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Este calor me ha reblandecido la sesera



Hace dos años por estas fechas aproximadamente, y a la vista de los muchos incendios que también se dieron por entonces tanto aquí como en el resto del planeta, hablé del fuego, de mis recuerdos, de mis vivencias y de mis miedos. El calor de aquel mes de agosto no sólo no me impidió recordar; me hizo revivir cosas.
De tal manera las recordaba, o eso creí, que ahora que vuelvo a leer los cuatro artículos que dediqué a aquel asunto, al menos una experiencia que narré con la viveza de quien escribe viendo no pudo ocurrir. O sea, la inventé.
En concreto, no pude ser testigo del incendio de la techumbre de la Iglesia de San Pablo, de Valladolid, que ocurrió el 9 de septiembre de 1968, porque aquel día estaba en Madrid; matriculándome en la Ponti de Comillas en la Avenida de la Moncloa, o ingresando en el internado de seminaristas de la Calle Écija, o iniciando el curso en las aulas de la Calle del Pastor, o dándome un paseo Calle Ferraz adelante hacia Plaza España. Pero no en Valladolid, donde creí estar, y hasta me vi a mí mismo mirando arrobado por la ventana el pavoroso incendio que se cargó el tejado de San Pablo.
* * *
Ingresé en el seminario de esta diócesis en 1964, y fui de la promoción que estrenó el edificio aún en obras del antiguo colegio mayor Felipe II trocado en seminario mayor por un intercambio de terrenos entre la iglesia diocesana y la universidad. Me tocó en suerte una habitación en el segundo piso con ventana a la fachada. A la vista la ciudad entera con sus huertas y el incipiente barrio de La Rondilla, que echaba sus primeros cimientos.
Estuve allí cuatro años, y en tres dio la suerte en hacerme mirar para el sol naciente y uno solo hacia el río. Es decir, cada vez que miraba por la ventana de mi habitación individual, en la retina quedaba grabada la imponente mole de San Pablo. Esto ocurrió el 75% de las veces. Y miré por la ventana… no concreto una cifra, para no errar.
Al terminar Filosofía pedí ingresar para cursar Teología en Comillas. Así que el curso 1968/89 ya no estuve en la ciudad, había emigrado.
Si esto es cierto, y lo es, ¿cómo tengo yo ese recuerdo tan visual del edificio de San Pablo en llamas? Lógicamente me lo contaron y mi mente lo transformó, hasta el punto de hacerme creer que lo presencié en vivo y en directo. Pero no, fue en diferido y por elementos interpuestos. ¡Ay los intermediarios!
* * *
Sí, este calor es capaz de derretir hasta los sesos, pero los míos todavía están en buena forma y, si no es de una manera es de otra, son capaces de no dejarse engañar. He acudido a mis registros personales y he contrastado datos y fechas, para asegurarme.
En agosto de 2010 escribí una cosa. En agosto de 2012 me desdigo. Entonces como ahora los incendios diezmaron nuestros bosques; se ve que el calor reblandece la sesera colectiva, porque ni aprendemos ni ponemos remedio a nuestros males. Y mira que son endémicos.
He de decir, en honor a la verdad, que he recordado a tiempo para no meter la pata. Iba a poner un comentario en un blog sobre este asunto cuando recordé de pronto que estaba equivocado. Así que lo siento Vallisoletvm, otra vez será.

