Era impropio, me parecía, llevar unos pantalones
desastrosos en mi descanso veraniego en los pirineos. Así que, indolente de mí,
fui a ver qué había en la superficie comercial cercana. Por 9,99 merqué unos
con buena apariencia, simulando de época pretérita cuyo nombre en giri desisto
reproducir ("vintage"), de un verde tipo prado de altura y hechura en sintonía con mi edad,
ya provecta.
No tardé en ensuciarlos a la primera de cambio, y
por precaución los lavé a mano. Aún así, en el agua quedó, además de la mierda
acumulada en tan breve tiempo, una pátina verdusca que me inquietó.
En efecto, en cuanto estuvieron secos me percaté de
que habían desteñido. Eran verdes, y empezaron a ser pardos.
Con todo y con eso, en la foto de familia me situé
en primera fila; no por pretenderlo, sino por casualidad: era el único hueco
que quedaba, tras retrasarme por esperar a Luna.
Habíamos estado charlando durante la siesta en plan
de reunión clandestina estilo años setenta, y Luna había permanecido durante
todo el rato bajo mi silla, sin ceder a los reclamos de Santiago, ni dejar de
atender a Alfredo que ni pizca de caso le hizo.
Cuando nos avisaron, ella dudó si acercarse al grupo
o quedarse a distancia. Al fin se decidió. Pero no se situó a mi vera, como
acostumbra cuando el ambiente, sin resultarle hostil, no termina de parecerle
familiar; se acercó a don Ricardo, lo rodeó por detrás y se posó a la espalda
de Luis, también tiene don, a quien le rozó sobremanera de modo que le hizo
sonreír y decir en voz alta: Que me haces cosquillas. Por fin, resultó que se
aposentó a los pies de Santiago. Ya dice él: los animales y los niños, donde
ven cariño.
Pues así fue la cosa, yo con mis pantalones pardos,
Luna detrás del clero alto diocesano, y todos sonriendo para la posteridad.
Algún día diremos con añoranza ¡qué jóvenes fuimos!