La Navidad que nosotros conocemos, celebrada el 25 de diciembre, es una acomodación interesada que hizo la Iglesia en el siglo IV para aprovechar las fiestas invernales, cuyo origen está en el mismo comienzo de la historia de todas las culturas. Porque Jesús de ninguna manera nació en esa fecha. Cálculos realizados por los antiguos pensadores lo sitúan más hacia la primavera, alrededor de finales de mayo. Incluso se atreven a fijar el día, el 26 concretamente.
Lo que sí se celebró desde muy antiguo entre los cristianos fue la fiesta de la Epifanía, a comienzos del mes de enero. Esta es en realidad la auténtica fiesta navideña.
A mí me llegó más bien como el día de los reyes. Ya se sabe, los juguetes que llegan en la noche, y que no siempre coincidían con mis deseos, ni en calidad ni en cantidad. Pero, bien mirado, el saldo me sale positivo. Y no se trata de mantener al día ni la ingenuidad ni la inocencia, sino de otra cosa.
Y de otra cosa quiero hoy hablar. Más bien quiero que hablen otros. Porque he seleccionado algunas publicaciones que han aparecido estos días en algunas páginas de Internet que se salen de lo trillado en todos los sentidos.
Mientras escribo esto, aún están abiertos algunos almacenes en los que se compra y se vende cualquier cosa que pueda ser objeto de regalo, porque esta noche no puede haber fallos. Hay que cumplir.
Quien más, quien menos, ya lo ha hecho. Si tenían que hablar de lo espiritual, si habían de alcanzar un nivel de producción, si debían cumplir con un programa de festejos, si estaban comprometidos a mantener el orden cívico, o a realizar los recorridos concertados, o mantener los niveles mínimos exigibles, o…
Para unas personas, están a punto de acabar las agotadoras y frustrantes vacaciones navideñas. Para otras, es muy triste volver el lunes a la normalidad rutinaria. Hay quien a partir de ahora necesitará empezar un régimen que corrija los excesos de estos días. Y también se da quien maldiga de este lapso de tiempo en el que se usan por arrobas, más bien por toneladas, la hipocresía, la mentira, el trato empalagoso y las ñoñerías edulcoradas.
Se han oído muchas cosas, algunas de ellas han sido auténticas patochadas. Por ejemplo, leí a alguien criticar a quienes fueron a la misa del gallo a lucir sus pieles. No parecía conocer que a esa misma hora, tanto esa noche como la de fin de año, incluso en el día de los reyes magos, se celebran por doquier cotillones a tanto por cabeza, y con barra libre y baile hasta el amanecer. Al final, chocolate y churros.
También he leído cosas interesantes. Están dichas en estos días, pero tienen valor en cualquier época del año, incluso de la vida. Porque bien mirado, lo que los creyentes celebran en Navidad no puede ceñirse a dos semanas de calendario; es mucho más profundo, más permanente, y más impactante.
Me agradaría sobremanera que esta selección que ofrezco resultara de provecho para quien visite este blog y no tenga demasiada prisa por salir.
Posiblemente sobren los comentarios, habida cuenta la hondura que, en mi opinión, tienen estos textos. Pero si llegan, sean bienvenidos.
La Epifanía (por etimología del griego: επιφάνεια que significa: "manifestación; un fenómeno milagroso"). Para muchas culturas las epifanias corresponden a revelaciones o apariciones en donde los chamanes, médicos brujos u oráculos interpretaban visiones más allá de este mundo.
Es también una fiesta cristiana en la que Jesús toma una presencia humana en la tierra, es decir Jesús se "da a conocer".
El término Epifanía es utilizado, según Giacomo Cannobio, en los Setenta para traducir el concepto de "gloria de Dios" que indica las huellas de su paso o, más simplemente, su presencia. En el Nuevo Testamento, en las cartas paulinas tardías, se refiere a la entrada de Cristo en el mundo, presentada como la del emperador que viene a tomar posesión de su reino (latín: adventus, de ahí el tiempo de Adviento como preparación a la Navidad). A partir de este significado, el término se usó en Oriente para indicar la manifestación de Cristo en la carne y a continuación, a partir del siglo IX, para designar la fiesta de la revelación de Jesús al mundo pagano. Esta es la fiesta que se sigue celebrando el día 6 de enero.
