No ha pasado un año y
ya tengo otro implante en mi boca. En el mismo hueco donde estuvo el molar que
hubo que arrancar de raíz en el mes de julio, tengo ahora un tornillo
barraquero de no te menees. En diez minutos colocado. Ha bastado con una
palmadita, y la caja de ibuprofeno sin romper. La amoxicilina sí, porque más
vale prevenir. Cinco días sólo.
Como todo ha ido
bien, estoy de buen humor. Por eso me tomo a broma, aunque con una puntita de
cabreo, el largo y aparentemente denso documento de un señor que ocupa un alto
cargo vaticano, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Gerhard Ludwig Müller.
Esto es que preocupa
en la Iglesia la situación de los divorciados vueltos a casar, porque según la
doctrina y la disciplina hasta ahora vigentes no pueden acceder a muchas cosas,
entre ellas la Comunión.
Las palabras del papa
Francisco se han entendido en el sentido de dar esperanza para encontrar una
vía de arreglo. Y ha convocado para el próximo año un Sínodo extraordinario
sobre la pastoral matrimonial, sobre el que, con este documento del señor
Müller, parece se ciernen los negros nubarrones de siempre.
Lo he leído y no he
aprendido nada. Es lo mismo de siempre, expresado en el estilo acostumbrado, y realizando
afirmaciones que para mí son temerarias porque no se apoyan en donde él quiere
hacerlo. Así no se construye nada; no se acercan posiciones; no se tienden
puentes; y no se hace lo que afirma ser su principal objetivo: que las personas
en situación matrimonial irregular se sientan acogidas y lo sean de verdad.
Leedlo si os parece,
yo lo pongo aquí, pero no lo volveré a leer. ¿Para qué?
Esta noche tengo un
hierro nuevecito en mi maxilar superior izquierdo y, con la vigilancia que sobre mí ejerce Gumi, para nada perro guardián, sino fiel compañero, intentaré dormir a pierna suelta. Espero que no se remueva,
sino que se deje abrazar amorosamente por el cartílago que luego será hueso.
Hasta llegar a ser una sola cosa. Vamos, como las parejas que se casan. ¿Y si
hay rechazo? Entonces volvemos a insistir, porque Elena, mi dentista preferida,
también es cabezota como yo.
Indisolubilidad
del matrimonio y debate sobre los divorciados vueltos a casar y los sacramentos
La fuerza de la gracia
Tras
el anuncio de un sínodo extraordinario que se celebrará en octubre de 2014
sobre la pastoral de la familia, se han sucedido intervenciones diversas, en
particular acerca de la cuestión de los fieles divorciados vueltos a casar...
Para
profundizar con serenidad en el tema, que es cada vez más urgente, del
acompañamiento pastoral de estos fieles en coherencia con la doctrina católica,
publicamos una amplia contribución del arzobispo prefecto de la Congregación
para la doctrina de la fe.
La
discusión sobre la problemática de los fieles que tras un divorcio han
contraído una nueva unión civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la
Iglesia con gran seriedad, con la intención de ayudar a las personas afectadas,
puesto que el matrimonio es un sacramento que alcanza en modo particularmente
profundo la realidad personal, social, e histórica del hombre. A causa del
creciente número de afectados en países de antigua tradición cristiana, se
trata de un problema pastoral de gran trascendencia. Hoy los creyentes se
interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los cristianos
divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a recibir los
sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas las manos en estas cuestiones?
Los teólogos, ¿realmente han considerado todas las implicaciones y
consecuencias al respecto?
Estas
preguntas deben ser discutidas en conformidad con la enseñanza católica sobre
el matrimonio. Una pastoral enteramente responsable presupone una teología que
se abandone a Dios que se revela, prestándole el pleno obsequio del
entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo “voluntariamente a la revelación
hecha por El” (Constitución apostólica Dei Verbum, n. 5). Para hacer comprensible la
auténtica doctrina de la Iglesia, debemos comenzar por la Palabra de Dios,
contenida en la Sagrada Escritura, explicada por la tradición eclesial e
interpretada de modo vinculante por el Magisterio.
