|
Estatua de San José por los hermanos Duthoit (siglo XIX). Catedral de Notre Dame de Amiens |
En mi pueblo, que siempre hemos sido muy machistas, nos nombraban de esa
manera, aludiendo a nuestro padre. En otros lugares apelan a la madre, quién
sabe por qué, tal vez porque hay padres que desaparecieron. Yo fui “Vidalín”, y
a Jesús es posible que le dijeran “Pepín”. Total son costumbres mediterráneas.
El caso es que José, en Nazaret, además del marido de María, sería
también el padre de Jesús. Porque, reconozcámoslo, de otro modo no hubiera sido
tan famoso.
Hay padres que muestran orgullosos a sus hijos, y hay hijos que viven de
la renta de sus padres. Hay padres que se proyectan en sus vástagos, y hay
hijos que no hay manera de saber de dónde salieron, son irreconocibles.
Algo tuvo que tener José para que Jesús saliera como salió. Por eso no
consigo encontrar una imagen o estampa que refleje al José que me imagino. Con
él, el imaginario colectivo no ha logrado encontrar el punto. Claro, con un
padre putativo, no merece la pena gastarse demasiado.
Sin embargo, hay un relato, literario por supuesto, que se aproxima,
aunque se distancie de la tradición y piedad populares.
Más o menos dice así:
UN
HOMBRE JUSTO
Eran las vísperas de
Pentecostés. Jerusalén rebosaba de peregrinos, compatriotas y extranjeros,
venidos de las cuatro puntas del imperio romano, para celebrar la fiesta de las
primicias. En aquellos calurosos días del verano, allá en la planta alta de la
casa de Marcos, donde tantas cosas habíamos vivido juntos, María, la madre de
Jesús, nos contó algo de los años revueltos y difíciles que vivió nuestro país
a la muerte del rey Herodes.
María - Yo digo que salimos de mal para
peor. Porque cuando murió el viejo Herodes, sus hijos, que eran tan sinvergüenzas
como él, se picotearon el reino en tres pedazos. Cada uno agarró su tajada y le
dejaron el campo más libre a los romanos. Fueron años muy malos aquellos. Más
impuestos, más protestas de la gente y más crueldades de los gobernantes…
Vecino - ¡Como lo están oyendo, paisanos! ¡Dos
mil cruces y dos mil crucificados! ¡Algo espantoso!
Vieja - ¡Que el cielo nos ampare!
Vecino - ¡Todos los buitres del país se han
juntado en Jerusalén! ¡La ciudad huele a muerto!
María - Cada día, con las caravanas,
llegaban noticias tristes a nuestra aldea. Fue por entonces cuando un tal
Judas,(1) que tenía sangre de los Macabeos en las venas, hizo un robo de armas
en Séforis, que en aquel tiempo era la ciudad más importante de nuestra
provincia. ¡Ay, madre mía, qué angustia pasamos cuando aquello!
Hombre - ¡Abajo Roma, fuera los invasores!
Mujer - ¡Herodes vendepatria!
Muchacho - ¡Israel para los israelitas!
María - La venganza del ejército romano fue
terrible. ¡Con decirles que mandaron tropas de la capital! Le pegaron candela a
muchas casas. Yo creo que metieron presa a media ciudad. Desde Nazaret, que sólo
queda a un par de millas de Séforis, veíamos la humareda y oíamos los gritos de
los vecinos que salían huyendo. Desde entonces, Galilea se volvió un campo de
batalla. Vivíamos con el corazón en la boca. Uno salía de la aldea y veía un
muerto aquí y un crucificado allá. Los policías de Herodes y los soldados
romanos se nos metían en las casas, nos amenazaban, veían un grupo y a palo
limpio.(2) Todo el que protestaba, al cuartel. Y, claro, lo que pasa siempre,
mientras más aplastaban al pueblo, más fuerte se hacía la resistencia. Que yo
recuerde, ahí fue cuando comenzó el movimiento de los zelotes.(3)
Hombre - ¿Quieres unirte a nosotros,
muchacho?
Muchacho - Sí. Voy con ustedes. ¿Qué tengo que
llevar?
Hombre - Nada. ¡Solamente afilar el cuchillo
y jurar venganza contra los que pisotean a nuestra patria!
María - Jesús tendría como unos dieciocho años
cuando un grupo de zelotes secuestró en Séforis a un capitán romano. Como
rescate pedían a varios prisioneros. Pero la cosa salió mal. Bueno, yo no me
acuerdo mucho cómo fue el lío, pero aquella noche, en Nazaret, no se oyeron ni
los gatos. Todos los vecinos le echamos la tranca a la puerta y nos acostamos
muy temprano. Ya estábamos dormidos cuando oímos unas voces.
Fugitivo - Hermano…
hermano…
María - ¡José! ¿No estás oyendo? Alguien
está ahí en la puerta… ¡José!
