EL SACRAMENTO DEL
PROFESOR DE ENSEÑANZA PRIMARIA
Era casi un mito. En
las poblaciones del interior a donde todavía no habían llegado los grandes
medios de comunicación con sus superhéroes, se le consideraba un héroe, un
sabio, un maestro, un consejero. Su palabra se convertía en sentencia. Su
solución era un camino. ¿Quién era ese mortal? El señor Mansueto, profesor de
enseñanza primaria en Planalto, Santa Catarina, villa de colonos italianos.
Para los que lo conocimos y fuimos sus alumnos, representó el símbolo
fundamental de los valores de la existencia, tales como el idealismo, la
abnegación, la humildad, el amor al prójimo, la sabiduría de la vida. Los
valores no se comunican en abstracto sino proclamándolos o defendiéndolos. Más
en concreto, viviéndolos y refiriéndolos a personas que los encarnan con sus
vidas.
El señor Mansueto era
una de estas apariciones. No sé si con el paso de los años la tendencia del
espíritu es la de mitificar experiencias del pasado; pero en el caso de nuestro
querido profesor de enseñanza primaria el mito quizás sea la forma de conservar
mejor la riqueza de su historia sencilla y concreta. En la villa, él sobresalía
como sobresale el pino en medio de la maleza o de las campiñas de ganado,
onduladas y verdes.
El señor Mansueto era
fundamentalmente un idealista. Formado en humanidades, con el rigor del
seminario antiguo, en contabilidad, en derecho por correspondencia (en aquel
tiempo había cosas semejantes…), y en no sé cuantas cosas más, ese hombre
delgado, escuálido, pero de una elegancia agreste con su bella cabeza
inteligente, abandonó todo para enseñar en la selva y liberar de la ignorancia
y de la negligencia a los primeros colonos del interior catarinense. Para
nosotros fue siempre un misterio: en un mundo sin cultura alguna, él poseía una
biblioteca de cerca de dos mil libros que prestaba a todo el mundo, obligando a
los colonos y a sus hijos a leer; estudiaba los clásicos latinos en la lengua
original, se entretenía con algunos pensadores como Spinoza, Hegel y Darwin, y
citaba al «Correio do Poyo» de Porto Alegre. Tenía clases por la mañana y por
la tarde. Por la noche, anticipándose a Mobral, enseñaba a los más ancianos.
Junto a esto, mantenía clases para los más inteligentes, dándoles un curso de
contabilidad. Formó un círculo con el que discutía de política y de cultura.
Los grandes problemas sociales y metafísicos preocupaban el alma inquieta de
este pensador anónimo de una insignificante villa del interior. Jamás
olvidaremos su alegría cuando, solicitado en varias ocasiones por sus antiguos
alumnos que ya estudiaban en la universidad, para que les hiciera en casa
ejercicios sobre problemas de derecho constitucional, de la legitimidad del
poder alcanzado por una revolución victoriosa, o sobre temas de historia, se
enteraba de que la nota alcanzada había sido un diez.
Este hombre era
profesor de enseñanza primaria. Ya en la escuela nos enseñaba las primeras
palabras en griego y en latín y suministraba a los alumnos rudimentos de
filología. ¡Con qué orgullo repetíamos esas palabras más tarde en el
bachillerato! En la escuela transmitía todo lo que un hombre, apenas formado en
esa universidad primaria, debía saber: nociones de ecología, de interés,
medición de tierras, legislación civil, principios sobre construcción de casas,
religión como visión de Dios en el mundo que nos rodeaba.
Cuando se
comercializó la radio adquiría aparatos y obligaba a todos los colonos a
comprarlos. Los montaba él mismo con el fin de abrir sus mentes a los vastos
horizontes del mundo, para que aprendiesen portugués (la mayoría hablaba
italiano y unos pocos alemán) y se humanizasen. Con los que se mostraban
reacios empleaba siempre un procedimiento eficaz: colocaba una radio en lo alto
de un tronco enfrente de la casa. La ataba allí y se iba. Cuando se democratizó
la penicilina, él fue quien salvó la vida de docenas de personas, algunas ya
desahuciadas por los médicos. Su fama crecía hasta el nivel de fe ciega en los
colonos, con sus recetas estudiadas en libros técnicos y con los remedios que
compraba en farmacias distantes. Actuaba como abogado de mestizos y negros,
fuertemente discriminados por la población inmigrante. Cuántas veces oíamos de
boca de éstos: «¡Dios en el cielo y el señor Mansueto en la tierra!»
Murió pronto, de
cansancio y agotamiento debido a los trabajos que hacía en función de todos y
de su numerosa familia. Sabía que iba a morir; lo presentía en su corazón
cansado. Acariciaba a la muerte como amiga y soñaba disputar con los grandes
sabios en el cielo y hacerle grandes preguntas a Dios. Murió a más de mil
kilómetros del lugar. El pueblo reclamó su cuerpo; fue una apoteosis. Se inició
una verdadera mansuetología, como memorial e interpretación de su vida, sus
palabras y sus gestos. El pueblo no inventa; aumenta, idealiza y magnifica. Lo
transformó en símbolo de un tipo de humanidad consagrada a los demás hasta el
extremo de la autoconsumación.
Lector amigo, si
algún día pasas por una ciudad pequeña pero sonriente como el nombre que lleva,
Concordia, y visitas el cementerio, fíjate bien: si reparas en un túmulo con un
bello dístico, con flores siempre frescas y ya con algunos exvotos junto a la
gran cruz, a la izquierda, es el del profesor Mansueto. Él vive todavía en la
memoria de aquellas gentes.
(Leonardo Boff. Los sacramentos de la vida. Sal Terrae.
Santander 1995, págs. 55-58)
Las palabras que dicen que ha dicho la
señora presidenta de Madrid sobre lo que trabajan o dejan de trabajar los
profesores de la enseñanza general básica, dicho sea maestros, me ha llevado a
volver a coger un librito, una preciosidad, que hace ya mucho que leí y que lo
tenía perdido de polvo. Tras soplar sus páginas, busqué la 55 y leí muy
despacio estos párrafos que anteceden.
No conocí al profesor señor Mansueto,
porque yo no nací en Brasil. Sí he conocido a muchos otros profesores que desde
muy pequeño han cuidado mi persona y han formado el principio de lo que ahora
soy.
Ignoro si todos ellos trabajaban
veinte horas semanales, o cuarenta, o… ¿Y a mí qué me importa las horas que
trabajaban? Sí sé que eran maestros, o profesores, cada vez que los encontraba,
tanto en el cole como en la calle, en la iglesia o en visita.
A algunos sé que se les honró en vida;
a la mayoría no, pasaron sin pena ni gloria, y ahora están olvidados. Más o
menos, como ahora.
Si es que las cosas siempre suceden
igual. No sé por qué alguien cantó una vez que los tiempos están cambiando.
Bueno, eso sí, cada vez somos más viejos.