El
testimonio de la Sagrada Escritura
No
deja de ser problemático situar inmediatamente nuestra cuestión en el ámbito
del Antiguo Testamento, puesto que entonces el matrimonio no era considerado
como un sacramento. No obstante, la Palabra de Dios en la Antigua Alianza es
significativa para nosotros, ya que Jesús se coloca en esta tradición y
argumenta a partir de ella. En el decálogo se encuentra el mandamiento: “No
cometerás adulterio” (Ex20,14), sin embargo, en otro lugar el divorcio es visto como algo
posible. Según Dt
24,1-4, Moisés estableció que el hombre pueda expedir un libelo de repudio y
despedir a la mujer de su casa, si no lo complace. En consecuencia de esto, el
hombre y la mujer pueden volverse a casar. Sin embargo, junto a la concesión
del divorcio, en el Antiguo Testamento es posible identificar una cierta
resistencia hacia esta práctica. Al igual que el ideal de la monogamia, también
la indisolubilidad está contenida en la comparación profética entre la alianza
de Yavé con Israel y la alianza matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa
claramente: “No traicionarás a la esposa de tu juventud... siendo así que ella
era tu compañera y la mujer de tu alianza” (cfr Mal 2,14-15).
En
particular, las controversias con los fariseos fueron para el Señor una ocasión
para ocuparse del tema. Jesús se distancia expresamente de la práctica
veterotestamentaria del divorcio, que Moisés había permitido a causa de la
“dureza de corazón” de los hombres y se remite a la voluntad originaria de
Dios: “Desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no
lo separe el hombre” (Mc 10,5-9, cfr Mt 19; Lc
16,18). La Iglesia católica siempre se ha remitido, en la enseñanza y en la
praxis, a estas palabras del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio. El
pacto que une íntima y recíprocamente a los conyugues entre sí, ha sido
establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que, por
tanto, ya no está a disposición de los hombres.
Algunos
exegetas sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido aplicadas, ya
en tiempos apostólicos, con una cierta flexibilidad, concretamente con respecto
a la porneia/fornicación
(cfr Mt5,32;
19,9) y a la separación entre un cristiano y su cónyuge no cristiano (cfr 1Cor 7,12-15). En el campo exegético,
las cláusulas sobre la fornicación fueron objeto de discusión controvertida,
desde el comienzo. Muchos están convencidos que no se trataría de excepciones a
la indisolubilidad, sino de vínculos matrimoniales inválidos. De todos modos,
la Iglesia no puede fundar su doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas
debatidas. Ella debe atenerse a la clara enseñanza de Cristo.
Pablo
establece la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo: “A los
casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor–
que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse,
o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer”
(1Cor
7,10-11). Al mismo tiempo, permite en razón de su propia autoridad, que un no
cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se ha convertido al cristianismo.
En este caso, el cristiano “no queda obligado” a permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta
posición, la Iglesia reconoce que sólo el matrimonio entre un hombre y una
mujer bautizados es un sacramento en sentido real, y que sólo a éstos se aplica
la indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si
bien está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias –a causa
de bienes más altos– puede ser disuelto (Privilegium Paulinum). No se trata aquí, por tanto, de
una excepción a las palabras del Señor. La indisolubilidad del matrimonio
sacramental, es decir de éste en el ámbito del misterio cristiano, permanece
intacta.
La
Carta a los Efesios es de grande significado para el fundamento bíblico de la
comprensión sacramental del matrimonio. En ella se señala: “Maridos, amad a
vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,25). Y más adelante, escribe el
Apóstol: “Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que
se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,31-32).
El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la alianza entre Cristo y
la Iglesia. El matrimonio entre bautizados es un sacramento porque significa y
confiere la gracia de este pacto.
El
testimonio de la Tradición de la Iglesia
Los
Padre de la Iglesia y los Concilios constituyen un importante testimonio para
el desarrollo de la posición eclesiástica. Según los Padres, las instrucciones
bíblicas son vinculantes. Éstos rechazan las leyes estatales sobre el divorcio
por ser incompatibles con las exigencias de Jesús. La Iglesia de los Padres, en
obediencia al Evangelio, rechazó el divorcio y un segundo matrimonio. En este
punto, el testimonio de los Padres es inequivocable.
En
la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar
civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando
hubiesen pasado por un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es
cierto, permiten reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con rigor y
que, en ocasiones, se buscaron soluciones pastorales para rarísimo
casos-límites.
