Si no me gustó que se
organizara un funeral de estado, que no sé muy bien qué cosa sea habida cuenta
de que ya se le rindió homenaje en las Cortes, lugar donde era propio, menos me
ha gustado escuchar en plena consagración el himno nacional.
Por lo demás,
cualquier cristiano/a tiene derecho a que se le honre de esta manera. Y puesto
que Adolfo Suárez vivía en Madrid, y el cardenal Rouco fue su párroco, lo natural es que se
buscara el lugar más idóneo, es decir, la catedral: La Almudena.
Quién invita. Esa es
la cuestión. Para mí, a una Eucaristía, siempre es Jesús, el Cristo, el único
Señor. No hay, pues, otro centro ni hacen falta más honores. Todos por igual
alrededor de la Mesa, que iguala a todos ante Dios. Ni primeros bancos, ni
sillones aparte, ni entrada selectiva, ni invitaciones especiales.
Demasiado lastre para
luego darle vueltas a una homilía que, sin parecerme modélica, estimo bastante
adecuada. Porque no se trata de un mitin, ni de un discurso, ni mucho menos una
oración fúnebre.
Nada que ver con
aquellos funerales que se nos obligó a celebrar en noviembre de 1975, bajo
apercibimiento desde los delegados del movimiento de cada lugar, a curillas y
arzobispos. Pero algún tufillo perdura.
Tengo para mí que si
me escucharan cuando hablo en mi parroquia como lo han hecho con el cardenal el
otro día, llegaría a negarme y daría con mi silencio ocasión para que los
presentes en el acto orasen y/o reflexionasen, según su propia actitud y
disposición, ante el hecho de la muerte de un ser humano.
O invitaría a quienes
esperasen otra cosa, a buscarla donde pudieran encontrarla.
Los creyentes en el
Resucitado sabemos, y deberíamos actuar en consecuencia, que la celebración de
la Eucaristía es siempre motivo de
reconciliación, comunión (común-unión), y alegría. Y oración, por supuesto; y
alabanza, que también, a Dios por Jesucristo en el Espíritu.
Lo que no sea esto,
está de más.
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