Hace más de veinticinco años plantamos dos acacias. Una de ellas se murió al poco, y hubo que sustituirla. Todas ellas fueron regalo de quien entonces era capataz del Vivero Forestal. Fue un detalle, porque en ese lugar ni venden ni regalan; producen para repoblar bosques y ceder a ayuntamientos y diputaciones de toda la Autonomía. El caso que en el jardín parroquial había dos acacias de bola que lucían frente al sol. Ahí están, a las 10:00 horas del martes.
La más vieja de las dos, murió el pasado verano.
En los trabajos de jardinería yo sólo opinaba y terciaba, y quien de verdad hacía era Felipe. Era el que sabía y también el que tenía oficio para manejar herramientas. Se nos fue este otoño, con 86 septiembres.
Cosa de Felipe fue también poner un olivo. Él sacó uno de otro mayor, no tengo ni idea dónde fue a buscarlo. Luego yo conseguí otros dos por igual procedimiento, que me traje de Las Arribes del Duero un día de campo y marcha por tierras de Salamanca. Plantados en el jardín, agarraron y crecieron. Dos regalé a dos vecinos recién llegados que se pusieron a hacer jardín. El que quedó ya no sé si es de Felipe o mío. Zanjo la cosa y digo: de los dos. Es el que se ve en la foto.
Este es el mismo olivo por su cara norte, entre las lilas y junto al membrillo. Por cierto este año los membrillos se quedaron en la infancia, y no hubo nada que hacer con ellos. Por el suelo están.
Y esta es la acacia en cuestión, muerta y en pie, como mueren los árboles que se precian, después de haber dado todo lo que tenían.
Era menester quitarla porque el olivo, agobiado por los lilares y sobre todo por el cedro, requiere otro lugar, más espacio, más aire, más autonomía, menos riego.
Cuando lo decidí, tembléme. Ya no está Felipe. He de hacerlo yo solito. ¿Sabré hacerlo? El olivo está vivo y sano, no está preparado para ser movido, hay que andar con tiento y tacto.
Y luego está lo otro, el agujero, el hoyo, el cavar y el palear. Y hace ya mucho que no uso pico y pala, las manos se me han puesto suaves y blandas, y los riñones ya están un poco viejos.
Ahí están, junto a ella, el pico y la pala, malas, muy malas herramientas. Yo las tengo pánico, pero ¡qué remedio, no hay otra manera de remover la tierra cuando ésta se pone de frente y te dice: cava y muere…
Tres horas encorvado, sacando tierra y escarbando entre las raíces, dieron como resultado ¡árbol va!
Y vaya si fue. Rendido ya estaba, lo que queda es madera; algún hogar calentará en lo que falta de invierno.
Aquí está el desalmado que se atrevió a derribar lo que no consiguieron arrugar vientos fieros y soles inclementes. ¡Qué victoria más pírrica! No importa. ¡Felipe, lo conseguí!
Contumaz, persiste en demostrar su victoria, al estilo de aquellos viejos cazadores de bisontes y mamuts. ¡Qué arrogancia, qué gran vileza vanagloriarse de tal gesta! Qué me importa lo que digan, lo he conseguido, y basta. Y sí, ya sé que esta pequeña acacia no es una sequoia sempervirens; no tenía tantos aires de grandeza ni aspiraciones mayores que la dar sombra en un rincón de nuestro patio. Y lo hizo mientras pudo.
Última vista del desastre y desolación perpetrada. Así cayeron estos pasados días muchos árboles frondosos por culpa de malos vientos. Hasta pinos centenarios se vieron en vida, muertos. No fue, sin embargo, el caso de esta acacia de mi huerto, que ella murió antes, mucho antes, no sé si de malos humos o de falta de alimento.
Ahora, ya da igual. Deja su sitio vacío, pero por poco tiempo.
(Continuará mañana)
Hoy es mañana ¡Esto continúa!