Más
tarde, en algunas regiones, sobre todo a causa de la creciente interdependencia
entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos mayores. En Oriente este
desarrollo prosiguió su curso y condujo, especialmente después de la separación
de la Cathedra Petri, a una praxis cada vez más liberal. Hoy existe en las iglesias
ortodoxas una multitud de causas para el divorcio, que en su mayoría son
justificados mediante la referencia a la Oikonomia, la indulgencia pastoral en casos
particularmente difíciles, y abren el camino a un segundo o tercer matrimonio
con carácter penitencial. Esta práctica no es coherente con la voluntad de
Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del
matrimonio, y representa una dificultad significativa para el ecumenismo.
En
Occidente, la Reforma Gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora y
retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres. La
Iglesia Católica ha defendido la absoluta indisolubilidad del matrimonio
también al precio de grandes sacrificios y sufrimientos. El cisma de la
“Iglesia de Inglaterra” separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con motivo
de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las palabras
de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para disolver su
matrimonio.
El
Concilio de Trento confirmó la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio
sacramental y explicó que ésta corresponde a la enseñanza del Evangelio (cfr DH
1807). En ocasiones, se sostiene que la Iglesia toleró de hecho la praxis
oriental. Esto no corresponde a la verdad. Los canonistas hablaron
reiteradamente de una práctica abusiva, y existen testimonios de grupos de
cristianos ortodoxos, que, convertidos al catolicismo, tuvieron que firmar una
confesión de fe con una expresa referencia a la imposibilidad de un segundo o un
tercer matrimonio.
El
Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, sobre “la Iglesia en el mundo de
hoy”, ha enseñado una doctrina teológica y espiritualmente profunda sobre el
matrimonio. Ella sostiene de forma clara su indisolubilidad. El matrimonio se
entiende como una comunidad integral, corpóreo-espiritual, de vida y amor entre
un hombre y una mujer, que recíprocamente se entregan y reciben como personas.
Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por
derecho divino una institución estable ordenada al bien de los conyugues y de
la prole, e independiente del arbitrio del hombre: “Esta íntima unión, como
mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena
fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (n. 48). A través del
sacramento, Dios concede a los conyugues
una gracia especial: “Porque así como Dios antiguamente se adelantó a
unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el
Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos
cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos
para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad,
como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (idem). Mediante el sacramento, la
indisolubilidad del matrimonio contiene un significado nuevo y más profundo:
Llega a ser una imagen del amor de Dios hacia su pueblo y de la irrevocable
fidelidad de Cristo a su Iglesia.
El
matrimonio como sacramento se puede entender y vivir sólo en el contexto del
misterio de Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla como una
realidad meramente natural, queda impedido el acceso a su sacramentalidad. El
matrimonio sacramental pertenece al orden de la gracia y, en definitiva, está
integrado en la comunidad de amor de Cristo con su Iglesia. Los cristianos
están llamados a vivir su matrimonio en el horizonte escatológico de la llegada
del Reino de Dios en Jesucristo, Verbo de Dios encarnado.
El
testimonio del Magisterio en épocas recientes
Con
el texto, aún hoy fundamental, de la Exhortación Apostólica Familiaris
consortio,
publicado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981, después del Sínodo de
Obispos sobre la familia cristiana en el mundo de hoy, se confirma expresamente
la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre el matrimonio. Desde el punto de
vista pastoral, la Exhortación postsinodal se ocupa también de la atención de
los fieles vueltos a casar con rito civil, pero que están aún vinculados entre
sí por un matrimonio eclesiástico válido. El Papa manifiesta por tales fieles
un alto grado de preocupación y de afecto. El n. 84 (“Divorciados vueltos a
casar”) contiene las siguientes afirmaciones fundamentales:
1.
Los pastores que tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la verdad “a
discernir bien las situaciones”. No es posible evaluar todo y a todos de la
misma manera.
2.
Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solicita caridad a
los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia, tienen derecho a
la atención pastoral y deben tomar parte en la vida de la Iglesia.
3.
Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al respecto se
adopta un doble motivo:
a)
“Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre
Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”;
b)
“Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a
error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad
del matrimonio”. Una reconciliación a través del sacramento de la penitencia,
que abre el camino hacia la comunión eucarística, únicamente es posible
mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y “la disposición a una
forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio”. Esto
significa, concretamente, que cuando por motivos serios la nueva unión no puede
interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el hombre y la
mujer deben “obligarse a vivir una continencia plena”.
4.
