Tuve que alejarme un
poco para que cupiera en una foto. Más cerca era imposible parar y disparar. Y
no me habría cabido. Mientras en la fila de la derecha iban despacito, casi
parados, en la de la izquierda zumbábamos como alma que lleva el diablo. ¿Para
ir a dónde?
Estaba claro, los
lentos para entrar en el Peñón. Los rápidos, a sus asuntos. En ninguno de ellos
me encontraba yo, que iba de simple mirón. Y fue lo único que pude hacer.
¿Qué habrá ahí para
que tengan tanto interés en entrar? Me preguntaba mientras intentaba no rozarme
con los otros. No había peatones, a pesar de unos enorme jardines y paseos.
Sólo coches. Y todos en la misma dirección. No salía nadie en aquellos
momentos. Así que supuse que habría problemas de espacio y los dejaban entrar a
cuentagotas, mientras allá dentro se iban apretando.
La Línea que
recordaba de hace más de treinta años no aparecía por ninguna parte. Era un
pueblo extendido, de casa bajas y calles en tierra, con gente por todas partes.
Lo que había ahora eran altos edificios y calles vacías. Sólo coches, en la
misma dirección. Para poder sacar una foto hube de seguir dando la vuelta hasta
dar con el Mediterráneo, sólo entonces lo encuadré.
Ese pedrusco sin
valor, sin hermosura, sin aprovechamiento ni siquiera fotográfico,
periódicamente se convierte en pretexto de escaramuzas de diferente
consistencia, que enervan a unos, cabrean a otros y dejan impasible al resto.
Luego, cuando la cosa se calma, los cabreados se aplacan; vuelven a
disfrutar de lo que acostumbran. Los impasibles siguen como si nada; nada les va en la refriega. Y los
enervados continúan gritando donde se les escucha ¡Gibraltar español!
¡Qué extraño! Me
dije. Por un lado mucho follón y por este otro nada de nada. Pero no, allá en
el horizonte unos enormes buques algo deben significar.
Mientras tanto el
Mare Nostrum estaba apacible.
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