Abadía de Monte Cassino, primer monasterio de San Benito de Nursia |
Hoy es su fiesta, aunque nada especial lo señale. Tiene un título que no
sé si le va mucho, pero lo tiene. “Padre de Europa”, ahí es nada.
Como no creo que en Bruselas se le nombre, lo hago yo aquí, donde tengo
mando en plaza.
Primero pongo un sucinto resumen de su vida.
Para terminar, su obra magna, Sancta Regula.
[Esta vez hay que pinchar para enterarse. Primero en las imágenes, y luego en el enlace final. Merece la pena.
Pero si no quieres marcharte, aquí la tienes.]
Pero si no quieres marcharte, aquí la tienes.]
LA REGLA
DE
SAN BENITO
PROLOGO
1 Escucha, hijo,
estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto
esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2 para que por
tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu
indolente desobediencia. 3 A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que
seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes
las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero
rey, Cristo el Señor.
4 Ante todo,
cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy
insistente y apremiante que él la lleve a término, 5 para que, por
haberse dignado contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a
afligirse por nuestras malas acciones. 6 Porque,
efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la
obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo
no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus
hijos, 7 sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras
maldades, nos entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables
empeñados en no seguirle a su gloria.
8 Levantémonos,
pues, de una vez; que la Escritura nos espabila, diciendo: «Ya es hora de
despertamos del sueño». 9 Y, abriendo nuestros ojos a la luz de Dios, escuchemos
atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: 10 «Si hoy
escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones». 11 Y también:
«Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias». 12 ¿Y qué es lo
que dice? «Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en el temor del Señor». 13 «Daos prisa
mientras tenéis aún la luz de la vida, antes que os sorprendan las tinieblas de
la muerte».
14 Y, buscándose
el Señor un obrero entre la multitud a la que lanza su grito de llamamiento,
vuelve a decir: 15 «¿Hay alguien que quiera vivir y desee pasar días
prósperos?» 16 Si tú, al oírle, le respondes: «Yo», otra vez te dice Dios: 17 Si quieres
gozar de una vida verdadera y perpetua, «guarda tu lengua del mal; tus labios,
de la falsedad; obra el bien, busca la paz y corre tras ella». 18 Y, cuando
cumpláis todo esto, tendré mis ojos fijos sobre vosotros, mis oídos atenderán a
vuestras súplicas y antes de que me interroguéis os diré yo: «Aquí estoy». 19 Hermanos
amadísimos, ¿puede haber algo más dulce para nosotros que esta voz del Señor,
que nos invita? 20 Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el camino de
la vida. 21 Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia
de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio,
para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino.
22 Si deseamos
habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca podremos
llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. 23 Pero
preguntemos al Señor como el profeta, diciéndole: «Señor, ¿quién puede
hospedarse en tu tienda y descansar en tu monte santo?» 24 Escuchemos,
hermanos, lo que el Señor nos responde a esta pregunta y cómo nos muestra el
camino hacia esta morada, diciéndonos: 25 «Aquél que
anda sin pecado y practica la justicia; 26 el que habla
con sinceridad en su corazón y no engaña con su lengua; 27 el que no le
hace mal a su prójimo ni presta oídos a infamias contra su semejante». 28 Aquel que,
cuando el malo, que es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le
rechaza a él y a su sugerencia lejos de su corazón, «los reduce a la nada», y,
agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo. 29 Los que así
proceden son los temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la
rectitud de su comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar
nada por sí mismos, sino por el Señor, 30 proclaman su
grandeza, diciendo lo mismo que el profeta: «No a nosotros, Señor, no a
nosotros, sino a tu nombre, da la gloria», al igual que el apóstol Pablo, quien
tampoco se atribuyó a sí mismo éxito alguno de su predicación cuando decía:
«Por la gracia de Dios soy lo que soy». 32 Y también
afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que presuma del Señor». 33 Por eso dice
el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha estas palabras mías y las
pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa sobre la roca. 34 Cayó la
lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero
no se hundió, porque estaba cimentada en la roca».
35 Al terminar
sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos con nuestras obras a
sus santas exhortaciones. 36 Pues para eso se nos conceden como tregua los días de
nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, 37 según nos dice
el Apóstol: «¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está empujando a
la penitencia?» 38 Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable
benignidad: «No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y
viva». 39 Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá
hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para
poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40 Por tanto,
debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el
servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41 Y como esto no
es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne
concedernos la asistencia de su gracia. 42 Si, huyendo de
las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43 mientras
todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir
todas estas a cosas a luz de la vida, 44 ahora es
cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad
redundará en nuestro bien.
45 Vamos a
instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46 Y, al
organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser
oneroso. 47 Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se
encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener
la caridad, 48 no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de
la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. 49 Mas, al
progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura
de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. 50 De esta
manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su
doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra
paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él
también su reino. Amén.
I . LAS CLASES DE MONJES
1 Como todos
sabemos, existen cuatro géneros de monjes. 2 El primero es
el de los cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una
regla y un abad. 3 El segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro
modo, el de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la
vida monástica, sino tras larga prueba en el monasterio, 4 aprendieron a
luchar contra el diablo ayudados por la compañía de otros, 5 y, bien
formados en las filas de sus hermanos para el combate individual del desierto,
se encuentran ya capacitados y seguros sin el socorro ajeno, porque se bastan
con el auxilio de Dios para combatir, sólo con su brazo contra los vicios de la
carne y de los pensamientos. 6 El tercer
género de monjes, y pésimo por cierto, es el de los sarabaítas. Estos se caracterizan,
según nos lo enseña la experiencia, por no haber sido probados como el oro en
el crisol, por regla alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el
plomo.
7 Dada su manera
de proceder, siguen todavía fieles al espíritu del mundo, y manifiestan
claramente que con su tonsura están mintiendo a Dios. 8 Se agrupan de
dos en dos o de tres en tres, y a veces viven solos, encerrándose sin pastor no
en los apriscos del Señor, sino en los propios, porque toda su ley se reduce a
satisfacer sus deseos. 9 Cuanto ellos piensan o deciden, lo creen santo, y aquello
que no les agrada, lo consideran ilícito.
10 El cuarto
género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se la
pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro días en
los monasterios. 11 Siempre errantes y nunca estables, se limitan a servir a sus
propias voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo que los
sarabaítas.
12 Será mucho
mejor callarnos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos. 13 Haciendo,
pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a organizar la
vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.
II. CÓMO DEBE SER EL ABAD
1 El abad que es
digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y
cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2 Porque, en
efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es
designado con su sobrenombre, 3 según lo que
dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos
permite gritar: Abba! ¡Padre!» 4 Por tanto, el
abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los
preceptos del Señor, 5 sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en
los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina, 6 Siempre tendrá
presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas
cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. 7 Y sepa el abad
que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el
padre de familia encuentre en sus ovejas. 8 Pero, a su
vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de
pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de
remedios para sus enfermedades, 9 en ese juicio
de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el
profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad
y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». 10 Y entonces las
ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas
como castigo.
11 Por tanto,
cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos
maneras; 12 queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo más
a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a
los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras,
pero a los duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos
divinos en lo conducta del mismo abad. 13 Y a la
inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas,
muéstrelo con su conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado
a otros, resulte que él mismo se condene». 14 Y que,
asimismo, un día Dios tenga que decirle a causa de sus pecados: «¿Por qué
recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas
mi corrección y te echas, a la espalda mis mandatos?» 15 Y también:
«¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la
viga que llevas en el tuyo?».
16 No haga en el
monasterio discriminación de personas. 17 No amará más a
uno que a otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la
obediencia. 18 Si uno que ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea
pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar otra causa razonable. 19 Mas cuando,
por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera,
aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no,
conserven todos la precedencia que les corresponde, 20 porque «tanto
esclavos como libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo
Señor todos cumplimos un mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». 21 Lo único que
ante él nos diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas
obras y en humildad. 22 Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos
aplique la misma norma según los méritos de cada cual.
23 El abad debe imitar
en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta,
amonesta». 24 Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las
circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un
maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25 En concreto:
que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente; en
cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen
más y mas. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a
los despectivos.
26 Y no encubra los
pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a brotar,
arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de
Helí, sacerdote de Silo. 27 A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra,
amonestándoles una o dos veces; 28 pero a los
audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en cuanto se
manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con
palabras no escarmienta el necio». 29 Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo
librarás de la muerte».
30 Siempre debe
tener muy presente el abad lo que es y recordar el nombre con que le llaman,
sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le confía, más se le exige.
31 Sepa también
cuan difícil y ardua es la tarea que emprende, pues se trata de almas a quienes
debe dirigir y son muy diversos los temperamentos a los que debe servir. Por
eso tendrá que halagar a unos, reprender a otros y a otros convencerles; 32 y conforme al
modo de ser de cada uno y según su grado de inteligencia, deberá amoldarse a
todos y lo dispondrá todo de tal manera que, además de no perjudicar al rebaño
que se le ha confiado, pueda también alegrarse de su crecimiento. 33 Es muy
importante, sobre todo, que, por desatender o no valorar suficientemente la
salvación de las almas, no se vuelque con más intenso afán sobre las realidades
transitorias, materiales y caducas, 34 sino que
tendrá muy presente siempre en su espíritu que su misión es la de dirigir almas
de las que tendrá que rendir cuentas. 35 Y, para que no
se le ocurra poner como pretexto su posible escasez de bienes materiales,
recuerde lo que está escrito: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y
todo eso se os dará por añadidura». 36 Y en otra
parte: «Nada les falta a los que le temen».
37 Sepa, una vez
más, que ha tomado sobre sí la responsabilidad de dirigir almas, y, por lo
mismo, debe estar preparado para dar razón de ellas. 38 Y tenga
también por cierto que en el día del juicio deberá dar cuenta al Señor de todos
y cada uno de los hermanos que ha tenido bajo su cuidado; además, por supuesto,
de su propia alma. 39 Y así, al mismo tiempo, que teme sin cesar el futuro examen
del pastor sobre las ovejas a él confiadas y se preocupa de la cuenta ajena, se
cuidará también de la suya propia; 40 y mientras con
sus exhortaciones da ocasión a los otros para enmendarse, él mismo va
corrigiéndose de sus propios defectos.
III. COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO
1 Siempre que en
el monasterio hayan de tratarse asuntos de importancia, el abad convocará toda
la comunidad y expondrá él personalmente de qué se trata. 2 Una vez oído
el consejo de los hermanos, reflexione a solas y haga lo que juzgue más
conveniente. 3 Y hemos dicho intencionadamente que sean todos convocados a
consejo, porque muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor.