A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico sacramentales
y no meramente legales, efectuar “ceremonias de cualquier tipo” para los
divorciados vueltos a casar”, mientras subsista la validez del primer matrimonio.
La
carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la recepción de la
comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a
casar, del 14 de septiembre de 1994, ha confirmado que la praxis de la Iglesia,
frente a esta pregunta, “no puede ser modificada basándose en las diferentes
situaciones” (n.5). Además, se aclara que los fieles afectados no deben
acercarse a recibir la sagrada comunión basándose en sus propias convicciones
de conciencia: “En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los
confesores (…), tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de
conciencia está reñido abiertamente con la doctrina de la Iglesia” (n. 6). Si
existen dudas acerca de la validez de un matrimonio fracasado, éstas deberán
ser examinadas por el tribunal matrimonial competente (cfr n. 9). Sigue siendo
de fundamental importancia obrar “con solícita caridad [para] hacer todo
aquello que pueda fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles
que se encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así será posible
para ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y soportar en
la fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir
toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de
discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad de
Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del matrimonio
como don del Creador” (n. 10).
En
la Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, del 22 de febrero de 2007,
Benedicto XVI retoma y da nuevo impulso al trabajo del anterior Sínodo de
Obispos sobre la Eucaristía. El n. 29 del documento trata acerca de la
situación de los fieles divorciados y vueltos a casar. También para Benedicto
XVI se trata aquí de “un problema pastoral difícil y complejo”. Reitera “la
praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cfr Mc 10,2-12), de no admitir a los
sacramentos a los divorciados casados de nuevo”, pero también exhorta a los
pastores a dedicar “una especial atención” a los afectados, “con el deseo de
que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la
participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra
de Dios, la Adoración eucarística, la oración, la participación en la vida
comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual,
la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los
hijos”. Cuando existen dudas sobre la validez de un matrimonio anterior
fracasado, éstas deberán ser examinadas por los tribunales matrimoniales
competentes.
La
mentalidad actual contradice la comprensión cristiana del matrimonio
especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a la vida.
Puesto que muchos cristianos están influido por este contexto cultural, en
nuestros días, los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el
pasado. En efecto, falta la voluntad de casarse según el sentido de la doctrina
matrimonial católica y se ha reducido la pertenencia a un contexto vital de fe.
Por esto, la comprobación de la validez del matrimonio es importante y puede
conducir a una solución de estos problemas. Cuando la nulidad del matrimonio no
puede demostrarse, la absolución y la comunión eucarística presuponen, de
acuerdo con la probada praxis eclesial, una vida en común “como amigos, como
hermano y hermana”. Las bendiciones de estas uniones irregulares, “para que no
surjan confusiones entre los fieles sobre el valor del matrimonio, se deben
evitar”. La bendición (bene-dictio: aprobación por parte de Dios) de una relación que se
opone a la voluntad del Señor es una contradicción en sí misma.
En
su homilía para el VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3 de
junio de 2012, Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema:
“Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las
enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias
dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os
sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras
comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha
adecuadas iniciativas de acogida y cercanía”.
El
último Sínodo de Obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de
la fe cristiana” (7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a ocuparse de la
situación de los fieles que tras el fracaso de una comunidad de vida
matrimonial (no el fracaso del matrimonio como tal, que permanece en cuanto
sacramento), han establecido una nueva unión y conviven sin el vínculo
sacramental del matrimonio. En el mensaje conclusivo, los Padres sinodales se
dirigieron a ellos con las siguientes palabras: “A todos ellos les queremos
decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama y
es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia,
aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las
comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas
situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación”.
Consideraciones
antropológicas y teológico-sacramentales
La
doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio encuentra con frecuencia
incomprensiones en un ambiente secularizado. Allí donde las ideas fundamentales
de la fe cristiana se han perdido, la mera pertenencia convencional a la
Iglesia no está en condiciones de sostener decisiones de vida relevantes ni de
ofrecer un apoyo en las crisis tanto del estado matrimonial como del sacerdotal
y la vida consagrada. Muchos se preguntan: ¿Cómo podré comprometerme para toda
la vida con una única mujer o un único hombre? ¿Quién me puede decir cómo
estará mi matrimonio en diez, veinte, treinta o cuarenta años? Por otra parte,
¿es posible una unión de carácter definitivo a una única persona? La gran
cantidad de uniones matrimoniales que hoy se rompen refuerzan el escepticismo
de los jóvenes sobre las decisiones que comprometan la propia vida para
siempre.
