Tampoco callaron. En su silencio de palabras, quien esté atento percibe
su lenguaje. Con la primera luz del día me saludaron gozosos como ellos saben
hacerlo, mostrando todo su esplendor. Aún no es pleno, porque el invierno todavía
está presente. Pero ya barruntan que vienen tiempos nuevos, y, con la fuerza
que atesoran por el paso de los años, pero sobre todo por su propia naturaleza,
avisan lo que está para llegar.
Les había sacado “una tajada” el otro día, pero no sangraron como lo
hacen mis parras cuando podo. Los tres han retenido su savia para dirigirla
hacia más arriba, donde las flores, que ya apuntan, intentan contenerse.
El cuarto, sin embargo, no ha tenido ningún reparo en dejarlas
libremente explotar, y en esto andan.
Me gustan las almendras. Admiro los árboles que las producen. Disfruto
rompiendo su dura cáscara y masticando lentamente el fruto. En Navidad, el
turrón me priva. En esta tierra mía, en la que tanta tierra fértil y cultivada
durante milenios ahora duerme inerte y olvidada, ellos, los almendros,
persisten a pesar de la sequedad forzada y de la carencia de cuidados. Su
madera, dura y veteada, ya no la buscan los artífices de la madera, y sólo de vez en cuando te encuentras
con algo antiguo fabricado con su raíz o con su tronco.
Sí, los almendros de esta en otro tiempo feraz vega están muriendo de
pie, ya no se usan ni para leña.
Son amargos, dicen, pero no es verdad. Son molestos de recoger y hay que
cascarlos, y eso, habiéndolos baratos y mollares, es su desventaja.
Los almendros y yo tenemos cada día un momento de encuentro y con
palabras calladas nos saludamos. Espero que lo hagamos por mucho tiempo.
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