4 Por lo demás,
expongan los hermanos su criterio con toda sumisión, y humildad y no tengan la
osadía de defender con arrogancia su propio parecer, 5 sino que, por
quedar reservada la cuestión a la decisión del abad, todos le obedecerán en lo
que él disponga como más conveniente. 6 Sin embargo,
así como lo que corresponde a los discípulos es obedecer al maestro, de la
misma manera conviene que éste decida todas las cosas con prudencia y sentido
de la justicia.
7 Por tanto,
sigan todos la regla como maestra en todo y nadie se desvíe de ella
temerariamente. 8 Nadie se deje conducir en el monasterio por la voluntad de
su propio corazón, 9 ni nadie se atreva a discutir con su abad desvergonzadamente
o fuera del monasterio. 10 Y, si alguien se tomara esa libertad, sea sometido a la
disciplina regular. 11 El abad, por su parte, actuará siempre movido por el temor
de Dios y ateniéndose a la observancia de la regla, con una conciencia muy
clara de que deberá rendir cuentas a Dios, juez rectísimo, de todas sus
determinaciones.
12 Pero, cuando
se trate de asuntos menos transcendentes, será suficiente que consulte
solamente a los monjes más ancianos, 13 conforme está
escrito: «Hazlo todo con consejo, y, después de hecho, no te arrepentirás».
IV. CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS
1 Ante todo,
«amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas», 2 y además «al prójimo como a sí mismo». 3 Y no matar. 4 No cometer
adulterio. 5 No hurtar. 6 No codiciar. 7 No levantar
falso testimonio, 8 Honrar a todos los hombres 9 y «no hacer a
otro lo que uno no desea para sí mismo».
10 Negarse sí
mismo para seguir a Cristo. 11 Castigar el
cuerpo. 12 No darse a los placeres, 13 amar el ayuno.
14 Aliviar a los pobres, 15 vestir al
desnudo, 16 visitar a los enfermos, 17 dar sepultura
a los muertos, 18 ayudar al atribulado, 19 consolar al
afligido.
20 Hacerse ajeno
a la conducta del mundo, 21 no anteponer nada al amor de Cristo. 22 No consumar
los impulsos de la ira 23 ni guardar resentimiento alguno. 24 No abrigar en
el corazón doblez alguna, 25 no dar paz fingida, 26 no cejar en la
caridad. 27 No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28 decir la
verdad con el corazón y con los labios.
29 No devolver
mal por mal, 30 no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con
paciencia las que a uno mismo le hagan, 31 amar a los
enemigos, 32 no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33 soportar la
persecución por causa de la justicia.
34 No ser
orgulloso, 35 ni dado al vino, 36 ni glotón, 37 ni dormilón, 38 ni perezoso, 39 ni murmurador,
40 ni detractor.
41 Poner la
esperanza en Dios. 42 Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y
no a uno mismo; 43 el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que
siempre es una obra personal.
44 Temer el día
del juicio, 45 sentir terror del infierno, 46 anhelar la
vida eterna con toda la codicia espiritual, 47 tener cada día
presente ante los ojos a la muerte. 48 Vigilar a
todas horas la propia conducta, 49 estar cierto
de que Dios nos está mirando en todo lugar.
50 Cuando
sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente
contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51 Abstenerse de
palabras malas y deshonestas, 52 no ser amigo
de hablar mucho, 53 no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de
reír mucho o estrepitosamente.
55 Escuchar con
gusto las lecturas santas, 56 postrarse con
frecuencia para orar, 57 confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y
gemidos las culpas pasadas, 58 y de esas
mismas culpas corregirse en adelante.
59 No poner por
obra los deseos de la carne, 60 aborrecer la
propia voluntad, 61 obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de
que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de
aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que
ellos hacen».
62 No desear que
le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para
ser así llamado con verdad. 63 Practicar con
los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64 amar la
castidad, 65 no aborrecer a nadie, 66 no tener
celos, 67 no obrar por envidia, 68 no ser
pendenciero, 69 evitar toda altivez. 70 Venerar a los
ancianos, 71 amar a los jóvenes. 72 Orar por los
enemigos en el amor de Cristo, 73 hacer las
paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia.
74 Y jamás
desesperar de la misericordia de Dios.
75 Estos son los
instrumentos del arte espiritual. 76 Si los
manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio,
recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77 «Ni ojo alguno
vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene
preparadas para aquellos que le aman».
78 Pero el taller
donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del
monasterio y la estabilidad en la comunidad.
V. LA OBEDIENCIA
1 El primer
grado de humildad es la obediencia sin demora. 2 Exactamente la
que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3 Estos, por
razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el
deseo de la vida eterna en la gloria, 4 son incapaces
de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del
superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5 De ellos dice
el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6 Y dirigiéndose
a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí».
7 Los que tienen
esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a
su propia voluntad 8 y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están
haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan
ágiles como su obediencia. 9 Y como en un
momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas
cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del
discípulo.
10 Es que les
consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11 y por eso
eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor:
«Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12 Por esta razón
no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose
llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y
desean que les gobierne un abad. 13 Ellos son, los
que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para
hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió».
14 Pero incluso
este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando
se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y
sin protesta. 15 Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al
mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí
me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios
ama al que da con alegría». 17 Efectivamente,
el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo
con el corazón, 18 aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será
agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19 y no
conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo
correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.
VI. LA TACITURNIDAD
1 Cumplamos
nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no
pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me
abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2 Enseña aquí el
profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las
conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más
deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el
pecado. 3 Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad,
raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso
cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que
guarden un silencio lleno de gravedad. 4 Porque escrito
está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5 Y en otro
lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6 Además, hablar
y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y
escuchar.
7 Por eso, cuando
sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y
respetuosa sumisión. 8 Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que
provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no
consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.
VII. LA HUMILDAD
1 La divina
escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado
y el que se humilla será ensalzado». 2 Con estas
palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos
indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué
pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi
alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los
brazos de su madre».
5 Por tanto,
hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta
humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través
de la humildad en la vida presente, 6 hemos de
levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le
apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y
subían. 7 Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa
ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala
erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se
abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos
largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la
vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la
observancia para subir por ellos.
10 Y así, el
primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el
temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11 que recuerde
siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo
el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida
eterna está ya preparada para los que le temen. 12 Y,
absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los
pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la voluntad propia,
y también en los deseos de la carne, 13 tenga el
hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que
esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le
dan cuenta de ellas a cada instante.
14 Esto es lo que
el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros
mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las
entrañas». 15 Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los
hombres». 16 Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos». 17 Y en otro
lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18 Y para vigilar
alerta todos sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite
siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé
mantenerme en guardia contra mi iniquidad».
19 En cuanto a la
propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena
tus deseos». 20 También pedimos a Dios en la oración «que se haga en
nosotros su voluntad». 21 Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con
toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa:
«Hay caminos que les parecen derechos a los hombres, pero al fin van a parar a
la profundidad del infierno». 22 Y también por
temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se
corrompen y se hacen abominables en sus apetitos».
23 Cuando surgen
los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada
instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu
presencia». 24 Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo,
porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. 25 Así que nos
dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias».
26 Luego si «los
ojos del Señor observan a buenos y malos», si «el Señor mira incesantemente a
todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» 28 y si los
ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al
Señor, 29 hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el
profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del
lado del mal y nos hacemos unos malvados»; 30 y, aunque en
esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una
vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».
31 El segundo
grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se
complace en satisfacer sus deseos, 32 sino que
cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi
voluntad, sino la del que me ha enviado». 33 Y dice también
la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona».
34 El tercer
grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por
amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente
hasta la muerte».
35 El cuarto
grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la
paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades
y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que
se le infieran, 36 y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues
ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37 Y también:
«Cobre aliento tu corazón y espera con paciencia al Señor».
38 Y cuando
quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor
aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos
a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39 Mas con la
seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas
palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40 Y en otra
parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos
refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos
echaste a cuestas la tribulación». 41 Y para
convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto
hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42 Además cumplen
con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias,
porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que
les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una
milla, le acompañan otras dos; 43 como el
apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los
que les maldicen.
44 El quinto
grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su
abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras
realizadas ocultamente. 45 La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta
al Señor tus pasos y confía en él». 46 Y también dice
el profeta: «Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su
misericordia». 47 Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de
ocultar mi injusticia. 48 Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia
injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».
49 El sexto grado
de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y
abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo
cuanto se le manda, 50 diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la
nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero
yo siempre estaré contigo».
51 El séptimo
grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último
y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52
humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la
vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53 «Me he
ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54 Y también:
«Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos
preceptos».
55 El octavo
grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del
monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores.
56 El noveno
grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la
taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57 ya que la
Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el
deslenguado no prospera en la tierra».
59 El décimo
grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque
está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».
60 El undécimo
grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad, humildad
y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz, 61 tal como está
escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras».
62 El duodécimo
grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo
manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63 es decir, que
durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto,
cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar,
esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64 Y, creyéndose
en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el
tremendo juicio de Dios, 65 diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo
que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra:
«Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo».
66 Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y
humillado».
67 Cuando el
monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado
de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68 gracias al
cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin
esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69 no ya por
temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por
la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70 Y el Señor se
complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero,
purificado ya de sus vicios y pecados.
VIII. EL OFICIO DIVINO POR LA NOCHE
1 Durante el
invierno, esto es, desde las calendas de noviembre hasta Pascua, se levantarán
a la octava hora de la noche conforme al cómputo correspondiente, 2 para que
reposen hasta algo más de la media noche y puedan levantarse ya descansados. 3 El tiempo que
resta después de acabadas las vigilias, lo emplearán los hermanos que así lo
necesiten en el estudio de los salmos y de las lecturas.
4 Pero desde
Pascua hasta las calendas de noviembre ha de regularse el horario de tal
manera, que el oficio de las vigilias, tras un cortísimo intervalo en el que
los monjes puedan salir por sus necesidades naturales, se comiencen
inmediatamente los laudes, que deberán celebrarse al rayar el alba.
IX. CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE DECIR POR LA NOCHE
1 En el
mencionado tiempo de invierno se comenzará diciendo en primer lugar y por tres
veces este verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza».
2 Al cual se añade el salmo 3 con el gloria. 3 Seguidamente,
el salmo 94 con su antífona, o al menos cantado. 4 Luego seguirá
el himno ambrosiano, y a continuación seis salmos con antífonas. 5 Acabados los
salmos y dicho el verso, el abad da la bendición. Y, sentándose todos en los
escaños, leerán los hermanos, por su turno, tres lecturas del libro que está en
el atril, entre las cuales se cantarán tres responsorios. 6 Dos de estos
responsorios se cantan sin gloria, y en el que sigue a la tercera lectura, el
que canta dice gloria. 7 Todos se levantarán inmediatamente cuando el cantor comienza
el gloria, en señal de honor y reverencia a la Santísima Trinidad. 8 En el oficio
de las vigilias se leerán los libros divinamente inspirados, tanto del Antiguo
como del Nuevo Testamento, así como los comentarios que sobre ellos han escrito
los Padres católicos más célebres y reconocidos como ortodoxos.