Por
otra parte, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer, fundado en el
orden de la creación, no ha perdido nada de su atractivo, como lo revelan
recientes encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los jóvenes anhela
una relación estable y duradera, tal como corresponde a la naturaleza
espiritual y moral del hombre. Además, se debe recordar el valor antropológico
del matrimonio indisoluble, que libera a los cónyuges de la arbitrariedad y de
la tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les ayuda a sobrellevar las
dificultades personales y a vencer las experiencias dolorosas. En particular,
protege a los niños, que, por lo general, son los que más sufren con la ruptura
del matrimonio.
El
amor es más que un sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es entrega.
En el amor matrimonial, dos personas se dicen consciente y voluntariamente:
sólo tú, y para siempre. A las palabras del Señor: “Lo que Dios ha unido”
corresponde la promesa de los esposos: “Yo te acepto como mi marido… Yo te
acepto como mi mujer… Quiero amarte, cuidarte y honrarte toda mi vida, hasta
que la muerte nos separe”. El sacerdote bendice la alianza que los esposos han
sellado entre si ante la presencia de Dios. Quien se pregunte si el vínculo
matrimonial tiene una naturaleza ontológica, déjese instruir por las palabras
del Señor: “Al principio, el Creador los hizo varón y mujer, y que dijo: Por
esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán
los dos una sola carne. Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 4-6).
Para
los cristianos rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados –por tanto,
incorporados al cuerpo de Cristo–, tiene una dimensión sacramental y representa
así una realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas pastorales está
constituido por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio exclusivamente con
criterios mundanos y pragmáticos. Quien piensa según “el espíritu del mundo” (1Cor 2,12) no puede comprender la
sacramentalidad del matrimonio. La Iglesia no puede responder a la creciente
incomprensión sobre la santidad del matrimonio con una adaptación pragmática
ante lo presuntamente inexorable, sino sólo mediante la confianza en “el
Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido”
(1Cor 2,12).
El matrimonio sacramental es un testimonio de la potencia de la gracia que
transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, la Iglesia misma, preparada “como una novia que se engalana para su
esposo” (Ap
21,2). El evangelio de la santidad del matrimonio se anuncia con audacia
profética. Un profeta tibio busca su propia salvación en la adaptación al
espíritu de los tiempos, pero no la salvación del mundo en Jesucristo. La
fidelidad a las promesas del matrimonio es un signo profético de la salvación
que Dios dona al mundo: “Quien sea capaz de entender, que entienda” (Mt 19,12). Mediante la gracia
sacramental, el amor conyugal es purificado, fortalecido e incrementado. “Este
amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de
Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la
adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio” (Gaudium
et spes, n. 49).
Los esposos, en virtud del sacramento del matrimonio, participan en el
definitivo e irrevocable amor de Dios. Por esto, pueden ser testigos del fiel
amor de Dios, nutriendo permanentemente su amor a través de una vida de fe y de
caridad.
Los
pastores saben que existen ciertamente situaciones en que la convivencia matrimonial, por motivos graves, se
torna prácticamente imposible, por ejemplo, a causa de violencia sicológica o
física. En estas situaciones dolorosas la Iglesia ha siempre permitido que los
conyugues se separaran. Sin embargo, se debe precisar que el vínculo conyugal
del matrimonio válidamente celebrado se mantiene intacto ante Dios, y sus
integrantes no son libres para contraer un nuevo matrimonio mientras el otro
cónyuge permanece con vida. Los pastores y las comunidades cristianas se deben
por lo tanto comprometer en promover caminos de reconciliación, también en
estas situaciones, o bien, cuando no sea posible, ayudar a las personas
afectadas a superar en la fe su difícil situación.
Comentarios
teológico morales
Cada
vez con más frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse o no a la comunión eucarística por parte de los
divorciados vueltos a casar debería dejarse a la iniciativa de la conciencia personal.
Este argumento, al que subyace un concepto problemático de “conciencia”, ya fue
rechazado en la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994. Desde
luego, los fieles deben examinar su conciencia en cada celebración eucarística para
ver si es posible recibir la sagrada comunión, a la que siempre se opone un pecado
grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su conciencia y de orientarla
a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia a la voz del Magisterio de la Iglesia
que ayuda “a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar
con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse
en ella” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 64).
