¡Menudo cómo se ha ido la señora!
Me comentó, cuando terminé de celebrar la Eucaristía en Sanyres, la
recepcionista de la casa, Asun, además de chica para otros menesteres. En esta
residencia para personas mayores nadie es sólo lo que aparenta, incluso el
director va a por recetas y la cocinera plancha que es un primor. De tal
manera, Asun además de atender a la puerta, al teléfono, a peticiones de
usuarios y residentes, es la cara amable de esta casa, que es también, o lo
será no tardando, la mía.
Todos los sábados me presento puntual para empezar a las seis, y tengo
que trasladar todos los “cachivaches” pertinentes desde la capilla/sacristía a
una sala mucho más amplia donde cabemos casi, porque con el aumento de las
sillas de ruedas ya no sé dónde iremos a parar. Llevo, pues, lo justo, tirando
a menos. Y utilizamos una amplia mesa que el resto del tiempo sirve para las
actividades propias de la edad de quienes allí viven: o sea, pintura,
recortables, “pegaciones”, corte y confección, en fin, lo que sea que hagan a
lo largo de la semana. Y todos alrededor, celebramos la Eucaristía.
Eventualmente se nos añaden familiares de visita, y no familiares que
tampoco vienen de visita, que les sirve mejor el sábado en la tarde que los
domingos.
Una señora, no sé si visitadora familiar o qué, no gustó que la mesa
estuviera limpia de polvo y paja. Y al salir comentó que ¡qué vergüenza! Ni
siquiera un mantel.
Asun, la “recibidora”, me lo contó al terminar. Y mientras una
anciana me hacía gestos de que no lo diera importancia, argüí que si quería
manteles, en la capilla estaban sobre el altar, que entrara y mirara. Que a
nosotros nos parecía bien como lo hacíamos.
El caso es que siempre tiene que haber alguien que corrija a los
demás. La señora en cuestión no dio la cara, y se fue con cargas destempladas
sin firmar a la salida. Así que no sé quién pueda ser. Ni me importa.
Sí sé quiénes son –y no me importan nada sus nombres superfamosos– los
dos cardenales, los doscientos cinco obispos y los más de trescientos mil que
han firmado un escrito dirigido a papa Francisco para que no levante la
prohibición de comulgar a los casados recasados.
Lo que en un principio fue cosa de cinco cardenales, ahora está
pareciendo un sarpullido en toda regla de indignados. Ya no sé cómo Francisco papa pueda
reaccionar, si callando o replicando. Preferiría que no les contestara y que
siguiera con el plan que tuviera previsto. Y si resultare que en efecto quiere
que a nadie se le vete comulgar por dictados externos a las personas, que no se
corte ni un pelo en salir en defensa de la propia conciencia, para que cada
cual obre según ella. Por mi parte tiene todos los parabienes, porque prohibir
atender una invitación además de carecer de rigor –evangélico, teológico,
humano– supone alentar un desaire, y eso a Jesús, El Señor, no se le hace; pero impedir acatar un mandato, –y es
triple: «tomad y comed», «tomad y bebed», «haced esto en memoria
mía»– es una villanía y ya puestos también una prevaricación.
Lo mejor es enemigo de lo bueno,
decía mi mamá, para corregirme cuando me mostraba puntilloso en las cosas. No te pases, hijo, que la perfección casi
nunca es alcanzable, y hay que contentarse con lo que pueda ser. En efecto,
en mi casa se comía todo lo que salía de la cocina, aunque los garbanzos
estuvieran recios y el filete demasiado hecho.
Papa Francisco, la varicela es pasajera y se calma no rascándose y con
masajes a base de bicarbonato, vinagre y flores de caléndula. Nadie que yo sepa
ha muerto por esta enfermedad. Además, una vez sufrida, ya no vuelve.
Paciencia y salud.
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