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¡Esta me faltaba!




La he buscado como un loco durante mucho tiempo, pero en casa no la he encontrado. Tal vez, mi hermano que en esto es un auténtico lince, más bien urraca, la pispó y la tiene en su fototeca particular. Aprovechando que me han entregado el recuerdo, –un juego de descorchador y tapón para botellas–, y el dvd del desarrollo de la jornada del 50º aniversario de la promoción 1964 del colegio… dejadme que respiro. Aprovechando, digo, la ocasión, he solicitado esta foto y acabo de recibirla. No pierdo ni un segundo en exponerla.
Somos los de la primera comunión del año 55 en el Colegio de Lourdes de Valladolid. Mi persona ocupa esta vez un lugar en las alturas, allá arriba a la derecha, y visto un traje de simple marinero, o marinero raso, que heredé de mi hermano que a buen seguro fue quien lo estrenó.
Adornaban mi garganta, a ambos lados, unas formidables amígdalas inflamadas que, gracias a la lejanía respecto del objetivo, no se aprecian. Sí están manifiestas en la foto de estudio, mucho más cercana y, por lo tanto, menos discreta. Ahora no la pongo para no asustar.
No recuerdo que hubiera señoritas, pero las hubo a juzgar por la imagen. Supongo que serían hermanas o primas de algún escolar, porque en mi cole, por entonces, los niños con los niños, y las niñas no.
De entonces guardo yo pocos recuerdos, pero todos agradables. Y doy gracias a los hijos de San Juan Bautista de la Salle que saliera de sus manos virginal y simple, como una raya. Nada que ver con lo que ha salido, está saliendo y seguirá, desgraciadamente, aflorando por este patio nuestro de vecindad, con noticias tan “poco edificantes” y sumamente escandalosas.

Rebuscando en el baúl de los recuerdos


He tardado en responder porque no es fácil hurgar en papeles y fotos para descubrir, que no sólo recordar, cómo fue mi infancia. Me pidieron que mostrara cómo era de pequeño y cómo soy ahora. ¿Cómo responder a esto?
Por supuesto que sólo se trata de ponerme en foto. Pero ya que ha de ser, por qué no ir un poco más allá. Y es lo que he tratado.
A quien me lo ha pedido le he hecho una sugerencia, a primera vista vanal: que mirara los apéndices auriculares de esta foto de familia colegial de la tercera clase elemental A del colegio de lourdes del año 1957. No se salva ni uno; el único que las tiene moderadas es el religioso “babero” que nos acompaña. Tiene que ser que dada nuestra condición de niños necesitábamos entonces unas orejas muy grandes, porque eran muchas, muchísimas las cosas que debían entrarnos mediante la palabra escuchada, susurrada, incluso gritada. De todo hubo, sí señores, para dar y tomar. Aquellos 45 pares de orejas de soplillo habrán oído demasiado a lo largo de su vida.
Pertenezco a la época en que la palabra dominaba sobre la imagen. Tal vez por eso, precisamente, mis ojos aparecen empequeñecidos.
De todas maneras las frentes eran todas amplias, bueno casi todas. La mía en especial.
 Ahora sigo teniendo una frente respetable que mi pelo disimula discretamente. Tampoco hay por qué andar molestando a los que lo han perdido del todo por buscarse la vida, o porque su naturaleza es de esa condición. Sin embargo ni mis cejas se bajan, ni mis párpados se abuardillan; así miro yo en la actualidad, con los ojos bien abiertos.
El secreto es que ahora llevo lentes entintados, que en cuanto les toca la luz solar, se oscurecen. Así voy protegido.