9 Después de
estas tres lecciones con sus responsorios seguirán otros seis salmos, que se
han de cantar con aleluya. 10 Y luego viene
una lectura del Apóstol, que se dirá de memoria; el verso, la invocación de la
letanía, o sea, el Kyrie eleison, 11 y así se
terminan las vigilias de la noche.
X. CÓMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO
1 Desde Pascua
hasta las calendas de noviembre se mantendrá el número de salmos indicado
anteriormente, 2 y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las
noches son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del
Antiguo Testamento, seguida de un responsorio breve. 3 Todo lo demás
se hará tal como hemos dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos
en las vigilias de la noche, sin contar el 3 y el 94.
XI. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS
1 Los domingos
levántense más temprano para las vigilias. 2 En estas
vigilias se mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis
salmos y el verso, tal como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y
por orden en los escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro
lecciones con sus responsorios. 3 Pero solamente
en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se
levantarán todos con reverencia.
4 Después de las
lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los
anteriores, y el verso. 5 A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con
sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6 Después se
dirán tres cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine,
salmodiándose con aleluya. 7 Dicho también
el verso, y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del
Nuevo Testamento de la manera ya establecida. 8 Acabado el
cuarto responsorio, el abad entona el himno Te Deum laudamus. 9 Y, al
terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios, estando
todos de pie con respeto y reverencia. 10 Cuando la
concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te
decet laus. Y, una vez dada la bendición, comienzan el oficio de laudes. 11 Esta distribución
de las vigilias del domingo debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o
de verano, 12 a no ser que, ¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en
ese caso se acortarán algo las lecturas o los responsorios. 13 Pero se pondrá
sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta
negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio.
XII. CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES
1 En los laudes
del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y todo
seguido. 2 Después, el salmo 50 con aleluya. 3 A
continuación, el 117 y el 62; 4 luego, el Benedicite
y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el
responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces
litánicas, y de esta manera se concluye.
XIII. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LOS LAUDES EN LOS DIAS FERIALES
1 Los días de
entre semana, en cambio, el oficio de laudes se celebra de la siguiente manera:
2 se dice sin antífona, como los domingos, el salmo 66, a
ritmo un poco lento con el fin de que lleguen todos para el salmo 50, que se
dirá con antífona. 3 Y después otros dos salmos, según costumbre; esto es, 4 el lunes, el 5
y el 35; 5 el martes, el 42 y el 56; 6 el miércoles,
el 63 y el 64; 7 el jueves, el 87 y el 89; 8 el viernes, el
75 y el 91; 9 el sábado, el 142 y el cántico del Deuteronomio, que se
partirá con dos glorias. 10 Y los demás días de la semana debe decirse un cántico de los
profetas, en cada día el suyo, como salmodia la Iglesia romana. 11 A continuación
se dicen los Laudate; luego, de memoria, una lectura del Apóstol, el
responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, la letanía,
y así termina el oficio. 12 Nunca deben terminarse las celebraciones de laudes y
vísperas sin que al final recite el superior íntegramente la oración que nos
enseñó el Señor, en voz alta, para que todos la puedan oír, a causa de las
espinas de las discordias que suelen surgir, 13 con el fin de
que, amonestados por el compromiso a que obliga esta oración cuando decimos:
«Perdónanos así como nosotros perdonamos», se purifiquen de ese vicio. 14 Pero en las
demás celebraciones solamente se dirá en alta voz la última parte de la
oración, para que todos respondan: «Mas líbranos del mal».
XIV. CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS EN LAS FIESTAS DE LOS SANTOS
1 En las fiestas
de los santos y en todas las solemnidades, el oficio debe celebrarse tal como
hemos dicho que se haga en el oficio dominical, 2 sólo que los
salmos, antífonas y lecturas serán los correspondientes al propio del día. Pero
se mantendrá la cantidad de salmos indicada anteriormente.
XV. EN QUÉ TIEMPOS SE DIRÁ ALELUYA
1 Desde la santa
Pascua hasta Pentecostés se dirá el aleluya sin interrupción tanto en los
salmos como en los responsorios. 2 Pero desde Pentecostés
hasta el principio de la cuaresma solamente se dirá todas las noches con los
seis últimos salmos del oficio nocturno. 3 Mas los
domingos, menos en cuaresma, han de decirse con aleluya los cánticos, laudes,
prima, tercia, sexta y nona; las vísperas, en cambio, con antífona. 4 Los
responsorios nunca se dirán con aleluya, a no ser desde Pascua hasta
Pentecostés.
XVI. CÓMO SE CELEBRARÁN LOS OFICIOS DIVINOS DURANTE EL DÍA
1 Como dice el
profeta: «Siete veces al día te alabo». 2 Cumpliremos
este sagrado número de siete si realizamos las obligaciones de nuestro servicio
a las horas de laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, porque
de estas horas diurnas dijo el salmista: «Siete veces al día te alabo». 3 Y,
refiriéndose a las vigilias nocturnas, dijo el mismo profeta: «A media noche me
levanto para darte gracias». 4 Por tanto,
tributemos las alabanzas a nuestro Creador en estas horas «por sus juicios
llenos de justicia», o sea, a laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y
completas, y levantémonos a la noche para alabarle.
XVII. CUÁNTOS SALMOS SE HAN DE CANTAR A DICHAS HORAS
1 Ya hemos
determinado cómo se ha de ordenar la salmodia para los nocturnos y laudes.
Vamos a ocuparnos ahora de las otras horas. 2 A la hora de
prima se dirán tres salmos separadamente, esto es, no con un solo gloria, 3 y el himno de
la misma hora después del verso «Dios mío, ven en mi auxilio». 4 Acabados los
tres salmos, se recita una lectura, el verso, Kyrie eleison y las
fórmulas conclusivas.
5 A tercia,
sexta y nona se celebrará el oficio de la misma manera,es decir, el verso, los himnos propios de cada tres salmos,
la lectura y el verso, Kyrie eleison y las fórmulas finales. 6 Si la
comunidad es numerosa, los salmos se cantarán con antífonas; pero, si es
reducida, seguidos.
7 Mas la synaxis
vespertina constará de cuatro salmos con antífona. 8 Después se
recita una lectura; luego, el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el
cántico evangélico, las preces litánicas y se concluye con la oración
dominical.
9 Las completas
comprenderán la recitación de tres salmos. Estos salmos directáneos han de
decirse seguidos, sin antífona. 10 Después del
himno correspondiente a esta hora, una lectura, el verso, Kyrie eleison y
se acaba con la bendición.
XVIII. ORDENACIÓN DE LA SALMODIA
1 En primer
lugar se ha de comenzar con el verso «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date
prisa en socorrerme», gloria y el himno de cada hora.
2 El domingo a
prima se recitarán cuatro secciones del salmo 118. 3 En las
restantes horas, es decir, en tercia, sexta y nona, otras tres secciones del
mismo salmo 118. 4 En prima del lunes se dirán otros tres salmos: el primero,
el segundo y el sexto. 5 Y así, cada día, hasta el domingo, se dicen en prima tres
salmos, por su orden, hasta el 19; de suerte que el 9 y el 17 se dividan en dos
glorias. 6 De este modo coincidirá que el domingo en las vigilias se
comienza siempre por el salmo 20.
7 En tercia,
sexta y nona del lunes se dirán las nueve secciones restantes del salmo 118;
tres en cada hora. 8 Terminado así el salmo 118 en dos días, o sea, entre el
domingo y el lunes, 9 a partir del martes, a tercia, sexta y nona se dicen tres
salmos en cada hora, desde el 119 hasta el 127, que son nueve salmos; 10 los cuales se
repiten siempre a las mismas horas hasta el domingo, manteniendo todos los días
una disposición uniforme de himnos, lecturas y versos. 11 De esta
manera, el domingo se comenzará siempre con el salmo 118.
12 Las vísperas
se celebrarán cada día cantando cuatro salmos. 13 Los cuales han
de comenzar por el 109 hasta el 147, 14 a excepción de
los que han de tomarse para otras horas, que son desde el 117 hasta el 127 y
desde el 133 hasta el 142. 15 Los restantes
se dirán en vísperas. 16 Y como así faltan tres salmos, se dividirán los más largos,
o sea, el 138, el 143 y el 144. 17 En cambio, el
116, por ser muy corto, se unirá al 115. 18 Distribuido
así el orden de la salmodia vespertina, todo lo demás, esto es, la lectura, el
responsorio, el himno, el verso y el cántico evangélico, se hará tal como antes
ha quedado dispuesto.
19 En completas
se repetirán todos los días los mismos salmos: el 4, el 90 y el 133.
20 Dispuesto el
orden de la salmodia para los oficios diurnos, todos los salmos restantes se
distribuirán proporcionalmente a lo largo de las siete vigilias nocturnas, 21 dividiéndose
los más largos de tal forma, que para cada noche se reserven doce salmos.
22 Pero
especialmente queremos dejar claro que, si a alguien no le agradare quizá esta
distribución del salterio, puede distribuirlo de otra manera, si así le
pareciere mejor, 23 con tal de que en cualquier caso observe la norma de recitar
íntegro el salterio de 150 salmos durante cada una de las semanas, de modo que
se empiece siempre en las vigilias del domingo por el mismo salmo. 24 Porque los
monjes que en el curso de una semana reciten menos de un salterio con los
cánticos acostumbrados, mostrarán muy poco fervor en el servicio a que están
dedicados 25 cuando podemos leer que nuestros Padres tenían el coraje de
hacer en un solo día lo que ojalá nosotros, por nuestra tibieza, realicemos en
toda una semana.
XIX. NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA
1 Creemos que
Dios está presente en todo lugar y que «los ojos del Señor están vigilando en
todas partes a buenos y malos»; 2 pero esto
debemos creerlo especialmente sin la menor vacilación cuando estamos en el
oficio divino. 3 Por tanto, tengamos siempre presente lo que dice el profeta:
«Servid al Señor con temor»; 4 y también:
«Cantadle salmos sabiamente», 5 y: «En
presencia de los ángeles te alabaré». 6 Meditemos,
pues, con qué actitud debemos estar en la presencia de la divinidad y de sus
ángeles, 7 y salmodiemos de tal manera, que nuestro pensamiento
concuerde con lo que dice nuestra boca.