Fugitivo - ¡Hermanos, déjanos entrar! ¡Ábrenos!
José - ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?
Fugitivo - Venimos huyendo de Séforis. Los
soldados andan detrás de nosotros.
Compañero - ¡Han matado a muchos compañeros del
movimiento! ¡Si nos agarran, nos colgarán de una cruz!
Jesús - ¿Qué pasa, mamá?
María - ¡Psst! Calla, Jesús, espera.
José - ¿Qué… qué quieren de nosotros?
Fugitivo - ¡Déjanos pasar la noche en tu casa,
compañero. ¡Escóndenos!
María - Ay, José, por Dios, tengo miedo. Es
muy peligroso.
José - Ya sé que es peligroso, mujer. Es
un riesgo grande, pero hay que correrlo. Al fin y al cabo, son hermanos
nuestros, ¿no?
María - No sabemos ni quiénes son.
José - No importa. Nos necesitan. Tú, Jesús,
¿qué dices tú?
Jesús - Sí, papá, ábreles. ¡Si uno
estuviera en el pellejo de ellos!
María - Y José les abrió la puerta de
nuestra casa.(4)
Fugitivo - Gracias, compañero, gracias. ¡Uff!
Hemos llamado a varias puertas en la aldea, pero nadie quiso abrirnos.
José - A esta hora todos estarán
durmiendo.
Fugitivo - Sí, la gente siempre está durmiendo
cuando más falta hace.
José - Ea, tírense ahí en el fondo y échense
estos trapos encima. María, dales algún pan y… No hay mucho, ¿saben?
María - Yo no pude pegar ojo. Todos los
ruidos, hasta los grillos me espantaban. Cerca de la medianoche, sentimos los
caballos romanos que cruzaron la aldea sin detenerse. Iban buscando a los
fugitivos por el camino de Caná. Antes de cantar los gallos, los dos hombres se
levantaron y, a tientas, se acercaron a José.
Fugitivo - Hermano, ya nos vamos.
José - ¿Necesitan algo para el camino?
Fugitivo - Deséanos buena suerte, sólo eso.
Compañero - Nos
has salvado la vida, compañero, Gracias. ¡Adiós!
José - ¡Adiós! ¡Y que el Señor les acompañe!
María - Abrieron la puerta y se fueron
corriendo.
José - Ya ves, María, no hay que achicarse
ante los problemas.
Jesús - Eso es lo que quieren ellos, mamá,
tenernos divididos a fuerza de miedo.
María - Sí, sí, ustedes digan lo que
quieran, pero yo tenía
un susto más grande que Daniel en el foso de los leones.
José - Bueno, mujer, tranquilízate. Ya
todo pasó.
María - Sí, pensamos que todo había pasado.
Pero a la semana siguiente, una mañana, mientras José y Jesús estaban
trabajando en el campo…
Soldado - ¡Eh, tú, ven acá!
María - ¿Yo? ¿Qué… qué quieren ustedes?
Soldado - Que vengas te digo.
María - Dos soldados romanos, a caballo, se
detuvieron frente a nuestra choza. Yo estaba amasando la harina para el pan.
Soldado - ¿Cómo se llama tu marido?
María - José.
Soldado - A ese mismo es al que andamos
buscando. ¿Dónde está, habla?
María - El no ha hecho nada malo. ¿Por qué?
Soldado - ¡Que dónde está te digo!
María - No lo sé… no lo sé.
Soldado - ¿No lo sabes, verdad? ¡Ahora vas a
saberlo!
María - Los soldados se desmontaron de los
caballos y se me acercaron con una sonrisa burlona y el látigo de cuero entre
las manos. Yo temblaba y tuve que apoyarme contra el muro.
Soldado - ¿Dónde está la basura de tu marido,
eh?
María - Se fue. Y no viene hasta la noche.
Soldado - ¡Ja! ¿Oyes, Néstor? No vuelve hasta
la noche. ¡Ja, ja, ja! Ven, Néstor, ven que estas campesinas apestan un poco
porque no se bañan, pero, no creas, están buenas… ¡Ja, ja!
María - Suélteme, suélteme…
Soldado - ¿Dónde está tu marido, muchachita?
María - No lo sé. De veras, no lo sé. ¡Suélteme!
Soldado - ¡Aprovecha, Néstor, que estas
oportunidades no se dan todos los días!
María - Suélteme… suélteme…
María -¡Dios santo, si José no hubiera llegado en ese momento,
no sé que habría sido de mí!
José - ¡Hijo de perra, suelta a esa mujer!
¡Que la sueltes te digo!
Soldado - ¿Eh? Y éste, ¿de dónde sale?
José - ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera de mi
casa he dicho!
Soldado - ¿Así que no venía hasta la noche? Tú
eres el que le dicen José, ¿no es eso?