Abraham, Isaac y el sacrificio de los hijos



He sido invitado por mis amigos musulmanes a celebrar Aid al-Adha (la fiesta del sacrificio), también llamada Aid-al Kebir (la fiesta grande), que en España conocemos como La Fiesta del Cordero. Por supuesto había cordero en la mesa, adquirido en unos grandes almacenes y por tanto sin tener en cuenta si se trataba o no de un animal sacrificado según las prescripciones del Corán y de la Sharía. Propiamente no ha sido un acto religioso sino una comida familiar. Pero no deja de ser un acto que recuerda al cordero que sustituyó a Isaac, hijo de Abraham, en la pira del sacrificio ritual ocurrido en las laderas del Monte Moria. Lo que iba a ser un sacrificio humano pasó a ser el sacrificio de un animal.
A ningún musulmán he oído jamás que decir que Alá fuera un dios sanguinario por pedir aquello a Abraham. A demasiadas personas cristianas o de educación cristiana sí he visto afirmar rotundamente tal calificativo. Sin embargo en el mundo civilizado de los más pudientes no tenemos ningún empalago en permitir el sacrificio de nuestros hijos. Porque nuestros son los niños y niñas que quedan marcados de por vida, o muertos para siempre, por acciones y omisiones, por supuesto de sus legítimos padres, pero también de quienes se aprovechan, negocian y disfrutan de los productos generados en negocios en los que son utilizados en demasiadas zonas de nuestro mundo.
No es el Dios del Antiguo Testamento, tampoco Alá, quien lo ordena o permite. Es el ser humano quien lo maquina con premeditación, alevosía y todos los agravantes que imaginar se pueda. Ojala un cordero fuera capaz de sustituir a las niñas y a los niños que en estos momentos están siendo sacrificados. ¿No habrá un dios que así lo ordene?
Anteanoche entré en mi cama cabreado. La culpa fue de la dos, que emitió un programa que no pude quitarme de la cabeza en toda la noche: "El algodón, la cara oculta del oro blanco"

Literatura al alcance de todos





Lo de Bertoldo trae cola, al menos para mí. Y voy a ir tirando de ella…
Casi con toda seguridad mi padre tuvo conocimiento de la historia de Bertoldo, de su hijo Bertoldino y de su nieto Cacaseno, así como de la mujer del primero, Marcolfa, por tradición oral. Mejor dicho, por boca de los cómicos de la legua y a través de los pliegos de cordel. Si hubiera sido de otra manera, a buen seguro hubiera guardado aquel libro, y en casa yo nunca lo vi.
Esto me ha hecho recordar una visita que hice a la Fundación Joaquín Díaz, en la casona de Urueña, donde tiene su sede. Allí, entre muchísimas cosas que no es plan ahora enumerar, vi unos pliegos enormes, llenos de escenas subtituladas, que contenían resumidos libros completos, tales como el Quijote y escenas de la Biblia. Es muy posible que viera, aunque no recuerdo, entre aquellos papelones la vida de Bertoldo y su familia.
En cualquier caso, lo he encontrado, porque Joaquín Díaz lo tiene expuesto en su web.
Una sola vez en mi vida presencié una actuación de los cómicos de la legua, en vivo y en directo. Tendría yo… ¿cinco o seis años? Llegaron en tropel al pueblo y nos convocaron a la plaza mayor. Allí nos fuimos después de cenar, muchos con un taburete a cuestas, a presenciar la actuación. No recuerdo cuál fue el contenido de la función, pero sí retuve un detalle: alguien, simulando ceguera, cantaba como en una salmodia, la historia que estaba dibujada y escrita en un enorme lienzo, al ritmo que otro con un puntero iba señalando.
Así es como llegaba al pueblo llano la literatura culta que por precio y por seriedad le estaba vedado. Aquellos cantores resumían y hacían asequible, a base de rebajar e incluso infantilizar, los grandes dramas literarios. Pero siempre había una enseñanza, una pretensión moralizante y, por supuesto, un público que se lo pasaba bien durante toda la función, que luego recordaba en las noches oscuras, bien al calor de la gloria, bien al fresco de la calle.
El pliego que está ahí arriba resume en cuarenta y ocho escenas un libro de cuatrocientas páginas. Quien prefiera leerlo ya sabe cómo encontrarlo. Quien se contente con el resumen, puede verlo a continuación.
Servidor sigue leyendo lo que comenzó ayer. Que un extracto con Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno es una falta de respeto, si no a la buena literatura, sí a un texto que ha saltado los océanos y que ha sido traducido a casi todos los idiomas conocidos. La historia que comenzó con mi padre, se completará conmigo.

















