No entraba en San Lázaro desde que bauticé a Rut. O sea… demasiado
tiempo. El suficiente para que lo hayan sacado brillo e inundado de luz.
Hermosa me pareció la iglesia, y aún mucho más la celebración. Se ve que en
Palencia saben hacer bien las cosas.
Para empezar, las lecturas, como a mí me gusta, eran de la fiesta del
día, San Matías. Plenas de sentido pascual y adecuadamente orientadas por el
celebrante.
Que se trataba de un funeral se notó por el chelo, que dio el toque
que para nada hacía falta, con un Ave María de entrada más triste que otra cosa.
Hubo cantos con los que se salpimentó suficientemente bien lo que estábamos
viviendo: el adiós a una persona que ya se nos había adelantado dando los pasos
que la vida le fue sugiriendo y él asumiendo.
En ausencia de lágrimas, las vestimentas oscuras de los más allegados,
mis tíos, sus padres, y sus hermanos, mis primos, denotaban la seriedad del
momento, con serenidad, contención y confianza. A eso algunos lo llamamos fe,
esperanza y caridad.
A la salida, el edificio, exento en medio de la plaza, volvía a acoger
otro motivo en el que se conjuntaban presente, comunidad, futuro y pasado, adobados por la sempiterna reciedumbre castellana.
La vida de Palencia capital discurre mansamente, y la ciudad sigue
siendo lo que fue, como su catedral, una bella desconocida… para los extraños.
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