El fuego y yo. Y cuatro



     Tal vez sea esta la imagen que mantengo en la retina, o quizás fuera alguna otra, ya no recuerdo. Vi en la tele todo el recorrido de la cámara, en vivo y en directo, como si alguien hubiera estado esperando que sucediera, para ofrecérnoslo en tiempo real. Porque fue así. Miento al decir “recorrido”, porque la escena estaba quieta, sólo el humo se movía.
     Mi mamá ya comía muy malamente, que la boca le daba mucha guerra. Para que estuviera tranquila, dejé que comiera ella sola en su cuarto, con la tele puesta para que estuviera tranquila y relajada. Estábamos en 2001, era el 11 de septiembre. Comíamos mi padre y yo aquel martes en silencio, con la tele puesta pero sin mirarla, para qué, siempre decía lo mismo.
     En esto la emisión cambió de rollo y salió uno de los edificios de las torres gemelas de Nueva York, del que salía humo por una de sus fachadas. No le dimos mayor importancia y seguimos a lo nuestro. Como la imagen se mantenía quieta y el humo aumentaba y hasta se veían llamas, fijamos nuestra atención. El locutor decía algo sobre un incendio de origen desconocido y llenaba el espacio con palabras y palabras, como buenamente podía. En éstas estábamos cuando se vio como un mosquito que se impactaba contra el otro edificio gemelo, produciéndose una pequeña explosión y el humo consiguiente, semejante al primero.
     Seguimos clavados en la pantalla, como hipnotizados, cautivos de algo que no sabíamos por qué, pero intuíamos que era muy grave, y que iba a marcarnos de forma muy importante. Allí seguimos; mi padre, olvidado de su café de todas las tardes con su panda de amiguetes; yo, también descuidando mis deberes y obligaciones laborales, en la confianza de que tal vez nadie me requiriera en esos momentos. Sólo me moví para recoger los cacharros y fregarlos en un verbo.
     Vimos desplomarse la primera torre, como si se hubiera encogido por el propio peso. Luego le llegó la vez al otro edificio, del que no quedó sino una nube enorme de polvo que todo lo cubrió. No sé el tiempo que seguimos mirando sin decirnos palabra. Sólo sé que al mucho rato entró mamá en el comedor diciendo, sabéis lo que ha pasado en Nueva York… Y nos sacó del ensueño.
     Luego vino todo lo demás, los reportajes, el agujero negro que quedó cuando limpiaron todo, la zona cero y también la porfía de sí dejan o no construir allí y ahora una mezquita.
     También me llegó lo de las investigaciones sobre si fue una conspiración de los servicios secretos, sobre apariencias y engaños, sobre un maquiavélico plan para doblegar al mundo. En fin, verdad o mentira, qué más me da ahora.

* * * * *

     El fuego me gusta, disfruto viéndolo moverse, las llamas me seducen. A su luz y calor tiendo a las confidencias, a la charla sosegada y/o al silencio íntimo, a perder la noción del tiempo y a desconectar de lo que no sea urgente, a olvidarme de mí mismo y a soñar con lo que sueño, a dejarme enganchar por las juguetonas formas de la llama y a volar siguiendo el revuelo de las cenizas que se marchan. Mucho he disfrutado junto al fuego. Muchas morceñas eché sobre los pucheros jugueteando con el fuelle en mi niñez. Muchas hogueras he prendido para luego hacer abanicos de brasas con los manojos encendidos. Muchos fuegos he disfrutado como quien fuma cigarrillos. Algunos también he apagado para no volverlos a encender. No creo, eso sí que no, haber olvidado rescoldos innecesarios.
     Una vez que he visto que el fuego puede ser manipulado para destruir y matar, para asustar y engañar, para extorsionar y negociar, me ha empezado a dar mucho miedo, pero que mucho, mucho.
     ¡Anda que si resulta que la misma mano que se cargó aquellas torres de Nueva York se plantó a armarla en Afganistán y luego hizo lo que hizo en Irak!
     ¡Me cago en la mar serena si llega a ser verdad!

La luna está creciendo


La luna está creciendo y presenta junta a ella unas nubes que le dan una especial compañía. Desde mi ventana la veo con toda nitidez. Sus mares y sus montes, a pesar de ser un simple gajo, se distinguen a simple vista.

He intentado sacar una foto. Mi máquina es corrientita, muy apañada para fiestas de cumpleaños y retratos junto a un florero. Pero para cosas un poco especiales, no tiene garra, no puede.

A ello se añade que nos llegó la luz de la ciudad. Y las farolas alumbran con rabia. Leo mejor el periódico en la calle de noche que de día. ¡Qué cosas, oye tú! La civilización nos invadió.

He hecho varios intentos. Y he tenido que meterme dentro del patio para que las farolas no me estorbaran.
Al final sólo he conseguido esto. No hay más.


En estos momentos de la noche, en que los grillos cantan a su son, hay silencio en las casas, y en las calles no hay nadie salvo alguna persona que va a tirar la basura a los contenedores, tengo presentes a los habitantes de los pueblos cercados por el fuego en las innumerables hogueras que hay abiertas por toda la faz de esta tierra.

No es sólo que se queme el monte. No es que los animales mueran. No es el daño a la tierra que pierde sus nutrientes y se empobrece para décadas. Es el miedo que hasta los seres humanos sentimos cuando ante el fuego nos vemos impotentes.

En esta noche apacible que disfruto, lloro con todos los que ahora temen ante el fuego. Deseo vehementemente que se haga pronto la oscuridad total en vuestros sitios, señal de que al fin se apagaron todos los incendios.