Un recuerdo de la infancia, pero no le encuentro la gracia



Muchas veces escuché en mi casa la frase “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, y sospechaba que se refería al título de un cuento; pero nunca tuve acceso a él. Ciertamente no estuvo nunca en el domicilio familiar. Es posible que mi padre recitara una lectura de sus tiempos infantiles, pero si así fue, nunca me contó aquella historia. Sólo y apenas el título de marras.
Quiero creer ahora que de alguna manera nos estaba diciendo que para cuentos aquellos, y no los que tanto mi hermano como yo utilizábamos. Sí, los tebeos no eran de su agrado. Tanto colorín, tanto monigote, tanto diálogo en forma de globo saliendo por la boca de aquellos dibujillos… a mi padre le parecían muy poco serios; nada apropiados para niños como nosotros y poco educativos.
Ayer, al llamar a Berto, por una sinrazón me salió Bertoldo; y de ahí recordar el título completo, la frase tantas veces repetida por mi padre. Cogí internet y buceé. Y lo encontré a la primera.
Parece ser que se trata de una colección de cuentos, obra de dos autores italianos del siglo XVII, Gulio Cesare Groce y Adriano Banchieri, que retoman cuentos antiguos de la Edad Media.
El libro está en muchos lugares para ser leído o descargado. Por comodidad y porque me gusta tenerlo en casa, he bajado de aquí el pdf de una preciosidad editada en Madrid en 1823, aunque también está otra editada en Barcelona en 1843.
Tras un primer vistazo me permito sacar unas conclusiones tal vez demasiado precipitadas, pero suficientemente elocuentes para comprender el halo de misterio que ha rodeado mi relación con el título de esta colección de cuentos, que no simplemente infantil:
1. Contiene algún que otro dibujo. Todo el libro está repleto de letras, y carece de color, es en blanco y negro. ¿La letra con sangre entra?
2. Más que entretener, estos cuentos son moralizantes; dan lecciones, no divierten. ¿La risa la inventó el maligno?
3. Se trata de una literatura torticera, aunque (o por eso precisamente tal vez) haya alcanzado fama universal. ¿Cómo es posible que un niño o una niña lea la primera página de este libro y no salga corriendo como quien pierde el culo? Veámoslo pues:
Prometo seguir leyendo hasta el final. Si cambio de opinión, expresaré mis nuevas conclusiones. De momento es lo que hay.

