¡¡¡AQUÍ
MANDO
YO!!!
Son demasiadas las
veces que me han dirigido esta frase. Y cuando he intentado esbozar una
protesta, se me ha insistido ¿voy a mandar yo algo, que no soy nadie aquí? Se entiende que quien esto afirma,
en su casa, por ejemplo, sí es alguien y sí manda.
¡Mande! es una
expresión muy de pueblo. No sé ahora, pero de pequeño lo escuché mucho. Era
propio de personas “de servicio”, de quienes estaban a soldada, para todo tipo
de trabajos. Estaba más que claro: quien paga, tiene derecho a mandar; y que
quien cobra, obligación de obedecer.
Pero cuando no se da esa relación
contractual, cuando no hay de por medio un precio medido en dinero, eso de
mandar y ser mandado debiera no existir.
Porque otra cosa bien
diferente es cuando alguien manda bajo amenaza de, por ejemplo, pegarte con una
porra, acusarte de algo, castigarte por un tiempo o de por vida… eternamente.
Esto ya es otra cosa, porque entonces no obedeces a cambio de algo, sino
simplemente por miedo. Miedo a ser aporreado, a ser expuesto en la picota, a
quedarte sin propina o sin merienda, a ir de patitas al infierno.
Así es como uno o una
se enfrenta a quien tiene poder. Poder para hacer lo que constituye la amenaza.
Sin embargo yo creo
que hay otra manera de hacer las cosas, y que nadie tiene por qué manifestar poder,
y nadie tampoco debe sentirse apabullado, amedrentado, obligado a la
obediencia. Creo que aunque se use la misma palabra, obediencia, hay
situaciones en que una persona acata y realiza lo que otra persona indica,
aconseja o sugiere. Cuando esto ocurre entonces no entra en juego el poder,
sino la autoridad. Palabra que también puede ser mal usada y mal interpretada,
como cuando un municipal me dijo en cierta ocasión que él era “la autoridad” y
que ya me estaba marchando de allí.
Si existiera una
persona que manifestara su saber sin acomplejar a nadie; que estuviera cerca de
la gente si que ésta se sintiera controlada; que cuidara de otros sin parecer
paternalista; que diera de lo suyo y de sí mismo sin hacer ostentación ni
humillar a quien ayuda; que dijera palabras de consuelo, de esperanza, verdad;
que supiera escuchar sin sonsacar; que supiera estar callado cuando sobran las
palabras; en fin, una persona a cuyo lado cualquiera pudiera sentirse y ser
sencillamente como es; si existiera esa persona, de ella podría decirse que
tiene autoridad.
A una persona en la
que reconozco autoridad no tengo ningún inconveniente en obedecerla. Pero mucho
me temo que si esa persona tiene autoridad no lo consentiría; trataría de
hacerme ver las cosas y luego simplemente me dejaría obrar por mí mismo, autónomamente.
Una persona con
autoridad no manda. Tampoco se la obedece. De una persona así se aprende,
aunque no pretenda enseñar; junto a ella se crece; y lejos de ella se puede alcanzar
la madurez.
Definitivamente, no
quiero mandar. ¿Me habéis entendido?
¡Es una orden
directa!
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