Las conocí en persona
por primera vez en el convento. Antes, sólo en pintura, hechas con tizas de
colores sobre la pizarra de clase en el mes de mayo. Pero cuando me invité a
frecuentar el claustro y la clausura, incluso las tuve que cuidar: regar,
escabuchar, aderezar, abrigar del frío en el invierno, en fin, esas labores que
todo jardinero en ciernes tiene que ir aprendiendo de la mano experta de su
maestro.
Esas sí que olían, y no como las
dibujadas con yeso sobre el negro hollín. De modo que la capilla, por la época
de floración, se llenaba de su aroma dulzón al tiempo que sobre las bóvedas y
arcos de sillería resonaba el “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues
todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza. A Ti celestial princesa,
Virgen Sagrada María, te ofrezco en este día, alma vida y corazón. Mírame con
compasión, no me dejes, Madre mía. Amén.”. Era mayo o junio. Y de que la
azucena simbolizaba la pureza lo teníamos claro; qué fuera la pureza, no tanto.
Pero intuíamos que se trataba de limpieza en la mirada, corazón abierto e
intenciones sin doblez ni engaño. Y lo aceptábamos, aunque con reparos; porque
si en el marro me has dado demasiado fuerte, no esperes que mañana yo te de a
ti como si no hubiera pasado nada. Sí, queríamos ser buenos, pero… «Me parece,
hermano. que no se comporta con el debido recato cuando subimos por las
escalera del recreo a clase», daba pie para que a la siguiente el otro, por
ejemplo yo mismo, le replicara «me parece, hermano, que usted falta a la
caridad en los juegos». Eran unas de las posibles “acusaciones” que se daban
entre nosotros en la corrección fraterna semanal. No lo éramos, esa es la
verdad; pero estábamos en camino de ello, de ser buenos. Por eso nos llamábamos
aspirantes.
En este lugar que habito, donde
tanto hubo conejos como vacas, gallinas como cerdos, e incluso una fábrica
familiar de terrazos, nunca hubo azucenas. Y también desde siempre, eso creo;
pero especialmente desde que andamos por aquí, esto se ha convertido en un
lugar donde cultivar la bondad. Si no hubo azucenas, sería simplemente porque
no se terció. Porque aquí encontramos rosas, lilas, parras, ciruelos, manzanos,
membrillos, y hasta un albérchigo que daba los mejores coques del mundo
mundial. Gordos y sabrosones. Y olían…
Ahora sí hay azucenas. Vino la Tati
el verano pasado con un paquete, dijo que enterrara unos bulbos y que me
olvidara de ellos. Pero no lo hice, lo de olvidarme. Y de vez en cuando,
aplicaba un caldero de agua a mayores del riego por goteo.
Ahora recibimos el premio. Están en
un rincón del jardín, comparten lugar con romeros y rosales, lilares y tarays.
Erguidas, altas y a punto de entrar en sazón, a nadie se nos ocurriría
tildarlas de soberbias o altivas por su porte o en razón de la blancura de sus
pétalos; tampoco por el olor que derraman, porque si antes lo hicieron las
lilas, y antes también el romero,
luego serán los morados penachos de los tarays, de manera que este patio
de vecinos es un auténtico vergel de fragancias sin pausa a lo largo del
verano.
Luego llegará el otoño, y entonces,
sí, hablaremos del gobierno.
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