Aunque ya ni me acuerdo de cuánta sangre hube de entregar para que me
entraran las palabras, sí tengo bien recientes una agujetas morrocotudas
conseguidas, no leyendo, transportando libros. He tenido que desalojar, por
imperativo ineludible, la sala que lleva el nombre, pero no el uso, de biblioteca.
Sabía que era bastante completa, pero no que lo fuera tanto. El día entero me
ha llevado el trasiego hasta completar el vaciado, y al final he conseguido ese
montón de cajas hacinadas.
Hace cuatro años, por estas mismas fechas, casi la desarmé para utilizar dos armarios en otro cometido. Muchos libros fueron embutidos en los restantes, rompiendo el orden que se necesita para que un lugar como este no sea un cajón desastre. Así que cuando los fui metiendo en las cajas ya ni me preocupé si la historia se mezclaba con la novela, o la biografía se pegaba a las manualidades. Importaba más el tamaño y si encajaban en lugar de dejar espacios. Por qué será que las enciclopedias y los diarios de viaje, además de pastas duras, papel satinado y encuadernación a prueba de "destrozalibros", tienen formato tabloide. A libro grande, caja grande. Esas que se ven en los extremos de montón, pesan una tonelada. Dios y ayuda me costó acarrearlas escalera abajo, ahora ya no hay quien las mueva. Yo, al menos, ni las pienso volver a tocar.
El caso es que además de unas lindas agujetas en piernas, brazos y cintura, tengo una pena aquí dentro por esos armarios ahora vacíos, que durante tanto tiempo cambiaron de uso para albergar saber, ilusión, aventura, intriga, arte y cien mil cosas más; y tienen un futuro incierto a la espera de que se les adjudique alguna utilidad. Porque la tendrán, que aquí no se tira nada.
Y no, esta vez no hay alegorías ni metáforas, ni siquiera una pequeñita parábola para sacarla algún aprovechamiento adicional. Con lo que he sudado cargándolos y amontonándolos, tengo suficiente. Y también tengo esta foto, por si la historia no vuelve a repetirse. Al menos, la podré recordar.