No es aquí el sitio donde mejor tratar este asunto, pero es el único que
tengo. Y aunque sea un medio público, tiene la particularidad de que ni los
ojos ven, ni los oídos oyen, los gestos que se manifiesten ni las palabras que
se digan. Al ser sólo escritura, y esto previo a querer o no querer leer,
parece como que no te diriges a nadie distinto de ti mismo. Así, pues, tengo la
impresión de estar a solas, y esto me da cierta tranquilidad.
En cuestiones de religión hay como dos dimensiones o niveles: la externa
y oficial, y la personal e interna. La primera se ve y la segunda… se intuye.
Responder “amén” a una juntamente con el resto no necesariamente se corresponde
con “así es, efectivamente; así lo creo” del propio fuero interior. Esto ocurre
en momentos muy concretos. Así, por ejemplo, tras la audición de algún texto
bíblico proclamado como lectura litúrgica, la respuesta al unísono ratificando
el “Palabra de Dios”, puede ser concomitante con una negativa a reconocer
dichas palabras, bien porque suenen raro, bien porque directamente no se
acepten. Ejemplos hay para dar y tomar. Es ya un hecho demasiado habitual que
tras usarse algunos párrafos de las cartas de San Pablo referidas a la mujer,
alguien, a la salida, venga a decir que cómo es posible que eso no se borre de
la Biblia, que cómo aún se sigue utilizando en estos tiempos, que si la Iglesia
tal o cual respecto del sexo femenino.
Así fue como hace algunos días, alguien me interpeló durante la homilía
respecto de Lázaro, el amigo de Jesús, hermano de Marta y María: “Resucitó o no resucitó”. En voz alta, y
sin previa preparación, hube de improvisar un precipitado “Lázaro salió de la tumba como sólo lo puede hacer un muerto: vedlo en
el mismo texto. Según nuestra fe el que resucitó fue Jesús. A lo demás habrá
que buscarlo interpretación”.
A la vista del revuelo de aquella mañana de domingo, ¿debo ser más cauto
y comedido cuando se trata de asuntos complicados? No lo tengo claro.
Se da por supuesto que en la Biblia hay relatos de milagros y de hechos
portentosos. Dios, que es “todopoderoso”, entra a saco sobre este mundo físico,
cambiando cosas cuando lo considera oportuno; porque puede… luego lo hace.
Igual detiene al sol en lo alto del firmamento, que cubre la tierra con un
manto de agua, que rompe el mar en dos cachos, que permite que unos jóvenes
aguanten impávidos dentro de un horno encendido, que un mar embravecido se
amanse a su sola voz, que el hijo de la viuda de Naím vuelva a la vida, que… La
lista es larga y no pretende ser exhaustiva.
Hay quien lee y acepta. Hay quien escucha, e interpreta. Y hay también
quien se cabrea si alguien se permite expresarse de forma diferente.
Los textos que hablan de la resurrección de Jesús son un ejemplo de cómo,
desde la fe, eso de ver y creer no tiene necesariamente que significar que ante
unos hechos “evidentes” no cabe otra cosa que “tragar”. De evidencia, nada. De
tragar, mucho menos.
Como no soy teólogo, –simple estudiantillo–, no debo correr el riesgo de
meter la pata. Otras personas mucho más doctas lo han tratado de acercar desde
su propia fe y con los instrumentos que tienen más a mano. Es un misterio
insondable. Y valga la redundancia. Ante él, se puede tirar por lo fácil, que
en este caso no es lo más recto, y tomarlo tal cual. O tratar de hacerlo
“encuentro” y dejar que penetre en el propio interior, que va a derecho, aunque
suponga rompimiento y complicación.
No es suficiente decir qué no es. Y no se trata, por ejemplo, de una
reconstrucción, revitalización, recomposición, revivificación…
Afirmar lo que pueda ser, y no meterse en berenjenales, es dejar hablar
a San Pedro, «Dios ha glorificado a su siervo santo y justo» (Hech 3,1 -
4, 31), o a San Pablo, «Cristo… ha sido… elevado por Dios gloriosamente» (1
Tim 3, 16).
«¿No sabéis que sois templos de Dios y que el
Espíritu Santo vive en vosotros?» (1 Cor 3, 16). «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí»
(Gal 2, 19). No es predicar una “verdad”. Es confesar la propia fe. E intentar,
además, comprender. Por eso no me disgustan elaboraciones y reconstrucciones
que se intenten a la búsqueda de lo que “realmente ocurrió” y que en los textos
originales aparece revestido de un formato mítico, mágico o legendario.
Haberlas haylas, y bastante razonables*. Exigir aceptar el texto tal cual se
lee, es pasarse. No es ortodoxia, es cerrilismo. Y que se me perdone este
calificativo, no pretende ofender.
Jesús ha resucitado y camina delante de nosotros a Galilea. Allí le
encontraremos.
Y de eso se trata. No de echar a nadie nada en cara.
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* Entre muchos autores, estos por ejemplo:
Andrés Torres Queiruga: Repensar la resurrección
John Selby Spong: ¿Qué ocurrió realmente?
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