En la narración de la Biblia Jesús se dio a conocer a diferentes personas y en diferentes momentos, pero el mundo cristiano celebra como epifanías tres eventos, a saber: La Epifanía ante los Reyes Magos (tal y como se relata en Mateo 2, 1-12) y que es celebrada el día 6 de enero de cada año. La Epifanía a San Juan Bautista en el Jordán. Y la Epifanía a sus discípulos y comienzo de su vida pública con el milagro en Caná en el que inicia su actuación pública.
En realidad la fiesta de epifanía que más se celebra es la que corresponde al día 6 de enero de cada año en la que los tres magos, según la tradición (en las traducciones de Biblias protestantes, y ya actualmente en las últimas traducciones de las biblias católicas, elaboradas en colaboración ecuménica e interconfesional, se menciona el adjetivo sabios) denominados: Gaspar, Melchor y Baltasar que aparecen del oriente para adorar la primera manifestación de Jesús como niño ofreciendo tres regalos simbólicos: oro, incienso y mirra. En realidad, la Biblia no habla del número de los magos, o sabios, ni tampoco de sus nombres. Ha sido la tradición posterior la que ha identificado su número y nombres. Los restos de los magos descansan en la catedral de Colonia en Alemania.
(Wikipedia)
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Según los evangelios de la infancia, cuando Jesús nació en Belén, nadie se enteró de ello, fuera de María, José y los pastores. Más tarde, una misteriosa estrella guió a unos sabios de Oriente hasta encontrarlo. Los sacerdotes continuaron realizando sus ceremonias religiosas en el templo de Jerusalén, en Roma el emperador Octavio Cesar siguió dando órdenes en el imperio. En nuestros días va a suceder algo semejante.
La Navidad ha sido secuestrada por la sociedad del consumo de la llamada “civilización cristiana occidental”, nadie se atreve a negar ni a atacar la Navidad, aunque uno sea religiosamente indiferente, agnóstico o ateo, pero la hemos vaciado de su contenido cristiano y transformado en una fiesta mundana, especialmente para acomodados. Nuestras ciudades se llenan de luces, los comercios cantan villancicos para vender más en estas fiestas de fin de año. En las Iglesias se preparan los belenes y la liturgia de la noche de Navidad. Tanto en Washington como en el Vaticano luce un inmenso árbol de Navidad.
Pero el Señor parece cansado de estas celebraciones vacías de contenido y nos quiere dar una sorpresa: este año Jesús ha decidido nacer en Haití, el pueblo de antiguos esclavos africanos, el primero que se independizó en América Latina, actualmente el más pobre del continente americano, hace un tiempo sacudido por un terrible terremoto, luego inundado por un huracán y ahora en plena epidemia de cólera que ya ha matado a miles de personas. Su futuro es muy incierto, sus elecciones fraudulentas. En este pueblo que no cuenta en el concierto de las naciones, que sobrevive en campamentos y vive con la ayuda del exterior y con la ambigua presencia de los Cascos azules, precisamente en este pueblo este año va a nacer Jesús. Seguramente tampoco casi nadie se enterará de ello, ni en Washington ni quizás en Roma, como sucedió en la primera Navidad de la historia. En la liturgia de la noche de Navidad se lee el texto de Isaías que afirma que “el pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9, 1). Esta luz este año nos viene de Haití.
No se trata simplemente de que en esta Navidad ayudemos a Haití con donativos para contentar nuestra mala conciencia, sino de algo más difícil y duro: que nos dejemos iluminar por la luz que nace de Haití, que esta luz nos descubra la falsedad y superficialidad de nuestra vida, la hipocresía de nuestra sociedad, la vaciedad de nuestra religión, nuestro racismo y eurocentrismo que desprecia a otros países y otras razas. Estamos en tinieblas, aunque encendamos miles de lucecitas estos días para disimularlo, pero la luz que realmente nos ilumina viene desde Haití y nos dice que otro mundo no sólo es posible sino necesario.
Evidentemente Haití tiene otros nombres: saharauis, afganos, palestinos, magrebíes que llegan en pateras, emigrantes latinoamericanos que viven en los países del primer mundo, parados y gente sin hogar, enfermos con Alzheimer, ancianos abandonados en residencias, niños de la calle... todos ellos se llaman este año Haití. Y en Haití nace el Niño Jesús: su mensaje nos recuerda que la alegría y paz verdaderas brotan de la solidaridad y del compartir fraterno, porque todos somos hermanos y hermanas y tenemos un mismo Padre común. Desde Haití los ángeles este año anuncian de nuevo la paz a las personas de buena voluntad. ¿No los escuchamos? Vayamos este año a Haití, allí encontraremos al Niño con María y José. La estrella que guió a los magos de Oriente nos guiará también a nosotros hasta nuestro Haití.