El fuego y yo. Tres


A lo largo de mi vida he visto que el fuego, ese elemento primordial que junto con el agua, el aire y la tierra constituye la realidad que habito y vivo, también puede ser destructor y matar toda vida y sentido.

No han sido numerosos, pero significativos.

1. Un monumento

http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/76/Fachada_de_la_iglesia_conventual_de_San_Pablo_%28Valladolid%29.jpg

     El 9 de septiembre de 1968 un incendio destruye por completo la cubierta de la emblemática iglesia de San Pablo, de Valladolid.

     Fui testigo privilegiado. Desde la ventana de la habitación individual que ocupaba el último año de mi estancia en el Seminario Mayor de Valladolid, contemplé, desolado como la totalidad de la población vallisoletana, cómo el empinado tejado de pizarra de la iglesia de San Pablo desaparecía entre llamas y humo. Los enormes troncos que componían su estructura fueron comida fácil para un fuego que se inició, al parecer, por un cortocircuito en los viejos cables eléctricos, que más que viejos estaban aviejados por la desidia humana, la falta de dinero y la labor callada de ratones.
     A pesar del tiempo transcurrido, en mis ojos aún están aquellas imágenes. Tenía yo 20 años, y creo que lloré de rabia, de pena y de impotencia.
     A partir de aquel día y durante todo un curso mi primera imagen del día, al abrir los cuarterones, era un edificio chamuscado, pelón y desolado.
     Ahora luce este templo con todo esplendor. Tejado nuevo y más plano. Protección contra alimañas (llegué a contar en su tejado más de treinta nidos de cigüeña). Medidas antiincendio. Protección antihumedades. Una fachada limpia y hermosa. En fin, una gozada. Pero el susto fue mayúsculo.

2. Una casa

http://commondatastorage.googleapis.com/static.panoramio.com/photos/original/21588403.jpg
     Año 1977, arde una impresionante casona en un perdido pueblo de Castilla: Palacios de Campos.

     No recuerdo bien, pero creo que fue un lunes, ya no sé de qué mes ni semana. Me despiertan y me avisan de un incendio en el otro pueblo que llevo, que yo soy el señor párroco.
     Me visto corriendo y sin más allí me presento. No es la iglesia, no, es la casa de Jesús. Jesús y Maribel son un matrimonio ya mayor pero todavía en buen uso. Trabajan para un señor importante que es profesor por Valencia, donde ocupa cátedra y honores. Aquí tiene labranza y ellos son los cachicanes. Ocupan una parte pequeña de una gran casa solariega. Viven con una hija, que el hijo está fuera.
     Se despertaron asustados, envueltos en humo, y salieron a la noche tal como estaban. Y así seguían, porque todo se lo llevó el fuego. Nunca había visto yo arder hasta la tierra. Pues allí se dio, salía humo de las paredes, lo único que quedó en pie.
     La casa era de tapial, pero del bueno. Una casa para durar mil años, siempre y cuando estuviera bien de tejado, y no probada por el fuego. El agua no la había tocado hasta entonces, que sus sucesivos amos se cuidaron de ello. Pero con el fuego accidental y decisivo, llegó también el agua necesaria del parque móvil de bomberos, y terminaron con ella.
     En la calle quedó aquella familia. Por la tarde, Jesús va y me dice que ahí tengo la cartilla con los dineros de la cogida de palomas, que está bien y no se quemó. Pues tienes firma en ella, dije yo, vete a Rioseco y compra lo que necesites. No señor, que es dinero del cura. Pues precisamente por eso, razón de más para que hagas lo que te digo. No quise hacerle más razonamiento, habida cuenta de que no le iba a convencer de que aquel dinero era más suyo que mío, y por supuesto tanto como de la parroquia.
     Al año, más o menos, el señorito construyó otra vivienda más apañada y moderna, y allí los dejé habitando cuando fui a despedirme.


3. Una belleza de la creación

     1991, devorador incendio en el Desfiladero de Las Cambras, entrada natural al Cañón de Añisclo, en el Parque Nacional de Monte Perdido, Huesca.

