos los buitres del país se han juntado en Jerusalén! ¡La ciudad huele a muerto!

María - Cada día, con las caravanas, llegaban noticias tristes a nuestra aldea. Fue por entonces cuando un tal Judas,(1) que tenía sangre de los Macabeos en las venas, hizo un robo de armas en Séforis, que en aquel tiempo era la ciudad más importante de nuestra provincia. ¡Ay, madre mía, qué angustia pasamos cuando aquello!

Hombre - ¡Abajo Roma, fuera los invasores!
Mujer - ¡Herodes vendepatria!
Muchacho - ¡Israel para los israelitas!

María - La venganza del ejército romano fue terrible. ¡Con decirles que mandaron tropas de la capital! Le pegaron candela a muchas casas. Yo creo que metieron presa a media ciudad. Desde Nazaret, que sólo queda a un par de millas de Séforis, veíamos la humareda y oíamos los gritos de los vecinos que salían huyendo. Desde entonces, Galilea se volvió un campo de batalla. Vivíamos con el corazón en la boca. Uno salía de la aldea y veía un muerto aquí y un crucificado allá. Los policías de Herodes y los soldados romanos se nos metían en las casas, nos amenazaban, veían un grupo y a palo limpio.(2) Todo el que protestaba, al cuartel. Y, claro, lo que pasa siempre, mientras más aplastaban al pueblo, más fuerte se hacía la resistencia. Que yo recuerde, ahí fue cuando comenzó el movimiento de los zelotes.(3)

Hombre - ¿Quieres unirte a nosotros, muchacho?
Muchacho - Sí. Voy con ustedes. ¿Qué tengo que llevar?
Hombre - Nada. ¡Solamente afilar el cuchillo y jurar venganza contra los que pisotean a nuestra patria!

María - Jesús tendría como unos dieciocho años cuando un grupo de zelotes secuestró en Séforis a un capitán romano. Como rescate pedían a varios prisioneros. Pero la cosa salió mal. Bueno, yo no me acuerdo mucho cómo fue el lío, pero aquella noche, en Nazaret, no se oyeron ni los gatos. Todos los vecinos le echamos la tranca a la puerta y nos acostamos muy temprano. Ya estábamos dormidos cuando oímos unas voces.

Fugitivo - Hermano… hermano…
María - ¡José! ¿No estás oyendo? Alguien está ahí en la puerta… ¡José!
Fugitivo - ¡Hermanos, déjanos entrar! ¡Ábrenos!
José - ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
Fugitivo - Venimos huyendo de Séforis. Los soldados andan detrás de nosotros.
Compañero - ¡Han matado a muchos compañeros del movimiento! ¡Si nos agarran, nos colgarán de una cruz!
Jesús - ¿Qué pasa, mamá?
María - ¡Psst! Calla, Jesús, espera.
José - ¿Qué… qué quieren de nosotros?
Fugitivo - ¡Déjanos pasar la noche en tu casa, compañero. ¡Escóndenos!
María - Ay, José, por Dios, tengo miedo. Es muy peligroso.
José - Ya sé que es peligroso, mujer. Es un riesgo grande, pero hay que correrlo. Al fin y al cabo, son hermanos nuestros, ¿no?
María - No sabemos ni quiénes son.
José - No importa. Nos necesitan. Tú, Jesús, ¿qué dices tú?
Jesús - Sí, papá, ábreles. ¡Si uno estuviera en el pellejo de ellos!

María - Y José les abrió la puerta de nuestra casa.(4)

Fugitivo - Gracias, compañero, gracias. ¡Uff! Hemos llamado a varias puertas en la aldea, pero nadie quiso abrirnos.
José - A esta hora todos estarán durmiendo.
Fugitivo - Sí, la gente siempre está durmiendo cuando más falta hace.
José - Ea, tírense ahí en el fondo y échense estos trapos encima. María, dales algún pan y… No hay mucho, ¿saben?

María - Yo no pude pegar ojo. Todos los ruidos, hasta los grillos me espantaban. Cerca de la medianoche, sentimos los caballos romanos que cruzaron la aldea sin detenerse. Iban buscando a los fugitivos por el camino de Caná. Antes de cantar los gallos, los dos hombres se levantaron y, a tientas, se acercaron a José.