Que nuestras navidades están bastante desfiguradas, edulcoradas o paganizadas es voz común entre muchos cristianos y cada año volvemos a sentirlo cuando llegan y a lamentarlo cuando ya se han ido. ¿Por qué, pues, no intentar analizar, aunque sea a toro pasado, en qué consiste esa deformación?. Para acercarse al misterio de la Navidad (contracción de natividad: nacimiento) basta con acercarse al nacimiento de un niño.
Un escritor cristiano del siglo III escribía: “empieza describiendo toda la bajeza de elementos que sirven para engendrar un ser vivo: sangre, líquidos y ese coágulo repulsivo de carne que durante nueve meses se alimentará de todo aquel barro”. Para añadir en seguida: recuerda que tú has nacido de la misma manera. (Y entre paréntesis: es en este contexto donde Tertuliano añade aquello de “lo creo por ser absurdo” -credo quia absurdum-, que algunos leen fuera de contexto como una respuesta al problema de relaciones entre fe y razón. ¡No! Lo que es absurdo para nosotros es la solidaridad de Dios. Pero creemos en ella).
En este mismo sentido el dibujante Cortés, entrañable como siempre, ha hecho correr un dibujo de María cambiando los pañales al niño y cuyo título reza: “ Y el Verbo se hizo pis”. A más de dos escandalizará la viñeta y hasta la considerarán blasfema. Y cabría responderles parodiando a Tertuliano: “lo creo por ser blasfemo”. Porque efectivamente, la encarnación de Dios es una blasfemia para una piedad centrada en torno a la idea religiosa general de Dios.
Pero sigamos con el niño. El niño inspira sonrisa y ternura cuando duerme, pero la sonrisa se nos va cuando el niño llora, cuando se ensucia y hay que limpiarlo, cuando no se duerme y hay que acunarlo. En su dulce pequeñez lo humano está reducido, sí, a promesa, pero también a impotencia física, a incapacidad expresiva, y a necesidad de todo: de ser alimentado, de ser limpiado etc. Nuestras navidades han eliminado todos estos aspectos negativos para quedarse sólo con los positivos. De modo que, en la dialéctica Dios-miseria la primera palabra ha borrado a la segunda, en lugar de redimirla pasando por ella. Donde san Juan escribe: “la Palabra se hizo esclavitud [carne] y en eso hemos visto la gloria de Dios”, nosotros leemos que la Palabra se hizo bienestar y ahí vemos su gloria.
Así en nuestros belenes, las pajas son de plástico, la cueva no evoca ningún establo ni la cuna sugiere un pesebre de animales. Nuestros pastores se parecen más a los de las églogas de Garcilaso que a los de la Palestina de hace 2000 años. Los villancicos que, en un principio pretendían descubrir y cantar la gloria de Dios escondida en tanta humillación (y ese era su encanto), han acabado por olvidar toda esa miseria: a lo más nos encontraremos con que “Josep encen un foc”, pero habrá de ser “un gran fuego”, como si ya no supiéramos lo que costaría prender fuego en una cueva miserable de un pueblo perdido de hace veinte siglos. Y en seguida aparecen angelitos cantando y romeros floreciendo; de modo que los ángeles dejan de ser “mensajeros” para ser sólo comparsas de la gran orquesta del consumo: porque ya no cantan que la gloria de Dios está en los hombres reconciliados, sino que la gloria de Dios brilla en esta falsa paz que brota de la injusticia.
Así olvidamos todo lo polémico del mensaje navideño: que Dios no nació en el Templo de Jerusalén, ni siquiera en una posada decente, sino en un establo. Lo cual, con palabras de hoy, significa: Dios no nace en la catedral de Barcelona ni en la Sagrada Familia, sino en el Besós o en el Raval; ni nace en la Almudena sino en la Cañada real; ni nace en el Corte inglés sino en una patera, ni nace en el Vaticano sino en la franja de Gaza, ni en Manhattan sino en Haití… Y su señal no son las luces en nuestras calles sino la falta de luz en los suburbios.
El peligro de esta deformación navideña es que acabamos falsificando la idea cristiana del ser humano: nos quedamos con la idea de “el hombre” propia del Renacimiento o de la mentalidad griega (que reservan la dignidad humana sólo para los ricos y no para los esclavos) y no con la noción bíblica de todo ser humano como imagen de Dios. De este modo falsificamos también la idea cristiana de Dios por mucho que cantemos “gloria in excelsis Deo” en latín y todo. Y, desde ahí, falsificamos la solidaridad. Y acabamos cerrando los ojos para imaginar, en vez de abrirlos para contemplar la realidad.
