Sobran las palabras cuando mandan números. Y ese es el límite al que he de atenerme frente al virus SARS-CoV-2, según lo han dispuesto las autoridades político/sanitarias de esta comunidad autonómica.
Es bobada preguntarme cómo he(mos) llegado a esto, y ni siquiera me molesto en criticar esta decisión, que tal parece que soy, por usuario de templos, quien corro (debo correr) con el gasto de propagar esta peste entre la población.
Se trata de una situación absurda, no prevista ni siquiera en los tebeos de ciencia ficción de mi niñez, que tengo que sufrir y además de defender también hacer cumplir. Ya es desgracia.
Es lo que tiene la ley: la acatas y te haces responsable de su observancia.
Lo fácil es aquello que dijo no sé quién: “Que se pare el mundo que me quiero bajar”. Alguien ya lo ha hecho y ha dado el cerrojazo, antes de empezar a contar y contener, me quedo en casa y la llave en mi bolsillo.
Si actuáramos así no digo todas, siquiera una mayoría, pararíamos el mundo de verdad y lo dejaríamos abandonado a su suerte, que es precisamente el peor virus.
Va para seis meses que llevo poniendo carteles y tomando medidas para hacer posible la vida de mi parroquia entre tanta normativa como se ha venido promulgando desde mediados de marzo, y estoy bastante agotado, disgustado, desmotivado… Esto no sólo no mejora, tampoco logra en muchas personas entrar en responsabilidad y sobre todo en solidaridad.
Al principio nos decíamos “de esta situación saldremos mejores”. Lo creí entonces. Ahora no.
El otro día vi en la fachada de la iglesia de los franciscanos, San Antonio de Padua, en la que reside la parroquia de la Inmaculada, un cartel con un 25 escrito a “tamaño natural”. En la catedral no lo hay, pero es lo mismo porque rige igual. En mi parroquia ya lo tengo puesto; me obligan a cumplirlo y hacerlo cumplir.
Se trata de comprobar el grado de aceptación de mi persona y de hasta qué punto se me va a poner a prueba…