José - Sí. ¿Qué pasa conmigo?
Soldado - Que te andamos buscando, amiguito.
José - Pues ya me encontraron. ¿Qué
quieren?
Soldado - ¿Con que escondiendo a rebeldes en
esta asquerosa ratonera, ¿verdad? Sí, sí, no pongas esa cara… Aquí todo se
sabe. Y tú escondiste a dos de los que salieron huyendo de Séforis cuando lo
del secuestro. Pero de Roma no se burla nadie, ¿entiendes?
María - ¡Ay, no, no le peguen! ¡El no hizo
nada!
María - Agarraron a José y lo empujaron. El
soldado más fuerte lo pateó como un salvaje en la cara, en la espalda, entre
las piernas. El otro me cortaba el paso a mí, que gritaba como una loca. ¡Ay,
Dios mío, y no poder hacer nada! En ese momento llegó Jesús del trabajo. Cuando
vio lo que estaba pasando, dejó las herramientas y se lanzó contra el soldado
que estaba aporreando a José. Pero de un puñetazo en plena cara me lo tiraron
al suelo.
Soldado - Maldita sea con estos campesinos, ¿cuándo
van a aprender a respetar a las autoridades? Déjalo ya, Néstor, ya está bien
madurito. ¡Ea, vámonos ya!
María - José, José… ¡Ay, Dios mío! Jesús,
corre, avisa a Susana, que venga pronto. ¡Ay, Dios mío!
María - Mi comadre Susana y Nuna y todas
las vecinas de Nazaret vinieron enseguida con bálsamos y cataplasmas.
María - ¿Cómo te sientes, José, dime?
José - ¡Ay! Peor que Adán. ¡Ay! ¡A Adán le
partieron una costilla y a mí una docena, ay!
Susana - ¡Dale gracias a Dios que salvaste
el pellejo!
María - Yo se lo dije, Susana, que era muy
peligroso esconder a esos tipos. Los romanos no perdonan.
Susana - Bueno, bueno, ahora a descansar. Y
le das algo caliente dentro de un rato, María. Y que no se mueva, ¿eh?
María - Desde aquel día José ya no se sintió
bien. Se levantaba, seguía trabajando, pero por las noches se derrumbaba en la
estera como si no pudiera ni con su alma.
María - José, así no puedes seguir. ¿No
quieres que le avise al médico de Caná, que venga a verte?
José - ¿Y con qué le pagamos, mujer, si no
tenemos ni para las lentejas? No te preocupes. De veras, ya no me duele tanto.
María - Pero los días pasaban y José no se
ponía mejor.
María - Jesús, hijo, tu padre está malo.
Estoy muy angustiada. El dice que son las fiebres…
Jesús - Fueron los golpes, mamá. ¡A papá lo
reventaron esos soldados! ¡Pero ya la pagarán, te juro que la pagarán!
María - Busca al médico, hijo. Mira, llévate
las dracmas de la boda… Otra cosa no tengo. Véndelas y con eso le pagas. Ve
pronto, anda.
María - El médico vino, pero José no se
alivió. Y los días siguieron corriendo uno sobre otro.
María - ¿Te sientes mejor, José?
José - Sí, hoy me siento bastante bien.
Por lo menos, no tengo ese dolor aquí en los riñones. ¡Y hasta tengo ganar de
comer! ¡De comer y de pelear, caramba!
Jesús - Pues yo estoy preparado, papá.
Cuando te levantes, ya iremos…
José - ¿Iremos a dónde, Jesús?
Jesús - A vengarnos de lo que te hicieron.
Quico y yo averiguamos dónde están esos dos soldados.
José - Pero, ¿qué estás diciendo,
muchacho?
María - ¡Jesús, te lo suplico, deja eso, no
te metas en ningún lío! ¡Ay, Dios santo!
Jesús - ¿Anjá? ¿Y nos vamos a quedar así?
Vienen y te patean en tu propia casa, insultan a tu madre, matan a golpes a tu
padre, ¿y se va a quedar uno con los brazos cruzados? La ley dice «ojo por ojo
y diente por diente». ¿O no?
María - José, acostado en la estera, sobre
el suelo de tierra de la choza, miró a Jesús con sus ojos negros y ojerosos…
José - Escúchame, hijo: la ley dice eso, sí.
Pero desde que Moisés escribió esa ley, ¿tú crees que ha habido menos ojos
saltados y menos dientes rotos? No, al contrario. Porque el fuego se apaga con
arena y no con más fuego.
Jesús - Pero, papá, entonces…
José - Hay que buscar otro camino, hijo.
Y, para eso, lo primero es sacarte la violencia del pecho. No guardes odio, Jesús.