XX. LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN
1 Si cuando
queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con
humildad y respeto, 2 con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica
al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro
abandono. 3 Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho,
sino por nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4 Por eso, la
oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial
efusión que nos inspire la gracia divina. 5 Mas la oración
en común abréviese en todo caso, y, cuando el superior haga la señal para
terminarla, levántense todos a un tiempo.
XXI. LOS DECANOS DEL MONASTERIO
1 Si la
comunidad es numerosa, se elegirán de entre sus miembros hermanos de buena
reputación y vida santa, y sean constituidos como decanos, 2 para que con
su solicitud velen sobre sus decanías en todo, de acuerdo con los preceptos de
Dios y las disposiciones del abad. 3 Sean elegidos
decanos aquellos con quienes el abad pueda compartir con toda garantía el peso
de su responsabilidad. 4 Y no se les elegirá por orden de antigüedad, sino según el
mérito de su vida y la discreción de su doctrina.
5 Si alguno de
estos decanos, hinchado quizá por su soberbia, tuviera que ser reprendido y
después de la primera, segunda y tercera corrección no quiere enmendarse, será
destituido, 6 y ocupará su lugar otro que sea digno. 7 Lo mismo
establecemos con relación al prepósito.
XXII. CÓMO HAN DE DORMIR LOS MONJES
1 Cada monje
tendrá su propio lecho para dormir. 2 Según el
criterio de su abad, recibirán todo lo necesario para la cama en consonancia
con su género de vida.
3 En la medida
de lo posible, dormirán todos juntos en un mismo lugar; pero si por ser muchos
resulta imposible, dormirán en grupos de diez o de veinte, con ancianos que
velen solícitos sobre ellos. 4 Hasta el
amanecer deberá arder continuamente una lámpara en la estancia.
5 Duerman
vestidos y ceñidos con cintos o cuerdas, de manera que mientras descansan no
tengan consigo los cuchillos, para que no se hieran entre sueños. 6 Y también con
el fin de que los monjes estén siempre listos para levantarse; así, cuando se
dé la señal, se pondrán en pie sin tardanza y de prisa para acudir a la obra de
Dios, adelantándose unos a otros, pero con mucha gravedad y modestia. 7 Los hermanos
más jóvenes no tengan contiguas sus camas, sino entreveradas con las de los
mayores. 8 Al levantarse para la obra de Dios, se avisarán
discretamente unos a otros, para que los somnolientos no puedan excusarse.
XXIII. LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS
1 Si algún
hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en
algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello
una actitud despectiva, 2 siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus
ancianos por primera y segunda vez. 3 Y, si no se
corrigiere, se le reprenderá públicamente. 4 Pero, si ni
aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de
comprender el alcance de esta pena. 5 Pero, si es un
obstinado, se le aplicarán castigos corporales.
XXIV. CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN
1 Según sea la
gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse
la excomunión o el castigo. 2 Pero quien
tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su
criterio.
3 Cuando un
hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la
mesa común. 4 Y el que así se vea privado de la comunidad durante la
comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo
ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5 Comerá
totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6 De manera que,
si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona,
y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7 hasta que
consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.
XXV. LAS CULPAS GRAVES
1 El hermano que
haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y también del
oratorio. 2 Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía o
entablar conversación. 3 Que esté completamente solo mientras realiza los trabajos
que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y meditando en
aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: 4 «Este hombre
ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el
día del Señor». 5 Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que
el abad juzgue convenientes. 6 Nadie que se
encuentre con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le
da.
XXVI. LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN
1 Si algún
hermano, sin orden del abad, se permite relacionarse de cualquier manera con
otro hermano excomulgado, hablando con él o enviándole algún recado, 2 incurrirá en
la misma pena de excomunión.
XXVII. LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS
1 El abad se
preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan
médico los sanos, sino los enfermos». 2 Por tanto,
como un médico perspicaz, recurrirá a todos los medios; como quien aplica
cataplasmas, esto es, enviándole monjes ancianos y prudentes, 3 quienes como a
escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a una humilde
satisfacción, animándole «para que la excesiva tristeza no le haga naufragar», 4 sino que, como
dice también el Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él.
5 Efectivamente,
el abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y
destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6 No se olvide
de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar
tiránicamente a las almas sanas. 7 Y tema aquella
amenaza del profeta en la que dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os
parecía pingüe y lo flaco lo desechabais». 8 Imite también
el ejemplo de ternura que da el buen pastor, quien, dejando en los montes las
noventa y nueve ovejas, se va en busca de una sola que se había extraviado; 9 cuyo
abatimiento le dio tanta lástima, que llegó a colocarla sobre sus sagrados
hombros y llevarla así consigo otra vez al rebaño.
XXVIII. DE LOS QUE CORREGIDOS MUCHAS VECES NO QUIEREN ENMENDARSE
1 Si un hermano
ha sido corregido frecuentemente por cualquier culpa, e incluso excomulgado, y
no se enmienda, se le aplicará un castigo más duro, es decir, se le someterá al
castigo de los azotes. 2 Y si ni aún así se corrigiere, o si quizá, lo que Dios no
permita, hinchado de soberbia, pretendiere llegar a justificar su conducta, en
ese caso el abad tendrá que obrar como todo médico sabio. 3 Si después de
haber recurrido a las cataplasmas y ungüentos de las exhortaciones, a los
medicamentos de las Escrituras divinas y, por último, al cauterio de la
excomunión y a los golpes de los azotes, 4 aun así ve que
no consigue nada con sus desvelos, recurra también a lo que es más eficaz: su
oración personal por él junto con la de todos los hermanos, 5 para que el
Señor, que todo lo puede, le dé la salud al hermano enfermo. 6 Pero, si ni
entonces sanase, tome ya el abad el cuchillo de la amputación, como dice el
Apóstol: «Echad de vuestro grupo al malvado». 7 Y en otro
lugar: «Si el infiel quiere separarse, que se separe», 8 no sea que una
oveja enferma contamine a todo el rebaño.
XXIX. SI DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO
1 Si un hermano
que por su culpa ha salido del monasterio quiere volver otra vez, antes debe
prometer la total enmienda de aquello que motivó su salida, 2 y con esta
condición será recibido en el último lugar, para probar así su humildad. 3 Y, si de nuevo
volviere a salir, se le recibirá hasta tres veces; pero sepa que en lo sucesivo
se le denegará toda posibilidad de retorno al monasterio.
XXX. CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS
1 Cada edad y
cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 2 Por tanto,
siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no llegan a comprender lo
que es la excomunión, cometieren una falta, 3 serán
escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se
corrijan.
XXXI. CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO
1 Para mayordomo
del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro
de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni
torpe, ni derrochador, 2 sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la
comunidad. 3 Estará al cuidado de todo. 4 No hará nada
sin orden del abad. 5 Cumpla lo que le mandan. 6 No contriste a
los hermanos. 7 Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le
aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las
razones de su denegación. 8 Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas
palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición
distinguida». 9 Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de
los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día
del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10 Considere
todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del
altar. 11 Nada estime en poco. 12 No se dé a la
avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en
todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad.
13 Sea, ante
todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena
palabra por respuesta, 14 porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el
mejor regalo». 15 Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le
confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16 Puntualmente y
sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que
no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el
castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños».
17 Si la
comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así
pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18 Dése lo que se
deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19 para que nadie
se perturbe ni disguste en la casa de Dios.
XXXII. LAS HERRAMIENTAS Y DEMÁS OBJETOS DEL MONASTERIO
1 El abad
elegirá a hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de
los bienes del monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2 y se los
asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3 Tenga el abad
un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se
sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que
recibe.
4 Y, si alguien
trata las cosas del monasterio suciamente o con descuido, sea reprendido. 5 Pero, si no se
corrige, se le someterá a sanción de regla.
XXXIII. SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD
1 Hay un vicio
que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que
nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer
nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete;
nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer
libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo
cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden
lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean comunes
todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que
algo es suyo.
7 Y, si se
advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado
por primera y segunda vez; 8 pero, si no se
enmienda, quedará sometido a corrección.
XXXIV. SI TODOS HAN DE RECIBIR IGUALMENTE LO NECESARIO
1 Está escrito:
«Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 2 Pero con esto
no queremos decir que haya discriminación de personas, ¡no lo permita Dios!,
sino consideración de las flaquezas. 3 Por eso, aquel
que necesite menos, dé gracias a Dios y no se entristezca; 4 pero el que
necesite más, humíllese por sus flaquezas y no se enorgullezca por las
atenciones que le prodigan. 5 Así todos los
miembros de la comunidad vivirán en paz. 6 Por encima de
todo es menester que no surja la desgracia de la murmuración en cualquiera de
sus formas, ni de palabra, ni con gestos, por motivo alguno. 7 Y, si alguien
incurre en este vicio, será sometido a un castigo muy severo.
XXXV. LOS SEMANEROS DE COCINA
1 Los hermanos
han de servirse mutuamente, y nadie quedará dispensado del servicio de la
cocina, a no ser por causa de enfermedad o por otra ocupación de mayor interés,
2 porque con ello se consigue una mayor recompensa y caridad. 3 Mas a los
débiles se les facilitará ayuda personal, para que no lo hagan con tristeza; 4 y todos
tendrán esta ayuda según las proporciones de la comunidad y las circunstancias
del monasterio. 5 Si la comunidad es numerosa, el mayordomo quedará dispensado
del servicio de cocina, y también, como hemos dicho, los que estén ocupados en
servicios de mayor interés; 6 todos los
demás sírvanse mutuamente en la caridad.
7 El que va a
terminar su turno de semana hará la limpieza el sábado. 8 Se lavarán los
paños con los que se secan los hermanos las manos y los pies. 9 Lavarán
también los pies de todos, no sólo el que termina su turno, sino también el que
lo comienza. 10 Devolverá al mayordomo, limpios y en buen estado, los
enseres que ha usado. 11 El mayordomo, a su vez, los entregará al que entra en el
turno, para que sepa lo que entrega y lo que recibe.
12 Cuando no haya
más que una única comida, los semaneros tomarán antes, además de su ración
normal, algo de pan y vino, 13 para que
durante la comida sirvan a sus hermanos sin murmurar ni extenuarse demasiado. 14 Pero en los
días que no se ayuna esperen hasta el final de la comida.
15 Los semaneros
que terminan y comienzan la semana, el domingo, en el oratorio, inmediatamente
después del oficio de laudes, se inclinarán ante todos pidiendo que oren por
ellos. 16 Y el que termina la semana diga este verso: «Bendito seas,
Señor Dios, porque me has ayudado y consolado». 17 Lo dirá por
tres veces y después recibirá la bendición. Después seguirá el que comienza la
semana con este verso: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en
socorrerme». 18 Lo repiten también todos tres veces, y, después de recibir
la bendición, comienza su servicio.