Juegos que unían



Una noticia aparecida en un rincón de un periódico digital me ha puesto, una vez más, en sintonía con mi infancia. “El empresario Antonio Pérez Sánchez, fundador de la empresa juguetera Geyper y creador de los Geyperman y los Juegos Reunidos, entre otros productos, falleció este domingo a los 94 años de edad en Valencia y este lunes ha sido enterrado en el cementerio general”.
Cuando llegaron los reyes con la caja roja y amarilla, ya sabía jugar al parchís y a la oca, pero no a la ruleta, ni a otros que desde entonces tuve la suerte de disfrutar y compartir.
No recuerdo cuántos juegos diversos contiene la caja, ahí está guardada y no tengo ahora ganas de mirarlo; pero sí que es la número 0, por lo que supongo que sería la más pequeña de otras posibles. Nunca tuve curiosidad de ver la gama que se ofrecía en el mercado. Con aquella tuvimos suficiente mi hermano y yo, y los amigos que se juntaban cuando se terciaba.
Sobada a más no poder, y con algunas fichas estropeadas o perdidas, la caja aún contiene los cartones que hacen de tableros y los compartimentos donde recoger las diversas piezas que componen el conjunto. Y no quiero describirlo más, porque en estesitio y en otros de internet lo dicen casi todo.
Mis recuerdos van por otra parte. Aquellos juegos nos arremolinaban a los más pequeños en torno a la mesa del comedor, si nos dejaban, o encima de la alfombra del cuarto de recibir a las visitas, también usado como comedor bueno, haciendo que el tiempo en los días duros del invierno se nos pasaran sin sentir. En los días buenos no nos pillaban en casa en cuanto los deberes quedaban rematados ni con un galgo.
Entonces jugábamos en corro, en panda, en camaradería. No sabíamos hacerlo de otra manera. El juego solitario sólo estaba reservado para quienes, como mi padre, se entretenían solitos con la baraja haciendo escaleras descendentes y montones ascendentes. Una cosa muy rara.
Y si no venía nadie, salía yo en su busca. En mi casa o en la suya. Jugar era estar con otros; el juego nos unía, reunía y amalgamaba. Jugando surgía el compadreo. Y tanto si ganaba como si perdía, si reñíamos como si nos reíamos, a la vuelta de otro día volvíamos a las andadas.
Sí, recuerdo que de niño jugaba con mis amigos. Era fácil; entonces no teníamos cuarto propio, y este señor que se ha muerto aún no había descubierto ni comercializado el geyperman, que ofreció a los chicos la posibilidad de jugar a las muñecas sin que les llamáramos mariquitas.
¡Qué años aquellos! ¡Qué tiempo tan feliz!
¿Cómo era? ¡Churro, media manga, manga entera, di lo que es!
¡Guá! ¡Ha sido guá!¡Bieeeeeeeen!
Una dole, tele catole, quile quilete, estaba la reina en su gabinete, vino el Cid, apagó el candil, candil candilón, civil y ladrón. Sólo que la pistola parecía de mentira, y el ladrón nunca llevaba matute.

Esta peli no la llegué a ver



Un niño de 12 años, en 1960, conoció esta escena mirando los carteles publicitarios de la película en los escaparates de los comercios de su ciudad. Era "gravemente peligrosa", según decía el letrero. Y él se preguntaba dónde estarían los indios malvados, los nazis sanguinarios o los feroces leones que amenazaban a la señora mayor, tan rubia y tan escotada; el señor no parecía malo, el agua no cubría casi y el frío se aguanta. ¡Dónde estaría lo divertido! Y se marchó todo contento porque era día sin cole y a la tarde en el Capitol echaban dos de vaqueros, en sesión continua.

*  *  *


«'La dolce vita' no era una gran película. Existe por aquella escena increíble, estábamos yo y Marcello. Más yo, la verdad. Estaba bellísima, lo sé»

«¿Quiere saber si me siento un poco sola? Sí, un poco sí. Pero no me arrepiento de nada. He amado, he llorado, he vencido y he perdido. No tengo marido ni hijos».

*  *  *

(La fontana de Trevi sigue igual y en el mismo sitio, según me informan amigos que han estado recientemente en Italia; pero Anita Ekberg, la musa de 'La dolce vita', icono sexual del cine, ha acabado en una clínica de monjas de Nemi, cerca de Roma. Allí ha cumplido 80 años, en una silla de ruedas tras romperse las dos piernas y sin apenas visitas.)

¡Juguemos al juego de la cocina!