Un ejemplo de esta falsificación me parece encontrarlo en la teología (o en la forma como es leída la teología) del gran escritor que fue Urs von Balthasar: que habla mucho de la “teo-dramática” pero de una manera tal que la palabra Dios acaba edulcorando el drama en lugar de redimirlo al entrar en él hasta el fondo, y la belleza de la Gloria de Dios se queda más en la no consideración del dolor que en la asunción amorosa del dolor. Una especie de contemplación indolora del Dios sufriente: porque parece sufrir como la cenicienta del cuento y no como los niños maltratados de la vida real. Así nos quedamos con un Dios que planea sobre la historia pero nunca llega a aterrizar verdaderamente en ella. Y así llegamos al final del proceso por el que hoy hemos celebrado el nacimiento del dios mercado o del dios consumo, pero no el del Dios anonadado.
Imaginemos si no, qué pasaría si una multitud de cristianos, más conscientes de todo este significado, comenzara a tomar decisiones como éstas: en navidades no vamos a consumir nada, no porque no pueda tener un sentido materializar el gozo interno, sino para compensar la unilateralidad en que hemos caído. Ni vamos a jugar lotería porque no queremos enriquecernos precisamente en los mismos días en que Dios se empobrece. Ni haremos regalos a las personas queridas sino sólo a aquellas con las que nos encontramos enemistados o necesitamos perdonar. Ni plantaremos belenes rebosantes de figuras caras, sino una simple cuna desvencijada y vacía, igual que la silla de aquel premio Nobel de la paz que estuvo vacía durante la ceremonia: como simbolizando que a Dios tampoco le dejamos venir hoy porque es un disidente de este mundo, como Liu Xiaobo
¡La que se armaría! Y sin embargo: sería todo tan cristiano, y tan evangélico! Y la exquisita María ¡cantaría con tanto gozo exultante que Dios derriba del trono los poderosos y dignifica a los humillados, que despide vacíos a los ricos y llena de bienes a los pobres! Y nosotros no temeríamos que el profeta nos repitiera aquello: “hace tiempo que somos los que Tú no riges, y los que no llevamos tu Nombre” (Is 63, 19).
En resumen: acabamos de celebrar unas navidades heréticas. Así de simple. Y si la Iglesia tiene una Congregación de la Fe, encargada de velar porque no nos contamine la herejía, tiene aquí también una tarea sobre la que pensar a lo largo de este 2011, hasta que lleguemos a un nuevo diciembre.
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Y nació negro. Pero no nos enteramos. Aquí, estamos sufriendo por nuestra crisis de los países ricos. Otros piden un dinero que nunca llega para ayudarles, mientras sus jefes organizan en Madrid una costosa misa política desde donde le mandarán solo recuerdos.
Pero Haití se muere de cólera. De cólera bacteriólogica y de la cólera de un olvido injusto por ser sencillamente pobres. Una muerte evitable con una sola pastilla como la que tú tienes en tu casa.
Cristo esta vez, como en tantas otras ocasiones, decidió nacer negro, nacer indígena. Ya nosotros nos encargaremos de pintarlo de blanco y cantarle el 'Ay chiquirriquitín' mientras nos atiborramos de comida que nos sobra, de lujos que son insultantes, para poder esconder nuestras propias vergüenzas.
Normal, que el 22 de abril de este año 2011, en mi tierra por lo menos lo sacaremos muerto en la Cruz. No importa. Al otro día, resucitará para seguirlo matando. Con los toros del Aleluya. Negros de muerte, como el Cristo Haitiano.
Es lo que tiene ser Dios, que nace donde le sale de los cojones y no donde quiera el Papa o nosotros. Duerme, duerme, negrito, aunque seas Dios y no jodas más.
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ORACIÓN DE NOCHEBUENA
¡Oh Dios!, eterno misterio de nuestra vida; por el nacimiento de tu Propia Palabra de amor en nuestra carne has plantado la majestad eternamente joven de tu vida en nuestra propia existencia y has hecho que se manifieste victoriosamente. Concédenos en la experiencia de la decepción de nuestra vida la fe de que tu amor, que eres Tú mismo y que Tú nos has dado, sea la eterna juventud de nuestra verdadera vida.
(Karl Rahner, Oraciones de vida. © Publicaciones Claretianas, Madrid, 1986)