Cuando
los divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de que su matrimonio
anterior no era válido, tal hecho se deberá comprobarse objetivamente, a través
de la autoridad judicial competente en materia matrimonial. El matrimonio no es
incumbencia exclusiva de los conyugues delante de Dios, sino que, siendo una realidad
de la Iglesia, es un sacramento, respecto del cual no toca al individuo decidir
su validez, sino a la Iglesia, en la que él se encuentra incorporado mediante la
fe y el Bautismo. “Si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos
a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé
al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos.
La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma” (Card. Joseph
Ratzinger, “A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre
de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y
vueltos a casar”, 30 de Noviembre de
2011, http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19980101_ratzinger-comm-divorced_sp.html).
Igualmente,
la doctrina de la epikeia, según la cual, una ley vale en términos generales, pero la
acción humana no siempre corresponde totalmente a ella, no puede ser aplicada aquí,
puesto que en el caso de la indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata
de una norma divina que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Ésta tiene,
sin embargo, en la línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones
se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las disposiciones
de Jesús. Reconociendo esto, ella ha establecido impedimentos matrimoniales, reconocido
causas para la nulidad del matrimonio, y ha desarrollado un detallado procedimiento.
Otra
tendencia a favor de la admisión de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos
es la que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que Jesús mismo se solidarizó
con las personas que sufren, dándoles su amor misericordioso, la misericordia sería
por lo tanto un signo especial del auténtico seguimiento de Cristo. Esto es cierto,
sin embargo, no es suficiente como argumento teológico-sacramental, puesto que todo
el orden sacramental es obra de la misericordia divina y no puede ser revocado invocando
el mismo principio que lo sostiene. Además, mediante una invocación objetivamente
falsa de la misericordia divina se corre el peligro de banalizar la imagen de Dios,
según la cual Dios no podría más que perdonar. Al misterio de Dios pertenece el
hecho de que junto a la misericordia están también la santidad y la justicia. Si
se esconden estos atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado,
tampoco se puede hacer plausible a
los hombres su misericordia. Jesús recibió a la mujer adúltera con gran compasión,
pero también le dijo: “vete y desde ahora no peques más” (Jn 8,11). La misericordia de Dios no
es una dispensa de los mandamientos de Dios y de las disposiciones de la Iglesia.
Mejor dicho, ella concede la fuerza de la gracia para su cumplimiento, para levantarse
después de una caída y para llevar una vida de perfección de acuerdo a la imagen
del Padre celestial.
La
solicitud pastoral
Aunque
por su propia naturaleza no sea posible admitir a los sacramentos a las
personas divorciadas y vueltas a casar, tanto más son necesarios los esfuerzos
pastorales hacia estos fieles. Pero se debe tener en cuenta que tales esfuerzos
tienen que mantenerse dentro del marco de la Revelación y de los presupuestos
de la doctrina de la Iglesia. El camino señalado por la Iglesia para estas
personas no es simple. Sin embargo, ellas deben saber y sentir que la Iglesia,
como comunidad de salvación, les acompaña en su camino. Cuando los cónyuges se
esfuerzan por comprender la praxis de la Iglesia y se abstienen de la comunión,
ellos ofrecen a su modo un testimonio a favor de la indisolubilidad del
matrimonio.
La
solicitud por los divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la
cuestión sobre la posibilidad de
recibir la comunión sacramental. Se trata de una pastoral global que procura
estar a la altura de las diversas situaciones. Es importante al respecto
señalar que además de la comunión sacramental existen otras formas de comunión
con Dios. La unión con Dios se alcanza cuando el creyente se dirige a Él con
fe, esperanza y amor, en el arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder
su cercanía y su salvación a los hombres por diversos caminos, aún cuando se
encuentran en una situación de vida contradictoria. Como ininterrumpidamente
subrayan los recientes documentos del Magisterio, los pastores y las
comunidades cristianas están llamados a acoger abierta y cordialmente a los
hombres en situaciones irregulares, a permanecer a su lado con empatía,
procurando ayudarles, y dejándoles sentir el amor del Buen Pastor. Una pastoral
fundada en la verdad y en el amor encontrará siempre y de nuevo los caminos
legítimos por recorrer y formas más justa para actuar.
S.E. Mons.
Gerhard L. Müller
23 de octubre de 2013