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Con la naturaleza hemos topado, amigo Sancho



Aunque la cosa parece venir de la IV Conferencia Internacional sobre la Mujer ocurrida en Beijin en 1995, sin embargo había salido a la luz mucho antes. Hay quien dice que fue Karl Marx el primero en darlo a notar implícitamente y Engels a decirlo expresamente. Así, en su libro “El origen de la familia, propiedad privada, estado”, sostiene que “el primer antagonismo de clases de la historia incide en el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en el matrimonio monógamo, y la primera opresión de una clase por otra es la del sexo femenino por el masculino”. Pero Simone de Beauvoir, Ludwig Feuerbach y más también han trabajado e ideado sobre ello.
Si el feminismo ha venido luchando por poner en valor los derechos cívicos del sexo femenino, -la equiparación política, laboral y social de hombre y mujer-, la ahora denominada ideología de género, tal como se expresan quienes la proclaman, defiende que el sexo que nos viene dado de nacimiento no tiene por qué devenir en el género, que es una socialización de cada persona. Así las sociedades han ido moldeando cada rol, masculino o femenino, según sus propios intereses. Contra esta situación, injusta por no igualitaria y suponer la opresión del llamado “sexo débil” por parte del considerado “sexo fuerte”, dando lugar al “patriarcalismo”, se avanza la cultura ideológica de género que en su principio general defiende que los papeles del hombre y de la mujer sean perfectamente intercambiables, según la opción que cada uno de ellos decida tomar.
Según esto, no naceríamos hombres y mujeres, sino sólo sexuados; y en nuestro proceso vital vamos decidiendo qué queremos ser: varón, mujer, homosexual, lesbiana, bisexual, transexual…
Como reconozco que de esto tengo muy poca formación, he empleado la tarde festiva de la Epifanía, el día de los reyes, para recabarme un poco de información. La he encontrado, y me he hecho una ligera idea.
Veo que este tema está bastante trabajado. Que no procede sólo del marxismo, sino de algo antes. Pero que ha sido en los últimos años cuando se le ha dado un soberbio empujón para ponerlo en el candelero, y que las consecuencias me parecen exactamente cataclísmicas. Porque supone anular por completo lo que hasta ahora yo consideraba naturaleza. Y por consiguiente la llamada ley natural se me va por el desagüe del inodoro. Si esta teoría, que ya está en muchos aspectos y en algunas legislaciones reconocida de hecho y de derecho, es “verdadera” –dicho con la mayor de las cautelas, porque sobre la verdad y la no-verdad hay también mucho pensado y escrito– las derivaciones son apabullantes y en absoluto nada inanes. He buscado para copiar y pegar, porque me parecen importantes, y de mi personal magín no sería capaz de deducir todas las posibles, pero no he encontrado un lugar “imparcial” o “des-interesado” de donde tomarlas.
Por ello remito a páginas de Internet donde se pueden consultar:
Llevando a sus más últimas y desquiciantes consecuencias lo que parece que encierra en su médula esta filosofía de vida, tengo para mí que Aldous Huxley no se inventó nada, simplemente dedujo que algún día este mundo nuestro, mío, tuyo y de aquel, sería con toda seguridad Un mundo feliz. Lo impediría, eso creo al menos, el control democrático del poder político, económico y social; sólo caminando hacia una democracia plena, o perfecta, nos libraríamos de ser adoctrinados, inducidos, orientados, impulsados y obligados a terminar siendo… algo que la naturaleza no da (¿no puede dar?), ni salamanca presta.
Si el ilustre hidalgo dirigió a su escudero la tan traída y llevada frase anticlerical, de vivir por estos tiempos no dudo que también pensara y dijera, porque él callar no sabía, la que titula esta entrada.
Adiós, natura, adiós.

Con su pan se lo coman


Es lo único que se me ocurre tras ver los resultados, por ahora provisionales pero sin duda similares a los definitivos, de las elecciones autonómicas que se han celebrado durante el domingo.
Ni gano ni pierdo en este envite. Sin embargo no puedo sacudirme una especie de tristeza; sí, esa es la palabra que mejor expresa lo que ahora siento.
¿Como podría sentirme de otra manera si desde que tuve ocasión de tratar con gallegos y con vascos, todos varones como corresponde a mi condición, no he dejando de pensar, porque así lo he percibido, que son muy particulares, que son de una pasta diferente a la mía. En suma, que no los entiendo.
Pero no voy a pulsar ni una tecla más por este asunto.
Punto y aparte.


Despidióse del cabrero don Quijote y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
—Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa y a mi mujer y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
—Ya te entiendo, Sancho —respondió don Quijote—: tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras.
—Sea ansí —dijo Sancho—, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa o como se llama. ¿O qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro y las coces y aun más de seis torniscones.
—A fe, Sancho —respondió don Quijote—, que si tú supieras como yo lo sé cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madasima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat que el loco dijo fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
—Eso digo yo —dijo Sancho—, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco; porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced y encaminara el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora que Dios cohonda. Pues ¡montas, que no se librara Cardenio por loco!
—Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madasima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas, y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y malintencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas todos los que tal pensaren y dijeren.
—Ni yo lo digo ni lo pienso —respondió Sancho—. Allá se lo hayan, con su pan se lo coman: si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado la cuenta. De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas, que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
—¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
—Señor —respondió Sancho—, y ¿es buena regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
—Calla, te digo otra vez, Sancho —dijo don Quijote—, porque te hago saber que no solo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
—¿Y es de muy gran peligro esa hazaña? —preguntó Sancho Panza.
—No —respondió el de la Triste Figura—, puesto que de tal manera podía correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia.
—¿En mi diligencia? —dijo Sancho.
—Sí —dijo don Quijote—, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo…
(El Quijote. Capítulo XXV Que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros)