De repente me ha dado y he buscado en Internet. Así, “juego de la cocina”, sólo lo he encontrado en un blog colombiano. Habrá más, supongo, pero hablan de otras cosas. Y yo quiero saber si en algún lugar del mundo aún se juega a cocinar.
Me explico.
De niño alternaba en mis juegos con niños y con niñas. Al carecer de hermanas, no rehusaba la compañía infantil femenina, puede que por la ley de compensación. Así resultaba que lo mismo asaltaba la charca del prado de abajo a la búsqueda y captura de ranas, que me ponía a las órdenes de mis vecinitas para buscar hierbas y utensilios con que condimentar una sabrosona comida. Ni que decir tiene que en el primer caso íbamos los de pantalones, y en el segundo servidor y las niñas. Por entonces no se conocían en mi pueblo pantalones que no necesitaran bragueta.
Es pues el caso que de vez en cuando dejaba de hacer burradas para ponerme a barrer el patio o la cocina, para majar hojas y revolver cazuelitas, para acarrear agua o ir a por pan, para sentarme en corro a contar chismes e historias, para dejarme peinar o acomodar la camisa… Incluso comíamos de mentirijillas lo que del mismo modo habíamos cocinado. Una auténtica delicia.
Lo malo es que alguna vez los chavales osaban decirlo: “mariquita”. Y entonces había que armarse de genio y demostrar que también sabía escalar tapias, trepar árboles, patalear en cueros en el Valdeginate, robar perucos al tío Alipio y embarrarme hasta los ojos haciendo casetas con tejado y todo. Y para que no hubiera duda, también yo me armé de tirador, hecho con una horquilla de fresno que me fabricó Félix (de quien algún día contaré y no acabaré); claro que no fui ningún as en eso, y creo que nunca conseguí cazar nada de provecho. En este sentido sólo recuerdo haber roto el cristal de una vecina, y, porque no la llegué a dar a ella, que si no la mato, según su propia y particular versión.
Agradezco a mis pequeñas amigas de entonces que no me hicieran jugar a, por ejemplo, ser mamás, las muñequitas o saltar a la comba; entonces sí que se hubiera armado la marimorena y habría llegado mi final. Pero no ocurrió. Ni me invitaron, ni se lo propuse.
Sin embargo “al corro de la patata” era un juego mixto, en el que no había ese inconveniente. Allí cada quien agarraba las manos de los de al lado y todos girábamos al ritmo del canto, agachándonos y volviéndonos a agachar sin mayores problemas. Claro que yo siempre lo hacía a destiempo, pero esa es otra cosa de la que otro día tal vez diga algo, hoy no toca.
Ahora recuerdo aquellos juegos domésticos infantiles con cariño, en los que con nada y con todo, hacíamos cualquier cosa: hasta tener que parar de tanto comer, completamente satisfechos. “¡Miguel Ángel, deja de jugar que ya está la comida! Era un aviso que no podía desatender, con él acababa el juego.

Cambiando tebeos en Cantarranillas


Mira tú por cuanto esta mañana El Roto me ha revuelto los papeles. Y yo que los tenía tan ordenaditos.

Yo me estrené en las letras leyendo Roberto Alcázar y Pedrín. Con El Jabato dibujé la historia. Zipi y Zape que ayudaron en mis pillerías. Disfruté con El Llanero Solitario y La cabaña del Tío Tom me concedió enterarme de otras muchas cosas. Me dormía ojeando las riberas de mi río con Tom Sawyer, y al despertar sacaba de bajo la almohada la portada coloreada del Capitán Trueno y con Crispín me disponía a encararme a la aventura de un nuevo día, teniendo a Goliath a mis espaldas.



Los domingos, bien de mañana, cogíamos mi hermano y yo el montón de sobados cuadernillos de aventuras, primero fue en el Poniente, y luego ya en la Plaza de Cantarranillas, y para allá nos dirigíamos a buscar nuevas historias a cambio de las ya leídas y sabidas. Íbamos al trueque, a permutar lo viejo por lo nuevo, a recambiar usado por usado, a reponer historias frescas, a rellenar el depósito de la aventura. Y tras un tira y afloja por aquí, un te cambio estos dos por ese otro, me das treinta céntimos y ése por este mío que es más nuevo, volvíamos a casa para devorar en la tarde tranquila del domingo lo que ya atesorábamos en taco bien apretado al sobaco, no fuera que alguno, por exceso de sebo, se nos perdira en el camino.