     Si en el 88 descubrí los Pirineos, en el 89 visité Pineta. Y de paso me inventé, vaya pegote el mío, el desfiladero de las Cambras. Es paso obligado para entrar en el Valle de Añisclo, también llamado cañón. Todo ello es una preciosidad, pero la entrada, o sea Las Cambras, lo mejor. Es verdad que era complicado moverse por su interior, con una carretera muy estrecha, de doble dirección, con continuas paradas para dejar paso, y de muy lento pasear.
     Creo que fue ese año, o tal vez el siguiente, que, rebosando entusiasmo, me lo recorrí diecisiete veces. Y sólo estuve por allí quince días.
     A la misma entrada, junto al río Bellós, o Vellós, a la izquierda existe un merendero de icona donde hay bancos y barbacoas para usar libremente. El diablo quiso que en un día de 1991 unos domingueros fueran unos descuidados o unos temerarios, vaya usted a saber, y dejaran que el fuego se expandiera. El resultado fue una quema brutal de aquel bosque de pino pirenaico. Imposible explicar cómo quedó todo aquello.
     He vuelto a pasar por allí, ya con menos ganas, pero obligado por recorrer los andurriales de Las Sestrales, la Fon Blanca, el Bosque de Hayas Jóvenes, el Collado de Añisclo, y la ermita de San Urbez.
     Ahora la cosa está más controlada. Sólo para entrar, que la salida es por otra parte. Ni hablar de hacer fuego. Y por supuesto, la vigilancia vigila. Ya era hora.

El fuego y yo. Dos


Tardé mucho tiempo en conocer al fuego como enemigo… Pero llegó, y lo hizo en mal momento.

Los campamentos infantiles y juveniles se agotaron para nosotros ante la avalancha de ofertas mucho más completas y bastante apañadas de pelas que ofrecían ayuntamiento, junta, mec, diputa, etc. No podíamos competir con cursos de inglés, lecciones de basquet, paseos a caballo, o playas marineras. Y tampoco el barrio daba público suficiente para que saliera resultón y equilibrado el presupuesto.

Cambiamos pues de programa y nos inventamos el campamento para familias. El primer año salió muy bien, y eso que fue todo improvisado. Así que nos metimos en un segundo intento, mucho más organizado y programado. Esta vez el abanico de edades se dimensionó hasta lo imposible: desde recién nacidos hasta superjubilados. El acabóse.

El lugar ya era fijo. El que habíamos usado en los cinco últimos años: Trefacio, Zamora. Un prado de Mariano, que nos dejaba en total disponibilidad. Lo tenía todo: buena entrada de vehículos, discreto y recoleto lugar, arroyo al pie, río truchero y bañero cerca, sombra a destajo y pradera inmensa. Y por supuesto, a un paseo mañanero del Lago de Sanabria. Lo otro ya estaba fuera de tiro, el cañón del Tera, la presa rota de arriba y peña Trevinca, ni soñarlo. A lo más, y en vehículo a motor, la Laguna de Peces…

Cargamos el camión de mañana, comimos en casa y nos desplazamos a continuación. En la tarde, tras la llegada, montamos todo y nos preparamos para la cena. Todo era ji-ji, ja-ja, y el sol ya se había metido y la luna asomaba ya.

Casi a punto de dar el primer bocado, nos sobresaltó un ruido, un olor, un destello… Alguien comentó algo, otro se levantó y fue a mirar, otra se quejó inquieta, y al poco todos nos levantamos y vimos: por encima de las sombras de los árboles llamaradas inmensas subían amenazantes.

Se armó el desparrame. Ya no hubo orden ni concierto. O sí lo hubo, y también serenidad y aplomo. No sé cómo, pero sin que nadie mandara ni organizara, Domicio y Carmen recogieron al pequeño Juan y sus cosas; la Jose, Carmina, Rosa, Pilar, Juli y Mariángeles trasladaron a lugar seguro las vituallas; Ángel, Javier, Jesús, Cayo y Julio desmontaron y apartaron tiendas y comedor; y la juventud junto con la infancia acarrearon como pudieron ropas y sacos, cuanto podía ser destrozado por aquel vendaval de fuego. Y yo, ni sé lo que hice en medio de aquel aquelarre…

Cuando el fuego más amenazaba, no se sabe muy bien por dónde ni cómo, aparecieron los hombres de harrelson y calmaron el bosque y lo volvieron a dejar en silencio. Pero no consiguieron quitar el olor a quemado, ni la sensación de miedo que nos había entrado por el cuerpo.

Ya de madrugada, volvimos a montar la tiendas en la parte del prado que aún seguía verde, y nos aprestamos a descansar un poco, que de dormir, nada de nada.

A la mañana siguiente vimos el desaguisado. Las llamas nos lamieron, pero no nos devoraron.

El campamento discurrió con tranquilidad, más o menos, y terminamos felizmente lo que tan escabrosamente comenzó.

Después, con calma, reflexionando entendimos, pero no comprendimos; o al revés, pero qué más da.