Fugitivo - Hermano, ya nos vamos.
José - ¿Necesitan algo para el camino?
Fugitivo - Deséanos buena suerte, sólo eso.
Compañero - Nos has salvado la vida, compañero, Gracias. ¡Adiós!
José - ¡Adiós! ¡Y que el Señor les acompañe!

María - Abrieron la puerta y se fueron corriendo.

José - Ya ves, María, no hay que achicarse ante los problemas.
Jesús - Eso es lo que quieren ellos, mamá, tenernos divididos a fuerza de miedo.
María - Sí, sí, ustedes digan lo que quieran, pero yo tenía
un susto más grande que Daniel en el foso de los leones.
José - Bueno, mujer, tranquilízate. Ya todo pasó.

María - Sí, pensamos que todo había pasado. Pero a la semana siguiente, una mañana, mientras José y Jesús estaban trabajando en el campo…

Soldado - ¡Eh, tú, ven acá!
María - ¿Yo? ¿Qué… qué quieren ustedes?
Soldado - Que vengas te digo.

María - Dos soldados romanos, a caballo, se detuvieron frente a nuestra choza. Yo estaba amasando la harina para el pan.

Soldado - ¿Cómo se llama tu marido?
María - José.
Soldado - A ese mismo es al que andamos buscando. ¿Dónde está, habla?
María - El no ha hecho nada malo. ¿Por qué?
Soldado - ¡Que dónde está te digo!
María - No lo sé… no lo sé.
Soldado - ¿No lo sabes, verdad? ¡Ahora vas a saberlo!

María - Los soldados se desmontaron de los caballos y se me acercaron con una sonrisa burlona y el látigo de cuero entre las manos. Yo temblaba y tuve que apoyarme contra el muro.

Soldado - ¿Dónde está la basura de tu marido, eh?
María - Se fue. Y no viene hasta la noche.
Soldado - ¡Ja! ¿Oyes, Néstor? No vuelve hasta la noche. ¡Ja, ja, ja! Ven, Néstor, ven que estas campesinas apestan un poco porque no se bañan, pero, no creas, están buenas… ¡Ja, ja!
María - Suélteme, suélteme…
Soldado - ¿Dónde está tu marido, muchachita?
María - No lo sé. De veras, no lo sé. ¡Suélteme!
Soldado - ¡Aprovecha, Néstor, que estas oportunidades no se dan todos los días!
María - Suélteme… suélteme…

María -¡Dios santo, si José no hubiera llegado en ese momento, no sé que habría sido de mí!

José - ¡Hijo de perra, suelta a esa mujer! ¡Que la sueltes te digo!
Soldado - ¿Eh? Y éste, ¿de dónde sale?
José - ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera de mi casa he dicho!
Soldado - ¿Así que no venía hasta la noche? Tú eres el que le dicen José, ¿no es eso?
José - Sí. ¿Qué pasa conmigo?
Soldado - Que te andamos buscando, amiguito.
José - Pues ya me encontraron. ¿Qué quieren?
Soldado - ¿Con que escondiendo a rebeldes en esta asquerosa ratonera, ¿verdad? Sí, sí, no pongas esa cara… Aquí todo se sabe. Y tú escondiste a dos de los que salieron huyendo de Séforis cuando lo del secuestro. Pero de Roma no se burla nadie, ¿entiendes?
María - ¡Ay, no, no le peguen! ¡El no hizo nada!

María - Agarraron a José y lo empujaron. El soldado más fuerte lo pateó como un salvaje en la cara, en la espalda, entre las piernas. El otro me cortaba el paso a mí, que gritaba como una loca. ¡Ay, Dios mío, y no poder hacer nada! En ese momento llegó Jesús del trabajo. Cuando vio lo que estaba pasando, dejó las herramientas y se lanzó contra el soldado que estaba aporreando a José. Pero de un puñetazo en plena cara me lo tiraron al suelo.