XXXVI. LOS HERMANOS ENFERMOS
1 Ante todo y
por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que
se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él
mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3 y: «Lo que
hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen
también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no
sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les
asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia,
porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de
tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna.
7 Se destinará
un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios,
diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad
de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les
permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para
que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de
comer carne, como es costumbre.
10 Ponga el abad
sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y
enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por
sus discípulos.
XXXVII. LOS ANCIANOS Y LOS NIÑOS
1 A pesar de que
la misma naturaleza humana se inclina de por sí a la indulgencia con estas dos
edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la
autoridad de la regla. 2 Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún
modo se atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se
tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas
reglamentarias.
XXXVIII. EL LECTOR DE SEMANA
1 En la mesa de
los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que
espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante
toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará
su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la
comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en
el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector:
«Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así,
recibida la bendición, comenzará su servicio.
5 Reinará allí
un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no
sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que
necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se
necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de
palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre
la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si
el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación
para los hermanos.
10 El hermano
lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer
por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso
permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores.
12 Nunca lean ni
canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a
los oyentes.
XXXIX. LA RACIÓN DE COMIDA
1 Creemos que es
suficiente en todas las mesas para la comida de cada día, tanto si es a la hora
de sexta como a la de nona, con dos manjares cocidos, en atención a la salud de
cada uno, 2 para que, si alguien no puede tomar uno, coma del otro. 3 Por tanto,
todos los hermanos tendrán suficiente con dos manjares cocidos, y, si hubiese
allí fruta o legumbres tiernas, añádase un tercero. 4 Bastará para
toda la jornada con una libra larga de pan, haya una sola refección, o también
comida y cena, 5 Porque, si han de cenar, guardará el mayordomo la tercera
parte de esa libra para ponerla en la cena.
6 Cuando el
trabajo sea más duro, el abad, si lo juzga conveniente, podrá añadir algo más, 7 con tal de
que, ante todo, se excluya cualquier exceso y nunca se indigeste algún monje, 8 porque nada
hay tan opuesto a todo cristiano como la glotonería, 9 como dice
nuestro Señor: «Andad con cuidado para que no se embote el espíritu con los
excesos».
10 A los niños
pequeños no se les ha de dar la misma cantidad, sino menos que a los mayores,
guardando en todo la sobriedad.
11 Por lo demás,
todos han de abstenerse absolutamente de la carne de cuadrúpedos, menos los
enfermos muy débiles.
XL. LA RACIÓN DE BEBIDA
1 «Cada uno
tiene el don particular que Dios le ha dado; unos uno, y otros otro». 2 Por eso, con
cierta escrupulosidad determinamos la cantidad de alimento que los demás han de
tomar. 3 Sin embargo, por consideración a la flaqueza de los débiles,
pensamos que es suficiente una hemina de vino al día por persona. 4 Pero aquellos
a quienes Dios les da fuerzas para abstenerse, piensen que tendrán una
recompensa especial.
5 Mas si, por
las circunstancias del lugar en que viven, o por el trabajo, o por el calor del
verano, se necesita algo más, lo dejamos a la discreción del superior, con tal
de que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez. 6 Y, aunque
leamos que el vino es totalmente impropio de monjes, porque creemos que hoy día
no es posible convencerles, convengamos, al menos, en no beber hasta la
saciedad, sino sobriamente, 7 porque «el
vino hace claudicar hasta a los más sensatos».
8 Pero si por
las condiciones locales no se puede adquirir ni la cantidad indicada, sino
mucho menos, o incluso absolutamente nada, bendigan a Dios porque habitan en
ese lugar y no murmuren. 9 Esto recomendamos ante todo: que eviten siempre la
murmuración.
XLI. A QUÉ HORAS DEBEN COMER LOS MONJES
1 Desde la santa
Pascua hasta Pentecostés, los hermanos comerán a sexta y cenarán al atardecer.
2 A partir de
Pentecostés, durante el verano, ayunarán hasta nona los miércoles y viernes, si
es que los monjes no tienen que trabajar en el campo o no resulta penoso por el
excesivo calor. 3 Los demás días comerán a sexta. 4 Continuarán
comiendo a la hora sexta, si tienen trabajo en los campos o si es excesivo el
calor del verano, según lo disponga el abad, 5 quien ha de
regular y disponer todas las cosas de tal modo, que las almas se salven y los
hermanos hagan lo dispuesto sin justificada murmuración.
6 Desde los idus
de septiembre hasta el comienzo de la cuaresma, la comida será siempre a la
hora nona.
7 Pero durante
la cuaresma, hasta Pascua, será a la hora de vísperas. 8 Mas el oficio
de vísperas ha de celebrarse de tal manera, que no haya necesidad de encender
las lámparas para comer, sino que todo se acabe por completo con la luz del
día. 9 Y dispóngase siempre así: tanto la hora de la cena como la
de la comida se ha de calcular de modo que todo se haga con luz natural.
XLII. EL SILENCIO DESPUÉS DE COMPLETAS
1 En todo tiempo
han de cultivar los monjes el silencio, pero muy especialmente a las horas de
la noche. 2 En todo tiempo, sea o no de ayuno 3 -si se ha
cenado, en cuanto se levanten de la mesa-, se reunirán todos sentados en un
lugar en el que alguien lea las Colaciones, o las Vidas de los Padres,
o cualquier otra cosa que edifique a los oyentes; 4 pero no el
Heptateuco o los libros de los Reyes, porque a los espíritusdébiles no les hará bien escuchar a esas horas estas
Escrituras; léanse en otro momento.
5 Si es un día
de ayuno, acabadas las vísperas, acudan todos, después de un breve intervalo, a
la lectura de las Colaciones, como hemos dicho; 6 se leerán
cuatro o cinco hojas, o lo que el tiempo permita, 7 para que
durante esta lectura se reúnan todos, si es que alguien estaba antes ocupado en
alguna tarea encomendada. 8 Cuando ya estén todos reunidos, celebren el oficio de
completas, y ya nadie tendrá autorización para hablar nada con nadie. 9 Y si alguien
es sorprendido quebrantando esta regla del silencio, será sometido a severo
castigo, 10 a no ser que lo exija la obligación de atender a los
huéspedes que se presenten o que el abad se lo mande a alguno por otra razón; 11 en este caso
lo hará con toda gravedad y con la más delicada discreción.
XLIII. LOS QUE LLEGAN TARDE A LA OBRA DE DIOS O A LA MESA
1 A la hora del
oficio divino, tan pronto como se haya oído la señal, dejando todo cuanto
tengan entre manos, acudan con toda prisa, 2 pero con gravedad,
para no dar pie a la disipación. 3 Nada se
anteponga, por tanto, a la obra de Dios.
4 El que llegue
a las vigilias nocturnas después del gloria del salmo 94, que por esa razón
queremos que se recite con gran lentitud y demorándolo, no ocupe el lugar que
le corresponde en el coro, 5 sino el último
de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes,
con el fin de que esté a su vista y ante todos los demás, 6 hasta que, al
terminar la obra de Dios, haga penitencia con una satisfacción pública. 7 Y nos ha
parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que, vistos por
todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir. 8 Porque, si se
quedan fuera del oratorio, tal vez habrá quien vuelva a acostarse y dormir, o
quien, sentándose fuera, pase el tiempo charlando, y dé así ocasión de ser
tentado por el maligno. 9 Es mejor que entren en el oratorio, para que no pierdan todo
y en adelante se corrijan.
10 El que en los
oficios diurnos llegue tarde a la obra de Dios, esto es, después del verso y
del gloria del primer salmo que se dice después del verso, ha de colocarse en
el último lugar, según la regla establecida, 11 y no tenga el
atrevimiento de asociarse al coro de los que salmodian mientras no haya dado
satisfacción, a no ser que el abad se lo autorice con su perdón, 12 pero con tal
de que satisfaga como culpable esta falta.
13 Y el que no
llegue a la mesa antes del verso, de manera que lo puedan decir todos a la vez,
rezar las preces y sentarse todos juntos a la mesa, 14 si su tardanza
es debida a negligencia o a una mala costumbre, sea corregido por esta falta
hasta dos veces. 15 Si en adelante no se enmendare, no se le permitirá
participar de la mesa común, 16 sino que,
separado de la compañía de todos, comerá a solas, privándosele de su ración de
vino hasta que haga satisfacción y se enmiende. 17 Se le impondrá
el mismo castigo al que no se halle presente al recitar el verso que se dice
después de comer.
18 Y nadie se
atreva a tomar nada para comer o beber antes o después de las horas señaladas.
Mas si el superior ofreciere alguna cosa a alguien y no quiere aceptarla,
cuando luego él desee lo que antes rehusó o cualquier otra cosa, no recibirá
absolutamente nada hasta que no haya dado la conveniente satisfacción.
XLIV. CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS
1 El que haya
sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora
en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la
puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los
pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo
seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente.
4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará
a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si
el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo
abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura
o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los
oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el mismo lugar
donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad
que cese ya en su satisfacción.
9 Los que por
faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el
oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo
seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».
XLV. LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO
1 Si alguien se
equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, si
allí mismo y en presencia de todos no se humilla con una satisfacción, será
sometido a un mayor castigo 2 por no haber
querido reparar con la humildad la falta que había cometido por negligencia. 3 Los niños, por
este género de faltas, serán azotados.
XLVI. LOS QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS
1 Si alguien,
mientras está trabajando en cualquier ocupación en la cocina, en la despensa,
en el servicio, en la panadería, en la huerta, en un oficio personal o donde
sea, comete alguna falta, 2 o rompe o pierde algo, o cae en alguna otra falta, 3 y no se
presenta en seguida ante el abad y la comunidad para hacer él mismo
espontáneamente una satisfacción y confesar su falta, 4 si la cosa se
sabe por otro, será sometido a una penitencia más severa.
5 Pero, si se
trata de un pecado oculto del alma, lo manifestará solamente al abad o a los
ancianos espirituales 6 que son capaces de curar sus propias heridas y las ajenas,
pero no descubrirlas y publicarlas.
XLVII. LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS
1 Es
responsabilidad del abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios,
tanto de día como de noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo
a un hermano tan diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y
antífonas se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido
designados y según su orden de precedencia. 3 No se meterá a
cantar o leer sino el que sea capaz de cumplir este oficio con edificación de
los oyentes. 4 Y se hará con humildad, gravedad y reverencia y por aquel a
quien se lo encargue el abad.
XLVIII. EL TRABAJO MANUAL DE CADA DIA
1 La ociosidad
es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el
trabajo manual, y a otras, en la lectura divina.