Felipe me había dicho, "si vivo para entonces ya te iré diciendo cómo hacerlo, y si no, pues toma nota. Quitas los lilares para tener espacio de trabajo. Podas lo más que puedas el olivo, no temas cortar demasiado, no te preocupes que ya tendrá otra vez frondosidad. Cavas alrededor del tronco, procurando coger de cepellón lo más que puedas, todo lo que tus fuerzas te permitan luego levantar. Y, procurando no sacudirlo demasiado para que las raicillas no se ahuequen de la tierra, lo pasas al hoyo nuevo. Echas primero la tierra primera que sacaste, la que está más soleada, y al final echas la última, la que está más fría. Aprieta la tierra según la vas echando, sin apisonarla excesivamente, y cuando tenga como la mitad, echas agua para que se junte bien todo, que no quede aire entre las raíces y la tierra echada. Y luego, haces una novena al santo que más te guste, y a esperar. Yo creo que no vas a tener problema y el olivo agarrará".
Total, que así lo he hecho, eso al menos creo yo. Este es el proceso.
Fui cavando alrededor, dejando tierra junto a la base del árbol. Hoy no metí el pico, que con él controlo menos. Usé la piqueta, que es más manejable aunque te deja el brazo para el desgüace.
No quité los lilares, como me había aconsejado Felipe. A ojo calculé que si hacía mayor el pie de árbol no podría acarrearlo ni aunque llamara a todos los vecinos en mi ayuda. Cuando ahuequé lo más que pude la tierra por todo el contorno,
di pequeños empujones al tronco, para que se cortara la raíz principal, que tiene todo los visos de bajar vertical hasta el centro de la tierra.
En un momento dado oí un crác; rompió la dichosa raíz, y bailó suelto el arbolito. Ahora si tengo fuerzas, lo muevo; y si no, quito poco a poco y voy viendo…
Así quedó, el pobre, tumbado y derrengado. Ahora sí que lo domino, ya es todo mío.
Este hoyo ya no tiene sentido. Hay que rellenarlo de tierra, y que las lilas campen a sus anchas.
Poda del olivo, tal como me indicó Felipe. ¿Habré quitado suficiente? Nunca se cuándo voy a acertar con lo justo. De momento lo dejo así, ya veré más tarde si conviene cortar más, aún hay tiempo.
Primera aproximación. Queda demasiado profundo, hay que calzarle un poco, que los bajos son siempre muy fríos y por tanto peligrosos. Es sencillo, se echa en el fondo tierra cálida y se le vuelve a situar, atendiendo siempre a la vertical, que luego ya no es tan fácil moverlo.
Así ha quedado el olivo. No se le oye, pero está diciendo que no está mal el nuevo emplazamiento que le hemos ofrecido. Incluso la piedras del rededor le sirven de adorno además de protección contra los pillos del barrio, que les gusta agarrarse a los árboles cuando juegan a pillar.
Tampoco va a estar tan solo. Él necesitaba estar un poco más a su aire, pero sin pasarse. De modo que ahí tiene a la acacia y a la parra, por si tienes ganas de platicar. Justo a la derecha, y sin salir en la foto, hay un acebo que también es de pocas palabras, pero alguna cosa le dirá.
Terminada la faena, sale Gumi a ver qué pasa. Aprovechando la coyuntura me saco una foto ya que esta vez no tengo reportera gráfica. El sol me cubre las espaldas.
Insisto para que se me vea bien, y porque Gumi ha avanzado unos pasos y está más grade. Y de paso digo que este animal pronto, el 22, ¡cumple cuatro mesazos!
Esta vez Gumi no quiere nada con mis calcetines, porque sabe que las botas son demasiado duras para sus dientes. Se para porque ha cogido algún olor que le reclama.
De modo y manera que Gumi, a falta de otras presas, olisquea lo que los gatos del barrio han dejado en el único patio en tierra que existe en esta pequeña aldea.
Este cuento está acabando. Una acacia se murió. Otra se mantiene bien viva. El cedro sigue siendo el rey. Pero el olivo ha cambiado de trinchera. Lo dicho. ¡Viva el olivo!
[Ya enseguida comienzo una novena a san cucufate para que me cuide el olivo y agarre con todas sus fuerzas. Si queréis acompañarme, seréis bien acogidos.]