El que odia, se hace esclavo de su propio odio. Y yo te quiero ver libre,
muchacho. Sí, lucha, pelea, defiende a los tuyos, saca la cara por todos los
que lo necesitan, pero no tomes venganza. Y déjalos a ellos, que los violentos
acabarán todos como el alacrán, que se clava su propio veneno.
Susana - Bueno, lo que hay que dejar ahora
son esas conversaciones medio sombrías, que este nazareno ya está bueno y sano.
Vamos, María, vete lavando la ropa, que el marido tuyo se levanta mañana o
pasado.
María - Pero no, no se levanto más. Fue un
sábado, a media mañana, con un sol brillante sobre la aldea, cuando murió. Jesús
y yo, y todos los vecinos de Nazaret estábamos a su lado. Y lo lloramos como se
llora a los hombres justos. No, no me pidan que les cuente más porque me pongo
muy triste. Yo lo quería tanto… Cuando murió pensé que se me acababa el mundo.
Jesús también lloró mucho aquel día. Creo que José le enseñó a él cosas
importantes: le enseñó a trabajar la tierra, a levantar los ladrillos… Le enseñó,
sobre todo, a luchar. A luchar y a perdonar.(5)
1. Judas el Galileo fue el fundador
del movimiento zelote. En los años del nacimiento de Jesús, este revolucionario
organizó la oposición al censo ordenado por Roma. Después, durante la juventud
de Jesús protagonizó un gran levantamiento contra el poder romano. Conquistó la
ciudad de Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret, que era entonces la capital
de Galilea y el principal centro comercial de telas del país. Allí se hizo
fuerte con un importante grupo de guerrilleros. Quintilio Varo, legado romano
en Siria, aplastó a sangre y fuego aquella revuelta. Séforis fue reducida a
cenizas y cientos de zelotes fueron crucificados en la ciudad. Para el
movimiento revolucionario, el golpe fue duro y tardaron algunos años en
reorganizarse. A pesar de la continua represión contra los zelotes, hasta el
año 70 después de Jesús el movimiento no fue definitivamente liquidado por los
romanos, pues era muy importante el apoyo que le daban los campesinos galileos
y las clases más pobres de la sociedad de Israel. Herodes Antipas reconstruyó
Séforis. Los dos hijos de Judas el Galileo fueron crucificados por los romanos.
2. Las tropas romanas, junto a las del rey Herodes,
mantenían el orden y la «paz» en los revueltos campos de Galilea. Lo hacían con
la soberbia propia de los ejércitos ocupantes, que se sienten dueños de la vida
de la población sometida. Con esta prepotencia, eran frecuentes las
violaciones, los apaleamientos y el saqueo de los bienes de los campesinos.
3. La muerte de Herodes el Grande, tras un reinado tiránico de 40 años,
supuso un momento especialmente crítico en Palestina, prácticamente dominada ya
por el imperio romano. Por estos años, surgieron en Galilea una serie de
movimientos insurreccionales armados que tuvieron un gran arraigo entre el
pueblo y que fueron la base de la que se formaron los grupos zelotes. El zelotismo tuvo origen
campesino. Galilea, más al margen de la burocracia, el orden y la ley que
imperaban en Jerusalén, había sido foco tradicional de todos los movimientos
antiromanos y mesiánicos. Tenía que serlo del movimiento zelote, que Jesús vio
nacer y desarrollarse y cuyos ideales conoció perfectamente. Tanto, que cuando
al comenzar su actividad profética anunciaba «¡El reino de Dios está cerca!»,
coincidía con la proclama de esperanza que los zelotes habían hecho popular por
toda Galilea como bandera contra los ocupantes romanos.
4. En Israel, como en la mayoría de los países orientales, la
hospitalidad es una de las virtudes más arraigadas en el pueblo. Era una grave
falta tanto negarla al que la pedía como
rechazarla al que la brindaba. La hospitalidad incluía abrir la puerta, el saludo, el
servicio, la protección y la compañía al huésped que era acogido en la casa.
Todo esto se hacía sin que lo mandara expresamente la ley y sin que se esperara
a cambio alguna recompensa. La hospitalidad debía abarcar a toda persona, sin
hacer excepciones con extranjeros o desconocidos.
5. De José, el esposo de María, los
evangelios sólo dan algunos datos: era de la familia de David, era artesano de
oficio, acogió a María como esposa y fue «un hombre justo» (Mateo 1, 19). Todo
hace suponer que José murió antes de que Jesús comenzara su actividad pública,
porque a partir de entonces María aparece siempre en los evangelios sola, como
una mujer viuda. La muerte de José no aparece en los evangelios. No tenemos
ningún dato histórico sobre ella. Sí es histórico el ambiente de revuelta
social en que vivió Galilea durante los años de la infancia y la juventud de
Jesús, años en los que probablemente murió José.
[«Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982.
Volumen 2, págs. 1144-1153]