2 En
consecuencia, pensamos que estas dos ocupaciones pueden ordenarse de la
siguiente manera: 3 desde Pascua hasta las calendas de octubre, al salir del
oficio de prima trabajarán por la mañana en lo que sea necesario hasta la hora
cuarta. 4 Desde la hora cuarta hasta el oficio de sexta se dedicarán a
la lectura. 5 Después de sexta, al levantarse de la mesa, descansarán en
sus lechos con un silencio absoluto, o, si alguien desea leer particularmente,
hágalo para sí solo, de manera que no moleste. 6 Nona se
celebrará más temprano, mediada la hora octava, para que vuelvan a trabajar
hasta vísperas en lo que sea menester. 7 Si las
circunstancias del lugar o la pobreza exigen que ellos mismos tengan que
trabajar en la recolección, que no se disgusten, 8 porque
precisamente así son verdaderos monjes cuando viven del trabajo de sus propias
manos, como nuestros Padres y los apóstoles. 9 Pero, pensando
en los más débiles, hágase todo con moderación.
10 Desde las
calendas de octubre hasta la cuaresma se dedicarán a la lectura hasta el final
de la segunda hora. 11 Entonces se celebrará el oficio de tercia y se ocuparán
todos en el trabajo que se les asigne hasta la hora de nona. 12 Al primer
toque para el oficio de nona dejarán sus quehaceres para estar a punto cuando
suene la segunda señal. 13 Después de comer se ocuparán en sus lecturas o en los
salmos.
14 Durante la
cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora
tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la
hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la
Biblia, que leerán por su orden y enteramente; 16 estos códices
se entregarán al principio de la cuaresma.
17 Y es muy
necesario designar a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las
horas en que los hermanos están en la lectura. 18 Su misión es
observar si algún hermano, llevado de la acedía, en vez de entregarse a la
lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo cual no sólo se perjudica a
sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a alguien
se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido una y
dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es
de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano
trate de nada con otro a horas indebidas.
22 Los domingos
se ocuparán todos en la lectura, menos los que estén designados para algún
servicio.
23 Pero a quien
sea tan negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio
o a la lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado.
24 A los hermanos
enfermos o delicados se les encomendará una clase de trabajo mediante el cual
ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir. 25 El abad tendrá
en cuenta su debilidad.
XLIX. LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
1 Aunque de suyo
la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante,
ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días
de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos
días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual
cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la
oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la
abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la
tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la
comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a
Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya
impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la
bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con
el gozo de un anhelo espiritual.
8 Pero esto que
cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su
oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre
espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa;
10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.
L. LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE
1 Los hermanos
que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a las horas debidas, 2 si el abad
comprueba que es así en realidad, 3 celebren el
oficio divino en el mismo lugar donde trabajan, arrodillándose con todo respeto
delante de Dios.
4 Igualmente,
los que son enviados de viaje, no omitan el rezo de las horas prescritas, sino
que las celebrarán como les sea posible, y no sean negligentes en cumplir esta
tarea de su prestación.
LI. LOS HERMANOS QUE NO SALEN MUY LEJOS
1 El hermano que
sale enviado para un encargo cualquiera y espera regresar el mismo día al
monasterio, que no se atreva a comer fuera, aunque le inviten con toda
insistencia, 2 a no ser que su abad se lo haya ordenado. 3 Y, si hiciere
lo contrario, sea excomulgado.
LII. EL ORATORIO DEL MONASTERIO
1 El oratorio
será siempre lo que su mismo nombre significa y en él no se hará ni guardará
ninguna otra cosa. 2 Una vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con gran
silencio, guardando a Dios la debida reverencia, 3 para que, si
algún hermano desea, quizá, orar privadamente, no se lo impida la importunidad
de otro. 4 Y, si en otro momento quiere orar secretamente, entre él
solo y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del corazón. 5 Por
consiguiente, al que no va a proceder de esta manera, no se le permita quedarse
en el oratorio cuando termina la obra de Dios, como hemos dicho, para que no
estorbe a los demás.
LIII. LA ACOGIDA DE LOS HUÉSPEDES
1 A todos los
huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como a Cristo,
porque él lo dirá un día: «Era peregrino, y me hospedasteis». 2 A todos se les
tributará el mismo honor, «sobre todo a los hermanos en la fe» y a los
extranjeros 3 Una vez que ha sido anunciada la llegada de un huésped, irán
a su encuentro el superior y los hermanos con todas las delicadezas de la
caridad. 4 Lo primero que harán es orar juntos, y así darse mutuamente
el abrazo de la paz. 5 Este ósculo de paz no debe darse sino después de haber
orado, para evitar los engaños diabólicos.
6 Hasta en la
manera de saludarles deben mostrar la mayor humildad a los huéspedes que acogen
y a los que despidan; 7 con la cabeza inclinada, postrado el cuerpo en tierra,
adorarán en ellos a Cristo, a quien reciben. 8 Una vez
acogidos los huéspedes, se les llevará a orar, y después el superior o aquel a
quien mandare se sentará con ellos. 9 Para su
edificación leerán ante el huésped la ley divina, y luego se le obsequiará con
todos los signos de la más humana hospitalidad. 10 El superior
romperá el ayuno para agasajar al huésped, a no ser que coincida con un día de
ayuno mayor que no puede violarse; 11 pero los
hermanos proseguirán guardando los ayunos de costumbre. 12 El abad dará
aguamanos a los huéspedes, 13 y tanto él
como la comunidad entera lavarán los pies a todos los huéspedes, 14 Al terminar de
lavárselos, dirán este verso: «Hemos recibido, ¡oh Dios!, tu misericordia en
medio de tu templo».
15 Pero, sobre
todo, se les dará una acogida especial a los pobres y extranjeros, colmándoles
de atenciones, porque en ellos se recibe a Cristo de una manera particular;
pues el respeto que imponen los ricos, ya de suyo obliga a honrarles.
16 Haya una
cocina distinta para el abad y los huéspedes, con el fin de que, cuando lleguen
los huéspedes, que nunca faltan en el monasterio y pueden presentarse a
cualquier hora, no perturben a los hermanos. 17 Cada año se
encargarán de esa cocina dos hermanos que cumplan bien ese oficio. 18 Y, cuando lo
necesiten, se les proporcionará ayudantes, para que presten sus servicios sin
murmurar; pero, cuando estén allí menos ocupados, saldrán a trabajar en lo que
se les indique. 19 Y esta norma se ha de seguir en estos y en todos los demás
servicios del monasterio: 20 cuando necesiten que se les ayude, se les dará ayudantes;
pero, cuando estén libres, obedecerán en lo que se les mande.
21 La hospedería
se le confiará a un hermano cuya alma esté poseída por el temor de Dios. 22 En ella debe
haber suficientes camas preparadas. Y esté siempre administrada la casa de Dios
prudentemente por personas prudentes.
23 Quien no esté
autorizado para ello no tendrá relación alguna con los huéspedes, ni hablará
con ellos. 24 Pero, si se encuentra con ellos o les ve, salúdeles con
humildad, como hemos dicho; pídales la bendición y siga su camino, diciéndoles
que no le está permitido hablar con los huéspedes.
LIV. SI EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA
1 Al monje no le
está permitido de ninguna manera recibir, ni de sus padres, ni de cualquier
otra persona, ni de entre los monjes mismos, cartas, eulogias, ni otro obsequio
cualquiera, sin autorización del abad. 2 Y ni aunque
sean sus padres quienes le envían alguna cosa, se atreverá a recibirla sin
haberlo puesto antes en conocimiento del abad. Pero, aun cuando disponga que se
acepte, podrá el abad entregarla a quien desee. 3 No se
contriste por ello el hermano a quien había sido dirigida, para no dejar
resquicio el diablo. 4 Y el que se atreviere a proceder de otro modo, sea sometido
a sanción de regla.
LV. LA ROPA Y EL CALZADO DE LOS HERMANOS
1 Ha de darse a
los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en
que viven, 2 pues en las regiones frías se necesita más que en las
templadas. 3 Y es el abad quien ha de tenerlo presente.
4 Nosotros
creemos que en los lugares templados les basta a los monjes con una cogulla y
una túnica para cada uno – 5 la cogulla
lanosa en invierno, y delgada o gastada en verano -, un escapulario para el
trabajo, escarpines y zapatos para calzarse.
6 No hagan
problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda, porque se
adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda
comprarse más barato. 8 Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida, que no
sean cortas sus vestimentas, sino ajustadas a quienes las usan.
9 Cuando reciban
ropa nueva devolverán siempre la vieja, para guardarla en la ropería y
destinarla luego a los pobres. 10 Cada monje
puede arreglarse, efectivamente, con dos túnicas y dos cogullas, para que pueda
cambiarse por la noche y para poder lavarlas. 11 Más de lo
indicado sería superfluo y ha de suprimirse. 12 Hágase lo
mismo con los escarpines y con todo lo usado cuando reciban algo nuevo.
13 Los que van a
salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez
lavados, cuando regresen. 14 Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que
se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al
regreso. 15 Para las camas baste con una estera, una cubierta, una manta
y una almohada.
16 Pero los
lechos deben ser inspeccionados con frecuencia por el abad, no sea que se
esconda en ellos alguna cosa como propia. 17 Y, si se
encuentra a alguien algo que no haya recibido del abad, será sometido a
gravísimo castigo. 18 Por eso, para extirpar de raíz este vicio de la propiedad,
dará a cada monje lo que necesite; 19 o sea,
cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja,
pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad.
20 Sin embargo,
tenga siempre muy presente el abad aquella frase de los Hechos de los
Apóstoles: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 21 Por tanto,
considere también el abad la complexión más débil de los necesitados, pero no
la mala voluntad de los envidiosos. 22 Y en todas sus
disposiciones piense en la retribución de Dios.
LVI. LA MESA DEL ABAD
1 Los huéspedes
y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando
los huéspedes sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a
los hermanos que desee. 3 Mas deje siempre con los hermanos uno o dos ancianos que
mantengan la observancia.
LVII. LOS ARTESANOS DEL MONASTERIO
1 Si hay
artesanos en el monasterio, que trabajen en su oficio con toda humildad, si el
abad se lo permite. 2 Pero el que se envanezca de su habilidad por creer que
aporta alguna utilidad al monasterio, 3 sea privado
del ejercicio de su trabajo y no vuelva a realizarlo, a no ser que, después de
haberse humillado, se lo ordene el abad.
4 Si hay que
vender las obras de estos artesanos, procuren no cometer fraude aquellos que
hayan de hacer la venta. 5 Recuerden siempre a Ananías y Safira, no vaya a suceder que
la muerte que aquellos padecieron en sus cuerpos, 6 la sufran en
sus almas ellos y todos los que cometieren algún fraude con los bienes del
monasterio.