Así me desbravé en la lectura, que luego fui haciendo más selecta, y que terminé por depurar con mi encuentro con la Colección Historias.


Pero había una serie de novelas en dibujos, de apretada letra y carboncillo muy oscuro; trazo complicado el de aquellas páginas acuarteladas, donde el enemigo era alemán o japonés, y el héroe siempre, siempre, americano. Era puro dualismo: los malos tan malos que parecían perversos; el bueno, todo ternura, no tenía inconveniente en disparar y ganar, matando, porque al final todo debía ser perfecto, como la vida que vivía en la realidad. Todo estaba bien así, nada había que quitar ni que poner; las cosas son como son, y el que ose cambiarlas tendrá su merecido. Se llamaba "Azañas bélicas", y ¡eran de gordas…!
Eran historias de combates, de lucha cuerpo a cuerpo, de ejércitos contra ejércitos, en posiciones casi imposibles, porque el mal era tan grande y tenía tantos recursos, que ya desde el princpio tenía uno que prepararse para lo imposible: que ganara el bien fuera como fuese. Y lo hacía, claro que lo hacía, porque al final el malo siempre pierde.

No dejó en mí aquello ninguna huella. No tuve que acudir a psiquiatría. Tampoco me pusieron tiritas en la mente. No hube de lamentar tener malos sueños. No fui agresivo, y eso que jugábamos a indios y vaqueros, policías y ladrones, cristianos contra moros…

Aquello sólo quedó en el mundo de mis lecturas, como un paso obligado para otras cosas, entre ellas, vivir mi propia vida.

Lo que entonces leí con inocencia, ahora me salta a la cara despiadadamente. Y vengo a descubrir que el periódico de hoy me arrea este sopapo:

Y yo, palabra, que nunca quise hacer ningún daño a nadie. Yo sólo pasaba el rato, cambiaba mis tebeos ya gastados y me dedicaba a jugar en serio, como sólo lo hace un niño, aunque bien sabía que todo era una simple mentirijilla.

Bien diferente es ahora que, cuando paseo cada amanecer con mis politos, recorro un camino de herradura, tan viejo como el reino de Castilla, bordeado a diestra y siniestra de tierras yermas, desoladas, baldías; otrora fueron feraces vergeles que nutrieron de frutas y verduras el mercado popular de mi ciudad. Ahora sólo duermen, esperando que sobre ellos se eleven construcciones. Campo llano al que el pelotazo de la especulación condenó sin remisión; tarde o temprano terminará perdiendo del todo cualquier parecido con lo que ahora veo. Y al mirarlo, entre las sombras de la noche que se va y los empujones del día que se abre, percibo que esto es bien real, en tanto lo otro, lo que soñé leyendo y lo que leí jugando, no tiene nada que ver con lo que El Roto me pueda estar recriminando.

¡Que yo no me inventé ninguna guerra, que no quise ser de los buenos ni de los malos! Yo sólo jugaba, y jugando hacía amigos, y entre tanto crecía. Así que no me mires, que no tengo la culpa y mucho menos quiero tener mala conciencia, aunque esto último sea un tanto complicado, y por más que me lave la conciencia no consiga quitarme del todo una como roña que la empaña.

Y ahora que termino de escribir miro hacia atrás y veo que empecé hablando de tebeos, y lo dejo con un mal sabor de boca, por culpa de aquellas hazañas, no tan lejanas, y de este progreso que nos barre; mal viento se lo lleve, ojalá lo parta un rayo.

Roto, me has roto un poco el alma. Sanson, también tú has contribuido a tirar de las columnas, no te hagas el sueco. Pero tranquis, a lametazos y con ayuda conseguiré recomponerla. Amigos y tiempo, no me faltan.

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