Papá, prometo ser breve esta vez, que ya sé que no te gusta que me
extienda. Con pocas palabras es suficiente. Tampoco necesito muchas para decirte
lo siento. Tuviste que pasar muy mal año, aquel en que me “birlaste” una carta
que no te quise enseñar. Me llegó en verano, mientras estábamos cosechando, o
sea, en Castromocho. Ni me acordaba de que los jesuitas, que son muy
previsores, me habían pedido la dirección de mi residencia en vacaciones. Por
eso me extrañó recibirla allí, y tras leerla, la guardé. Pero tú, quizás
sospechando por mi comportamiento, te hiciste con ella. Y la copiaste. Sí, la transcribiste
de tu puño y letra. Lo recordarás.
Cuando al verano siguiente, tú en el hospital operado del cáncer de
laringe, Roberto quiso encontrar las cosas que previsoramente pudieran hacernos
falta por si tú no salieras en buenas condiciones, dio con los cachos en que tú
la habías convertido antes de ingresar. La recompuso, finalizó el complejo
puzzle y me la enseñó. Él no la conocía y tuve que explicarle cosas que me
había callado. En Comillas me habían sentenciado, no me consideraban candidato
apto ni para seguir allí cursando teología ni para continuar como seminarista.
Eso tuvo que llenarte de inquietud, incluso de seria preocupación sobre mi
futuro. Y tal vez, digo sólo tal vez, fuera un factor más a tener en cuenta en el
origen y/o desarrollo del tumor que casi te deja mudo de por vida.
Pero ni el tumor pudo contigo, ni aquella carta conmigo. Tú, porque
viviste treinta años más parlando –y fumando– lo que te plugo; yo, porque han
pasado más de cuarenta, me ordenaron y continúo en lo mío.
Y aquí es donde viene lo de “lo siento”. Tenía que habértela enseñado y
leído juntos para que entendieras y no te preocuparas lo que no te merecías. Fue
un verano muy extraño aquel. Incluso publicaron una lista de nombres de alumnos
comillenses como participantes en un curso en El Escorial, todos subversivos y
revolucionarios, y claro allí estaba yo, aunque no me moviera de tu lado en los
dos meses que duró la faena. Me sacaron en más ocasiones y por motivos
igualmente peregrinos, estábamos en el ojo de gentes que nos miraban con
desconfianza, no nos consideraban trigo limpio… Nada dije, supongo que de nada
te enterarías. ¿O sí?
Al finalizar aquel año decidí no volver más por el colegio de la calle
Écija, que me ahogaba como antes lo hiciera el seminario de Valladolid. Resultó
muy difícil para mí compaginar unos estudios en los que empezaba a encontrarme
bien, habitando en un lugar en el que me resultaba imposible vivir. ¿Sería
ilusorio compaginar teoría y práctica? ¿Así iba a ser mi vida en adelante? Pasé
a la residencia de Cadarso y empecé a respirar. Pero tú, no creo que
entendieras porque yo tampoco me explicaba. Como tampoco lo hice mucho después,
cuando te llegaron ecos de lo que pasó en el pueblo donde me estrené. Ocasión
que volvimos a desperdiciar ambos, yo por callar, tú por no preguntar. De ambas
situaciones salí sobreviviendo, pero para nada triunfador. Son pasado, aunque dejaron
huella que llevo con resignación y persistencia. Sigo siendo, no igual está
claro, rebelde con causa.
Los dos somos de pocas palabras, casi ninguna. Y tímidos. Nos cuesta
abrirnos, no nos atrevemos a entrar. La intimidad propia y ajena es para
nosotros terreno sagrado e inviolable, nos paralizamos justo en el umbral y
damos la impresión de no querer saber, no estar dispuestos a mostrar. Ya ves,
han tenido que pasar diez años para que me atreva a recordarlo… y expresarlo.
Siempre confiaste en mí. Te estoy agradecido. Te quiero papá.
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