7 Al fijar los
precios no se infiltre el vicio de la avaricia, 8 antes véndase
siempre un poco más barato que lo que puedan hacerlo los seglares, 9 «para que en
todo sea Dios glorificado».
LVIII. LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS
1 Cuando alguien
llega por primera vez para abrazar la vida monástica, no debe ser admitido
fácilmente. 2 Porque dice el apóstol: «Someted a prueba los espíritus,
para ver si vienen de Dios».
3 Por eso,
cuando el que ha llegado persevera llamando y después de cuatro o cinco días
parece que soporta con paciencia las injurias que se le hacen y las
dificultades que se le ponen para entrar y sigue insistiendo en su petición, 4 debe
concedérsele el ingreso, y pasará unos pocos días en la hospedería.
5 Luego se le
llevará al lugar de los novicios, donde han de estudiar, comer y dormir. 6 Se les
asignará un anciano apto pata ganar las almas, que velará por ellos con la
máxima atención.
7 Se observará
cuidadosamente si de veras busca a Dios, si pone todo su celo en la obra de
Dios, en la obediencia y en las humillaciones. 8 Díganle de
antemano todas las cosas duras y ásperas a través de las cuales se llega a
Dios. 9 Si promete perseverar, al cabo de dos meses, se le debe leer
esta regla íntegramente 10 y decirle: «Esta es la ley bajo la cual pretendes servir; si
eres capaz de observarla, entra; pero, si no, márchate libremente». 11 Si todavía se
mantiene firme, llévenle al noviciado y sigan probando hasta dónde llega su
paciencia.
12 Al cabo de
seis meses léanle otra vez la regla, para que se entere bien a qué entra en el
monasterio. 13 Si aún se mantiene firme, pasados otros cuatro meses,
vuélvase a leerle de nuevo la regla. 14 Y si, después
de haberlo deliberado consigo mismo, promete cumplirlo todo y observar cuanto
se le mande, sea entonces admitido en el seno de la comunidad; 15 pero sepa que,
conforme lo establece la regla, a partir de ese día ya no le es lícito salir
del monasterio, 16 ni liberarse del yugo de una regla que, después de tan
prolongada deliberación, pudo rehusar o aceptar.
17 El que va a
ser admitido, prometa delante de todos en el oratorio perseverancia, conversión
de costumbres y obediencia 18 ante Dios y
sus santos, para que, si alguna vez cambiara de conducta, sepa que ha de ser
juzgado por Aquel de quien se burla. 19 De esta
promesa redactará un documento en nombre de los santos cuyas reliquias se
encuentran allí y del abad que está presente. 20 Este documento
lo escribirá de su mano, y, si no sabe escribir, pedirá a otro que lo haga por
él, trazando el novicio una señal, y la depositará con sus propias manos sobre
el altar. 21 Una vez depositado, el mismo novicio entonará a continuación
este verso: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no permitas que vea
frustrada mi esperanza». 22 Este verso lo repetirá tres veces toda la comunidad,
añadiendo Gloria Patri. 23 Póstrese
entonces el hermano a los pies de cada uno para que oren por él; y ya desde ese
día debe ser considerado como miembro de la comunidad.
24 Si posee
bienes, antes ha debido distribuirlos a los pobres o, haciendo una donación en
la debida forma, cederlos al monasterio, sin reservarse nada para sí mismo. 25 Porque sabe
muy bien que, a partir de ese momento, no ha de tener potestad alguna ni
siquiera sobre su propio cuerpo.
26 Inmediatamente
después le despojarán en el oratorio de las propias prendas que vestía y le
pondrán las del monasterio. 27 La ropa que le
quitaron se guardará en la ropería, 28 para que, si
algún día por sugestión del demonio consintiere en salir del monasterio, Dios
no lo permita, entonces, despojado de las ropas del monasterio, sea despedido. 29 Pero no le
entreguen el documento que el abad tomó de encima del altar, porque debe
conservarse en el monasterio.
LIX. LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES
1 Cuando algún
noble ofrezca su hijo a Dios en el monasterio, si el niño es aún pequeño, hagan
sus padres el documento del que hablamos anteriormente, 2 y, junto con
la ofrenda eucarística, envolverán con el mantel del altar ese documento y la
mano del niño; de este modo le ofrecerán.
3 En cuanto a
sus bienes, prometan bajo juramento en el documento escrito que ni por sí
mismos, ni por un procurador, ni de ninguna otra manera han de darle jamás
algo, ni facilitarle la ocasión de poseer un día cosa alguna. 4 O, si no desean
proceder así y quieren ofrecer algo al monasterio como limosna en compensación,
5 hagan donación de los bienes que quieren ceder al monasterio,
reservándose, si lo desean, el usufructo. 6 Porque de esta
manera se le cierran todos los caminos, y al niño no le queda ya esperanza
alguna de poseer algo que pueda seducirle y perderle, Dios no lo quiera; porque
así lo enseña la experiencia.
7 Los que sean
de condición más pobre procederán de la misma manera. 8 Pero los que
no poseen nada absolutamente escribirán simplemente el documento y ofrezcan su
hijo a Dios con la ofrenda eucarística en presencia de testigos.
LX. LOS SACERDOTES QUE DESEAN INGRESAR EN EL MONASTERIO
1 Si alguien del
orden sacerdotal pidiera ser admitido en el monasterio, no se condescienda en
seguida a su deseo. 2 Pero, si persiste, a pesar de todo, en su petición, sepa que
deberá observar todas las prescripciones de la regla 3 y que no se le
dispensará de nada, porque está escrito: «Amigo, ¿a qué has venido?». 4 Sin embargo,
se le concederá colocarse después del abad, bendecir y recitar las plegarias de
la conclusión, pero con el permiso del abad. 5 De lo
contrario, nunca se atreva a hacerlo, pues ha de saber que en todo está
sometido a las sanciones de la regla; y dé a todos ejemplos de mayor humildad. 6 Cuando se
trate de proveer algún cargo en el monasterio o de resolver otro asunto
cualquiera, 7 recuerde que debe ocupar el puesto que le corresponde según
su ingreso en el monasterio y no el que le concedieron por respeto al
sacerdocio.
8 En cuanto a
los clérigos, si alguno quiere incorporarse al monasterio con el mismo deseo,
se les colocará en un grado intermedio, 9 mas con la
condición de que prometan observar la regla y perseverar.
LXI. LA ACOGIDA DE LOS MONJES FORASTEROS
1 Si algún monje
forastero que viene de una región lejana desea habitar en el monasterio, 2 si le
satisfacen las costumbres que en él encuentra y no perturba con sus vanas
exigencias al monasterio, 3 sino que simplemente se contenta con lo que halla, sea
recibido por todo el tiempo que él quiera. 4 Y, si hace
alguna crítica o indicación razonable con una humilde caridad, medite el abad
prudentemente si el Señor no le habrá enviado precisamente para eso.
5 Si más
adelante desea incorporarse definitivamente al monasterio, no se le rechace su
deseo, ya que se pudo conocer bien su tenor de vida durante el tiempo que
permaneció como huésped. 6 Mas si durante su estancia se vio que es un exigente o un
vicioso, 7 no solamente tendrán que denegarle su vinculación a la
comunidad monástica, sino que han de invitarle amablemente a que se vaya, para
que no se corrompan los demás con sus desórdenes. 8 Mas si, por el
contrario, no merece ser despedido, no sólo ha de admitírsele como miembro de
la comunidad, si él lo pide, 9 sino que han
de convencerle para que se quede, con el fin de que con su ejemplo edifique a
los demás 10 y porque en todas partes se sirve a un mismo Señor y se
milita para el mismo rey. 11 El abad podrá incluso asignarle un grado superior, si a su
juicio lo merece. 12 Y no sólo a cualquier monje, sino también a los que
pertenecen al orden sacerdotal y clerical, de quienes ya hemos tratado, podrá
el abad ascenderlos a un grado superior al que les corresponde por su ingreso,
si cree que su vida se lo merece.
13 Pero el abad
nunca recibirá a un monje de otro monasterio para vivir allí sin el
consentimiento de su propio abad o sin una carta de recomendación, 14 porque está
escrito: «No hagas a otro lo que no quieras te hagan a ti».
LXII. LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO
1 Si algún abad
desea que le ordenen un sacerdote o un diácono, elija de entre sus monjes a
quien sea digno de ejercer el sacerdocio.
2 Pero el que
reciba ese sacramento rehuya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la
osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de
estar sometido mucho más a la observancia de la regla.4 No eche en
olvido la obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso
mismo ha de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará
siempre el lugar que le corresponde por su entrada en el monasterio, 6 a no ser
cuando ejerce el ministerio del altar o si la deliberación de la comunidad y la
voluntad del abad determinan darle un grado superior en atención a sus méritos.
7 Recuerde, sin embargo, que ha de observar lo establecido por
la regla con relación a los decanos y a los prepósitos.
8 Pero si se
atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como sacerdote, sino como
rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere, se tomará como
testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se enmendare, siendo cada vez más
notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio, 11 si en realidad
su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la regla.
LXIII. LA PRECEDENCIA EN EL ORDEN DE LA COMUNIDAD
1 Dentro del
monasterio conserve cada cual su puesto con arreglo a la fecha de su entrada en
la vida monástica o según lo determine el mérito de su vida por decisión del
abad. 2 Mas el abad no debe perturbar la grey que se le ha
encomendado, ni nada debe disponer injustamente, como si tuviera el poder para
usarlo arbitrariamente. 3 Por el contrario, deberá tener siempre muy presente que de
todos sus juicios y acciones habrá de dar cuenta a Dios. 4 Por tanto,
cuando se acercan a recibir la paz y la comunión, cuando recitan un salmo y al
colocarse en el coro, seguirán el orden asignado por el abad o el que
corresponde a los hermanos. 5 Y no será la
edad de cada uno una norma para crear distinciones ni preferencias en la
designación de los puestos, 6 porque Samuel
y Daniel, a pesar de que eran jóvenes, juzgaron a los ancianos. 7 Por eso,
exceptuando, como ya dijimos, a los que el abad haya promovido por razones
superiores o haya degradado por motivos concretos, todos los demás colóquense
conforme van ingresando en la vida monástica; 8 así, por
ejemplo, el que llegó al monasterio a la segunda hora del día, se considerará
más joven que quien llegó a la primera hora, cualquiera que sea su edad o su
dignidad. 9 Pero todos y en todo momento mantendrán a los niños en la
disciplina.