En Sanabria los pastos altos son muy apetecibles para la ganadería. Los habitantes de la zona queman de siempre los pastos viejos para que broten nuevos, y las vacas y caballos disfruten de su frescura. Es habitual, pues, y así lo habíamos visto otros veranos, que al atardecer fumatas delataran incendios provocados y más o menos controlados. No suponían peligro, tan lejos de zona habitada estaban, y venían muy bien para limpiar de broza y maleza los montes. Lo que no podíamos imaginar era que en los abajos, justo al lado del río, a alguien se le ocurriera organizar un incendio y ya entrada la noche. Allí no había pastos viejos, sino robles de mucho empaque, y lo que luego también descubrimos, terrenos apetecibles para chalés y villas varias, y envidias y porfías de tiempo atrás, tal vez atávicas.

Otra razón también existía: el dinero que venía de no sé dónde para mantener jornales de temporada. Que si fue alguien a quien no contrataron para la cuadrilla, que si fue contra el alcalde y su política municipal, que si perdono pero no olvido y lo que tú me hiciste entonces ahora te lo hago pagar… En fin, cosas de pueblo, que a los extraños qué queréis que os diga, nos extraña. Pero nos pilló justo en medio de odios, intereses y venganzas. Con premeditación, alevosía y nocturnidad. Y otro agravante más: la presencia de menores -incluso infantes- entre las posibles víctimas.

No he vuelto por allá. No sé qué será de aquellos robles, ni del prado, ni de Mariano, ni del pueblo entero de Trefacio. Si he pasado, ha sido de largo, camino del Tera y su cañón, y de la Cueva de San Martín y de los saltos de agua que me gustan tanto y en donde me jorobé la rodilla, que desde que me caí allí me duele de vez en cuando.

Pero el fuego que tanto me gusta, desde entonces ya es distinto, mete miedo. Y si está por detrás una maquinación perversa, entonces ya es pavor.

El fuego y yo. Uno


      Mi infancia corresponde con el ocaso de la cocina de paja. Es natural, pues, decir que, primero, soy de pueblo; y, segundo, que entonces el fuego era lo que calentaba al tiempo que también alumbraba.
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     Si para cocinar era la paja trillada en la era el combustible habitual de todo hogar en mi tierra, para calentarnos teníamos la gloria y los manojos que las viñas aportaban.
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     De modo y manera que mis primeros pasos los di guiado por quinqués y candiles, pues la electricidad ya hacía mucho que estaba inventada, pero eso en mi pueblo no contaba demasiado visto la de veces que no llegaba o lo hacía con tan poca fuerza que las bombillas pelonas que entonces se usaban apenas alumbraban.


     Las hogueras son otra circunstancia que recuerdo. En tiempos de la matanza, al cerdo se le churruscaba al fuego de una hoguera. Había que hacerlo así para que la piel quedara limpia de las cerdas, esos pelillos molestos que le salen por todas partes, una depilación a lo bestia, pero socorrida y necesaria. Y ya que le agarrábamos del rabo, las orejas tostadicas qué ricas estaban.
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     Por San Juan también se hacía fuego, para saltarlo, unos a pie, otros en burro y los menos a caballo. Menuda juerga.


     Luego me hice urbanita y pasé al gas ciudad y a la calefacción de carbón. O sea que lo de las hogueras como que pasó página.


     Tiempo después volví al campo. Con la chavalada nos fuimos de campamento. Esto es, se coge un prado, con arroyo cerca, y también con baño. Se plantan las tiendas, se cavan letrinas, se monta el comedor y la cocina y, en el mismo centro, se apaña la plaza con su fuego.



     Pero eso es por las noches, ya cansados de jugar y de correr. Es el momento de las confidencias, las narraciones, los cuentos, las representaciones de teatro, los disfraces y los cantos. Y el fuego se eleva imponente, y todos, cautivados por las llamas que se mueven vivarachas, vamos terminando el día y llamando a las estrellas para que no hagan ruido mientras nos adormecemos.
     Muchas cosas llenaban los quince días en la pradera, para contar y no acabar. Pero de todas ellas, ahora sólo recordamos los fuegos del campamento. Siempre los terminábamos, con ascuas ya mortecinas, al canto de “Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad”. Y no se admitían excepciones.

     Ahora me conformo con hacer una hoguera en la noche de pascua, y en torno a ella aún se canta, también se narran historias y leyendas, no se salta pero se vibra con el crepitar de las llamas y se celebra a la vida que renace de sus propias cenizas.

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