En libertad

 


—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!
(El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2ª Parte, Capítulo LVIII, Espasa Calpe 1982, pág. 716)

El ingenioso hidalgo


Por estas palabras empieza el título de uno de los libros que adornan la cabecera de mi cama. En realidad es en la pared, justo encima para tenerlo todo al alcance de la mano sin necesidad de salir de ella, en una estantería de madera que me hice con restos de embalaje, dónde se alojan los libros que suelo utilizar para esperar a Morfeo, bien arropado y debidamente relajado, junto con las revistas a las que por subscripción me veo atado y felizmente esclavizado, que voy ojeando sobre la marcha y a salto de mata. Todo ello forma un curioso batiburrillo que es mejor que permanezca oculto, aunque creo que en cierta ocasión colgué aquí una foto a propósito de un regalo sabanil.
El título completo del libro en cuestión, ya lo habrán adivinado quienes esto lean, es “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Y pertenece a una edición de Espasa Calpe, fechada en 1982, que adquirí el 5 de enero de 1988. Así consta, puesto que por entonces tenía la costumbre de datar y firmar los libros que compraba. Tal vez fuera por el temor a perderlos. También a mí me ha ocurrido eso de… Oye, Míguel, ¿no tendrás por casualidad El Quijote? ¿Me lo prestas? Lo necesito para un trabajo. Luego de prestado, la memoria es frágil y que vuelva para casa se convierte en un empeño inútil. Así he dejado de tener muchos libros, ¡onde andarán!
Tengo otros ejemplares del Quijote. Ahora que lo pienso, uno en Austral, no sé de que fecha; tal vez heredado de mi hermano. También otro que editó El Norte de Castilla en 2005 con motivo del IV Centenario, para subscriptores, en cuadernillos que encajan en un pequeño estuche. Y por supuesto aún anda por casa el resumido que tuvimos en el colegio, apropiado para lectores incipientes.
Esta noche se me ha ocurrido echarle mano, y veo que tiene la señal en el capítulo XVIII de la segunda parte, DE LO QUE SUCEDIÓ A DON QUIJOTE EN EL CASTILLO O CASA DEL CABALLERO DEL VERDE GABÁN, CON OTRAS COSAS EXTRAVAGANTES.
Ahí me llegaba, cuando volví a releerlo de nuevo, ya no recuerdo en qué vuelta.
Que ¿por qué saco esto a colación ahora? Ahí va la explicación.
Tengo entre los libros de mi cuarto de estar/recibir una pequeña talla del manchego. Me lo regaló mi vecina tras un curso de control mental en el que participamos. En las sesiones finales se trataba de adoptar un consejero, o de ser adoptado por él, con el que en la más conseguible relajación entrar en diálogo sobre asuntos importantes. A mí me tocó ser apadrinado por Don Quijote, palabra. Llegó de pronto, y en aquel imaginario refugio de montaña en el que tras descender contando desde diez hacia cero me encerraba, allí estaba él, sentado en su recio butacón, junto al hogar y con la mirada alerta a mi llegada. Nunca le sorprendí, siempre acertó el momento en que yo abriría la puerta y de pronto le increpara o saltara de júbilo, según me fuera en la vida exterior y nada controlada.
Muchas fueron las charlas que nos tuvimos; más bien monólogos, porque el bueno de Quijano no hablaba demasiado; si apenas, sonreía. Siempre supe lo que me decía aunque no articulara palabra alguna. Cómo lo hacía, no lo sé; pero muchas cosas me hizo llegar desde una extraña fase rem que yo ignoraba que existiese.
De aquellos ya lejanos primeros ochenta apenas recuerdo cosas que no se concreten en lo físico, tales como derribo de paredes y apertura de ventanas, construcción de escaleras y destrucción de viejos cobertizos, instalación de luz o de calefacción; en fin, cicatrices que pueden percibirse por los sentidos. Personas que traté y aún trato, o que ya no están y echo de menos. Y papeles que escribí por entonces, de programaciones, de reuniones, de peticiones, de justificantes de subvenciones, de facturas…
Pero sucedieron muchas otras que no dejaron un reguero de garbanzos por el camino y sin embargo si no hubieran ocurrido, nada de ahora sería lo que es.
Y esta noche, al levantar la vista y dar con la pequeña estatuilla del Quijote, han venido a mi memoria.
¡No seas quijote!, alguna vez me han dicho; hace demasiado tiempo. Nunca lo he sido. Más bien, Sancho.

Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,
pero grande en valor, ¡milagro estraño!
Escudero el más simple y sin engaño
que tuvo el mundo, os juro y certifico.
De ser conde no estuvo en un tantico,
si no se conjuraran en su daño
insolencias y agravios del tacaño
siglo, que aun no perdonan a un borrico.
Sobre él anduvo –con perdón se miente–
este manso escudero, tras el manso
caballo Rocinante y tras su dueño.
¡Oh vanas esperanzas de la gente;
cómo pasáis con prometer descanso,
y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!



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