Soldado - Maldita sea con estos campesinos, ¿cuándo van a aprender a respetar a las autoridades? Déjalo ya, Néstor, ya está bien madurito. ¡Ea, vámonos ya!
María - José, José… ¡Ay, Dios mío! Jesús, corre, avisa a Susana, que venga pronto. ¡Ay, Dios mío!

María - Mi comadre Susana y Nuna y todas las vecinas de Nazaret vinieron enseguida con bálsamos y cataplasmas.

María - ¿Cómo te sientes, José, dime?
José - ¡Ay! Peor que Adán. ¡Ay! ¡A Adán le partieron una costilla y a mí una docena, ay!
Susana - ¡Dale gracias a Dios que salvaste el pellejo!
María - Yo se lo dije, Susana, que era muy peligroso esconder a esos tipos. Los romanos no perdonan.
Susana - Bueno, bueno, ahora a descansar. Y le das algo caliente dentro de un rato, María. Y que no se mueva, ¿eh?

María - Desde aquel día José ya no se sintió bien. Se levantaba, seguía trabajando, pero por las noches se derrumbaba en la estera como si no pudiera ni con su alma.

María - José, así no puedes seguir. ¿No quieres que le avise al médico de Caná, que venga a verte?
José - ¿Y con qué le pagamos, mujer, si no tenemos ni para las lentejas? No te preocupes. De veras, ya no me duele tanto.

María - Pero los días pasaban y José no se ponía mejor.

María - Jesús, hijo, tu padre está malo. Estoy muy angustiada. El dice que son las fiebres…
Jesús - Fueron los golpes, mamá. ¡A papá lo reventaron esos soldados! ¡Pero ya la pagarán, te juro que la pagarán!
María - Busca al médico, hijo. Mira, llévate las dracmas de la boda… Otra cosa no tengo. Véndelas y con eso le pagas. Ve pronto, anda.

María - El médico vino, pero José no se alivió. Y los días siguieron corriendo uno sobre otro.

María - ¿Te sientes mejor, José?
José - Sí, hoy me siento bastante bien. Por lo menos, no tengo ese dolor aquí en los riñones. ¡Y hasta tengo ganar de comer! ¡De comer y de pelear, caramba!
Jesús - Pues yo estoy preparado, papá. Cuando te levantes, ya iremos…
José - ¿Iremos a dónde, Jesús?
Jesús - A vengarnos de lo que te hicieron. Quico y yo averiguamos dónde están esos dos soldados.
José - Pero, ¿qué estás diciendo, muchacho?
María - ¡Jesús, te lo suplico, deja eso, no te metas en ningún lío! ¡Ay, Dios santo!
Jesús - ¿Anjá? ¿Y nos vamos a quedar así? Vienen y te patean en tu propia casa, insultan a tu madre, matan a golpes a tu padre, ¿y se va a quedar uno con los brazos cruzados? La ley dice «ojo por ojo y diente por diente». ¿O no?

María - José, acostado en la estera, sobre el suelo de tierra de la choza, miró a Jesús con sus ojos negros y ojerosos…

José - Escúchame, hijo: la ley dice eso, sí. Pero desde que Moisés escribió esa ley, ¿tú crees que ha habido menos ojos saltados y menos dientes rotos? No, al contrario. Porque el fuego se apaga con arena y no con más fuego.
Jesús - Pero, papá, entonces…
José - Hay que buscar otro camino, hijo. Y, para eso, lo primero es sacarte la violencia del pecho. No guardes odio, Jesús. El que odia, se hace esclavo de su propio odio. Y yo te quiero ver libre, muchacho. Sí, lucha, pelea, defiende a los tuyos, saca la cara por todos los que lo necesitan, pero no tomes venganza. Y déjalos a ellos, que los violentos acabarán todos como el alacrán, que se clava su propio veneno.
Susana - Bueno, lo que hay que dejar ahora son esas conversaciones medio sombrías, que este nazareno ya está bueno y sano. Vamos, María, vete lavando la ropa, que el marido tuyo se levanta mañana o pasado.