10 Respeten,
pues, los jóvenes a los mayores y los mayores amen a los jóvenes. 11 En el trato
mutuo, a nadie se le permitirá llamar a otro simplemente por su nombre. 12 Sino que los
mayores llamarán hermanos a los jóvenes, y éstos darán a los mayores el título
de «reverendo padre». 13 Y al abad, por considerarle como a quien hace las veces de
Cristo, se le dará el nombre de señor y abad; mas no por propia atribución,
sino por honor y amor a Cristo. 14 Lo cual él
debe meditarlo y portarse, en consecuencia, de tal manera, que se haga digno de
este honor.
15 Cada vez que
se encuentren los hermanos, pida el más joven la bendición al mayor. 16 Cuando se
acerque uno de los mayores, el inferior se levantará, cediéndole su sitio para
que se siente, y no se tomará la libertad de sentarse hasta que se lo indique
el mayor; 17 así se cumplirá lo que está escrito «Procurad anticiparos
unos a otros en las señales de honor».
18 Los niños
pequeños y los adolescentes ocupen sus respectivos puestos con el debido orden
en el oratorio y en el comedor. 19 Y fuera de
estos lugares estén siempre bajo vigilancia y disciplina hasta que lleguen a la
edad de la reflexión.
LXIV. LA INSTITUCIÓN DEL ABAD
1 En la
ordenación del abad siempre ha de seguirse como norma que sea instituido aquel
a quien toda la comunidad unánimemente elija inspirada por el temor de Dios, o bien
una parte de la comunidad, aunque pequeña, pero con un criterio más recto. 2 La elección se
hará teniendo en cuenta los méritos de vida y la prudencia de doctrina del que
ha de ser instituido, aunque sea el último por su precedencia en el orden de la
comunidad.
3 Pero, aun
siendo toda la comunidad unánime en elegir a una persona cómplice de sus
desórdenes, Dios no lo permita, 4 cuando esos
desórdenes lleguen de alguna manera a conocimiento del obispo a cuya diócesis
pertenece el monasterio, o de los abades, o de los cristianos del contorno, 5 impidan que
prevalezca la conspiración de los mal intencionados e instituyan en la casa de
Dios un administrador digno, 6 seguros de que
recibirán por ello una buena recompensa, si es que lo hacen desinteresadamente
y por celo de Dios; así como, al contrario, cometerían un pecado si son
negligentes en hacerlo.
7 El abad que ha
sido instituido como tal ha de pensar siempre en la carga que sobre sí le han
puesto y a quién ha de rendir cuentas de su administración; 8 y sepa que más
le corresponde servir que presidir. 9 Es menester,
por tanto, que conozca perfectamente la ley divina, para que sepa y tenga dónde
sacar cosas nuevas y viejas; que sea desinteresado, sobrio, misericordioso, 10 y «haga
prevalecer siempre la misericordia sobre el rigor de la justicia», para que a
él le traten de la misma manera. 11 Aborrezca los
vicios, pero ame a los hermanos. 12 Incluso,
cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso en
nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la vasija. 13 No pierda
nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no debe quebrar la caña
hendida. 14 Con esto no queremos decir que deje crecer los vicios, sino
que los extirpe con prudencia y amor, para que vea lo más conveniente para cada
uno, como ya hemos dicho. 15 Y procure ser más amado que temido.
16 No sea agitado
ni inquieto, no sea inmoderado ni terco, no sea envidioso ni suspicaz, porque
nunca estará en paz. 17 Sea previsor y circunspecto en las órdenes que deba dar, y,
tanto cuando se relacione con las cosas divinas como con los asuntos seculares,
tome sus decisiones con discernimiento y moderación, 18 pensando en la
discreción de Jacob cuando decía: «Si fatigo a mis rebaños sacándoles de su
paso, morirán en un día». 19 Recogiendo, pues, estos testimonios y otros que nos
recomienda la discreción, madre de las virtudes, ponga moderación en todo, de
manera que los fuertes deseen aun más y los débiles no se desanimen.
20 Y por encima
de todo ha de observar esta regla en todos sus puntos, 21 para que, después
de haber llevado bien su administración, pueda escuchar al Señor lo mismo que
el siervo fiel por haber suministrado a sus horas el trigo para sus compañeros
de servicio: 22 «Os aseguro que le confiará la administración de todos sus
bienes».
LXV. EL PREPÓSITO DEL MONASTERIO
1 Ocurre con
frecuencia que por la institución del prepósito se originan graves escándalos
en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de
soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos
y crean la disensión en las comunidades, 3 especialmente
en aquellos monasterios en los que el prepósito ha sido ordenado por el mismo
obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se
puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando desde el comienzo su
misma institución como prepósito es la causa de su engreimiento, 5 porque le
sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6 diciéndose a
sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen
envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así,
mientras el abad y el prepósito sostienen criterios opuestos, es inevitable que
peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados
vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La
responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los
que la provocaron, como autores de tan gran desorden.
11 Por eso,
nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad
determine con su criterio la organización de su propio monasterio. 12 Y, si es
posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos
establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo
varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar
exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree
conveniente, 15 el mismo abad instituirá a su prepósito con el consejo de
los hermanos temerosos de Dios.
16 Este
prepósito, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y
nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto
más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las
prescripciones de la regla.
18 Si el
prepósito resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia
hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente
hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que
establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de
prepósito y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si
después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea
incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el
abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje
abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.
LXVI. LOS PORTEROS DEL MONASTERIO
1 Póngase a la
puerta del monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y
transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero
ha de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio
se encuentren siempre con alguien que les conteste. 3 En cuanto
llame alguno o se escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic.
4 Y, con toda la delicadeza que inspira el temor de Dios,
cumpla prontamente el encargo con ardiente caridad. 5 Si necesita
alguien que le ayude, asígnenle un hermano más joven.
6 Si es posible,
el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es
decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitarán dentro de
su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera,
pues en modo alguno les conviene a sus almas.
8 Y queremos que
esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda
alegar que la ignora.
LXVII. LOS MONJES ENVIADOS DE VIAJE
1 Los monjes que
van a salir de viaje se encomendarán a la oración de los hermanos y del abad, 2 y en las
preces conclusivas de la obra de Dios se recordará siempre a todos los
ausentes. 3 Al regresar del viaje los hermanos, el mismo día que
vuelvan, se postrarán sobre el suelo del oratorio en todas las horas al
terminarse la obra de Dios, 4 para pedir la
oración de todos por las faltas que quizá les hayan sorprendido durante el
camino viendo alguna cosa inconveniente u oyendo conversaciones ociosas. 5 Nadie se
atreverá a contar a otro algo de lo que haya visto o escuchado fuera del
monasterio, porque eso hace mucho daño. 6 Y el que se
atreva a hacerlo será sometido a la sanción de la regla.
7 Otro tanto ha
de hacerse con el que tuviera la audacia de salir fuera de la clausura del
monasterio e ir a cualquier parte, o hacer alguna cosa, por insignificante que
sea, sin autoridad del abad.
LXVIII. SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES
1 Cuando a un
hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja
la orden que le dan con toda docilidad y obediencia. 2 Pero, si ve
que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus
fuerzas exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su
imposibilidad, 3 excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. 4 Mas si,
después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene
la disposición dada, debe convencerse el inferior que así le conviene, 5 y obedezca por
caridad, confiando en el auxilio de Dios.
LXIX. NADIE SE ATREVA A DEFENDER A OTRO EN EL MONASTERIO
1 Debe evitarse
que por ningún motivo se tome un monje la libertad de defender a otro en el
monasterio o de constituirse en su protector en cualquier sentido, 2 ni en el caso
de que les una cualquier parentesco de consaguinidad. 3 No se permitan
los monjes hacer tal cosa en modo alguno, porque podría convertirse en una
ocasión de disputas muy graves. 4 El que no
cumpla esto será castigado con gran severidad.
LXX. NADIE SE ATREVERÁ A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO
1 Debe evitarse
en el monasterio toda ocasión de iniciativa temeraria, 2 y decretamos
que nadie puede excomulgar o azotar a cualquiera de sus hermanos, a no ser que
haya recibido del abad potestad para ello. 3 «Los que hayan
cometido una falta serán reprendidos en presencia de todos, para que teman los
demás». 4 Pero los niños, hasta la edad de quince años, estarán
sometidos a una disciplina más minuciosa y vigilada por parte de todos, 5 aunque con
mucha mesura y discreción.
6 El que de
alguna manera se tome cualquier libertad contra los de más edad sin
autorización del abad o el que se desfogue desmedidamente con los niños, será
sometido a la sanción de la regla, 7 porque está
escrito: «No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo».
LXXI. LA OBEDIENCIA MUTUA
1 El bien de la
obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también
han de obedecerse los hermanos unos a otros, 2 seguros de que
por este camino de la obediencia llegarán a Dios. 3 Tienen
preferencia los mandatos del abad o de los prepósitos por él constituidos,
mandatos a los cuales no permitimos que se antepongan otras órdenes
particulares; 4 por lo demás, obedezcan todos los inferiores a los mayores
con toda caridad y empeño. 5 Si alguno es
un porfiador, sea castigado.
6 Cuando un
hermano es reprendido de la manera que sea por el abad o por cualquiera de sus
mayores por una razón cualquiera, aun mínima, 7 o advierte que
el ánimo de alguno de ellos está ligeramente irritado contra él o desazonado
aunque sea levemente, 8 al instante y sin demora irá a postrarse a sus pies y
permanecerá echado en tierra ante él dándole satisfacción, hasta que con una
palabra de bendición le demuestre que ya se ha pasado su enojo. 9 Y, si alguien
se niega a hacerlo, será sometido a un castigo corporal; si se muestra
contumaz, será expulsado del monasterio.
LXXII. DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES
1 Si hay un celo
malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un
celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el
celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se
anticiparán unos a otros en las señales de honor». 5 Se tolerarán
con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en
obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien,
para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios
con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada
absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos
lleve a todos juntos a la vida eterna.
LXXIII. NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN
1 Hemos esbozado
esta regla para que, observándola en los monasterios, demos pruebas, al menos,
de alguna honestidad de costumbres o de un principio de vida monástica. 2 Mas el que
tenga prisa por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las
enseñanzas de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre
hasta la perfección. 3 Porque efectivamente, ¿hay alguna página o palabra inspirada
por Dios en el Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima
para la vida del hombre? 4 ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que
no nos repita constantemente que vayamos por el camino recto hacia el Creador? 5 Ahí están las Colaciones
de los Padres, sus Instituciones y Vidas, y también la Regla
de nuestro Padre San Basilio. 6 ¿Qué otra cosa
son sino medios para llegar a la virtud de los monjes obedientes y de vida
santa? 7 Mas para nosotros, que somos perezosos, relajados y
negligentes, son un motivo de vergüenza y confusión.
8 Tú, pues,
quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial,
cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos
bosquejado, 9 y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las
cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén.
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