Como era de prever, Gumi ronca junto a mí, enroscado en el sillón.
Antes ha estado echadazo encima de mi cama, luego de darse unas carreras
alocadas por el jardín, a la luz de la luna. Y antes de eso, cuando ha
calculado que ya estaba terminando de cenar, se ha subido sobre mí, dando
por concluido el refrigerio. El de ambos, porque alternamos los bocados, este
para mí, este para ti, esto me lo como yo, eso es lo tuyo, y así.
Esta es la rutina de todas las noches. Somos previsibles. El resto del
día igualmente podía ser pormenorizado para concluir que la previsión reina en
nuestras vidas. No están nuestros pasos y gestos medidos, pero casi.
Hay excepciones, sin embargo. Tanto por mi parte, como por la suya.
Como anoche, por ejemplo, que consiguió abrir el portón, no sé si con la pata o
con el morro, y se fue a oler cosas a la otra punta del barrio. Seguí fumándome
el pitillo a la espera de su vuelta, o de acabarlo y salir en su búsqueda. No hizo
falta, alguien le trajo arreando hasta casa, resistiendo los ladridos secos que
en plan protesta no paró de dirigirle. Previsible también, en su totalidad.
Es curioso que Gumi sea previsible incluso cuando imprevisiblemente se
larga sin decir me voy. También me ocurre a mí algo parecido; de repente se me
ocurre algo y, sin pensarlo ni sopesarlo, lo suelto ante la concurrencia, que
se queda silenciosa, nada sorprendida, como pensando a ver por dónde va a seguir
éste. Y previsiblemente, mi discurso continúa exactamente igual que si esa
imprevisión no hubiera tenido lugar.
Adolfo Suárez es la persona que yo considero absolutamente
imprevisible. Con una imprevisibilidad total e irrepetible. Si no lo hubiera
vivido, no lo creería. Pensar que alguien forjado en el régimen anterior,
formando parte integrante de él y con mando en plaza, que no era moco de pavo,
pudiera realizar lo que él, con ayuda o sin ayuda, se empeñó y consiguió llevar
a cabo, estaba fuera de toda lógica, al menos de la mía. Y lo hizo. En ese
sentido reside en él una contradicción radical, porque a partir del hecho de su existencia el resto, todo lo demás, ha sido previsible.
Tan es así, que no encuentro en su persona y en su actuar ante el
público a lo largo de estos años que conozco, desde 1976 hasta ahora, ningún
detalle, giro o gesto que no pudiera considerar en él predecible, imaginable, pronosticable
o cuando menos probable. ¿Decir esto es afirmar que fue honesto, claro,
consecuente y valiente? Sea.
Por eso ahora me inquieta lo que yo considero imprevisión errática o a destiempo, ¿extemporánea?: el anuncio
de que se muere. Esto por un lado. Y por el otro, que digan que él dijo que le
gustaría que le enterraran en la catedral de su ciudad, Ávila. Lo considero
extraño en él, que dijo puedo prometer y prometió. Y anunció me voy, y se fue.
A no ser que ahora otros estén diciendo por él, lo cual es bien diferente.
Cuándo sea el momento de su muerte y dónde le lleven a enterrar, ya no
es Adolfo Suárez quien lo diga. Que él fue absoluta, radical y netamente
previsible.
Por eso nunca voté por él. Como tampoco lo he hecho ni lo pienso hacer
por Gumi.
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