Corrían los primeros años 70, no puedo precisar más. Estaba más que harto de aquel centro, prestado por la Universidad a los seminaristas, es decir, a los candidatos que no pertenecíamos a orden alguna, sino que procedíamos de diócesis y similares; vamos, más o menos, la clase de tropa, de la que muy de tarde en tarde alguna rara avis merecía recibir galón de oficialidad. Candidatos a la gloria, éramos una mezcla de provincianos y nobles alcurnias. Unos compartíamos pequeños habitáculos, dos camas, dos mesas, dos librerías y dos armarios. Otros, elegidos ellos, suite unicelular, amplitud de miras y también de espacio.

Entre una libertad incipiente pero vigilada, y la novedad deseada de los vientos conciliares. Resultó más vigilada que libertad y más vientos que novedad.
El caso es que al terminar el segundo curso, me comentan de un colegio mayor muy guay, en la calle Cadarso, Madriz por supuesto. Voy, me informo, me entero, hablo con el director, un tal Poti, cariñoso apelativo, estudiante de filosofía en Comillas-Madrid. Me presento como colega en teología, y no me pone mala cara. Me apunto y me apunta.
Se trata de un piso entero de un gran edificio propiedad de la Cía jesuitica, o de alguna de las muchas fundaciones que ella patrocina.
Empieza el curso. Comparto habitación inmensa con un palentino, Bernardino hola cómo estás, y con un oscense, Nicolás de Bielsa, ¿qué hiciste añoche perillán?, allá en el Pirineo. Y nos juntamos en el comedor, sito en la planta sótano, unos cuarenta fulanos, de los siete puntos cardinales, incluyendo andalucía. Caminos, periodismo, económicas, arquitectura, agrícolas, derecho, obras públicas, icai, filosofía… y teología. El único entre todas las alimañas. Uf, qué alivio respirar aire libre.

Fue un año feliz. Había cerraduras, pero daba igual, la de la puerta de entrada no hacía falta porque estaba el sereno. Y las otras pa qué, si éramos como una familia.
Anarquistas, trotskistas, peceros, psoeros aún no autodefinidos, platajunteros, republicanos de variada estirpe, y los menos sin identificar, formábamos una mezcla extraña, rara y polivalente.
Ni una mala broma, ni un mal gesto, un respeto hacia dentro y una ferocidad desmedida hacia fuera.
En la habitación del que figuraba como capellán, pequeña a más no poder, cuando caía celebrábamos la eucaristía, qué se yo, 3 ó 4, 5 ó 6, según. Y luego una copita y a charlar largo y tendido.
Claro que hablar, hablar, se hablaba en todas partes. A mí me desvirgaron en aquel lugar. Entré puro y salí como salí.
Pero fui feliz, y ya nada volvió a ser como antes.
Lo cerraron aquel mismo año. Una pena.
Nos volvimos a juntar hace unos años, para celebrar no sé qué con motivo de que estábamos vivos y nos acordábamos de aquellos tiempos. Asistimos casi todos, hasta un ministro en el poder.
Cosas.

Y por recordar, una chorrada que se nos ocurrió casi al final, cuando ya sabíamos que se acababa. Nos fuimos de noche, con alevosía pues, al cercano templo de Debod, regalo de Egipto con todos los parabienes, e hicimos como debe hacerse el baile de las esfinges, una mano en la cabeza y otra en los huevos, del de alante y el de atrás respectivamente. Y todo de perfil, como debe ser.