María - Pero no, no se levanto más. Fue un sábado, a media mañana, con un sol brillante sobre la aldea, cuando murió. Jesús y yo, y todos los vecinos de Nazaret estábamos a su lado. Y lo lloramos como se llora a los hombres justos. No, no me pidan que les cuente más porque me pongo muy triste. Yo lo quería tanto… Cuando murió pensé que se me acababa el mundo. Jesús también lloró mucho aquel día. Creo que José le enseñó a él cosas importantes: le enseñó a trabajar la tierra, a levantar los ladrillos… Le enseñó, sobre todo, a luchar. A luchar y a perdonar.(5)




1. Judas el Galileo fue el fundador del movimiento zelote. En los años del nacimiento de Jesús, este revolucionario organizó la oposición al censo ordenado por Roma. Después, durante la juventud de Jesús protagonizó un gran levantamiento contra el poder romano. Conquistó la ciudad de Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret, que era entonces la capital de Galilea y el principal centro comercial de telas del país. Allí se hizo fuerte con un importante grupo de guerrilleros. Quintilio Varo, legado romano en Siria, aplastó a sangre y fuego aquella revuelta. Séforis fue reducida a cenizas y cientos de zelotes fueron crucificados en la ciudad. Para el movimiento revolucionario, el golpe fue duro y tardaron algunos años en reorganizarse. A pesar de la continua represión contra los zelotes, hasta el año 70 después de Jesús el movimiento no fue definitivamente liquidado por los romanos, pues era muy importante el apoyo que le daban los campesinos galileos y las clases más pobres de la sociedad de Israel. Herodes Antipas reconstruyó Séforis. Los dos hijos de Judas el Galileo fueron crucificados por los romanos.

2. Las tropas romanas, junto a las del rey Herodes, mantenían el orden y la «paz» en los revueltos campos de Galilea. Lo hacían con la soberbia propia de los ejércitos ocupantes, que se sienten dueños de la vida de la población sometida. Con esta prepotencia, eran frecuentes las violaciones, los apaleamientos y el saqueo de los bienes de los campesinos.

3. La muerte de Herodes el Grande, tras un reinado tiránico de 40 años, supuso un momento especialmente crítico en Palestina, prácticamente dominada ya por el imperio romano. Por estos años, surgieron en Galilea una serie de movimientos insurreccionales armados que tuvieron un gran arraigo entre el pueblo y que fueron la base de la que se formaron los grupos zelotes. El zelotismo tuvo origen campesino. Galilea, más al margen de la burocracia, el orden y la ley que imperaban en Jerusalén, había sido foco tradicional de todos los movimientos antiromanos y mesiánicos. Tenía que serlo del movimiento zelote, que Jesús vio nacer y desarrollarse y cuyos ideales conoció perfectamente. Tanto, que cuando al comenzar su actividad profética anunciaba «¡El reino de Dios está cerca!», coincidía con la proclama de esperanza que los zelotes habían hecho popular por toda Galilea como bandera contra los ocupantes romanos.

4. En Israel, como en la mayoría de los países orientales, la hospitalidad es una de las virtudes más arraigadas en el pueblo. Era una grave falta tanto negarla al que la pedía como  rechazarla al que la brindaba. La hospitalidad incluía abrir la puerta, el saludo, el servicio, la protección y la compañía al huésped que era acogido en la casa. Todo esto se hacía sin que lo mandara expresamente la ley y sin que se esperara a cambio alguna recompensa. La hospitalidad debía abarcar a toda persona, sin hacer excepciones con extranjeros o desconocidos.

5. De José, el esposo de María, los evangelios sólo dan algunos datos: era de la familia de David, era artesano de oficio, acogió a María como esposa y fue «un hombre justo» (Mateo 1, 19). Todo hace suponer que José murió antes de que Jesús comenzara su actividad pública, porque a partir de entonces María aparece siempre en los evangelios sola, como una mujer viuda. La muerte de José no aparece en los evangelios. No tenemos ningún dato histórico sobre ella. Sí es histórico el ambiente de revuelta social en que vivió Galilea durante los años de la infancia y la juventud de Jesús, años en los que probablemente murió José.

Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 1144-1153]

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