Primero porque es de
justicia, y segundo porque es preceptivo. Y hay un tercero, porque así termino
y descanso.
Pero aún ni he
empezado. Por supuesto están hechas todas las anotaciones; y el libro del año
en curso, “casi” completo; sólo falta cerrarlo y ofrecer el balance final.
Hay quien lo cuadra
en cuanto suenan los cohetes de nochevieja. Yo, espero a la cuaresma. Que digo
yo que si tendré alguna fijación, porque por más que me lo proponga, no lo
termino antes.
¡Con lo fácil que es!
dirá alguien. Y sí, claro que lo es; si las cuentas están bien hechas, ponerlas
final es cosa de coser y cantar. Y ya cantarán si están mal; entonces no
cuadrarán ni con cartabón ni con escuadra.
Estas están bien
hechas, quien las lleva es persona de toda confianza. Da seguridad.
¿Entonces? Pues
entonces es que hay que ofrecérselas a dos bandas, de diferente constitución y
disímil apreciación.
A la oficialidad en
primer lugar, que exige que los gastos y los ingresos se ordenen según el
reglamento. Y el reglamento en cuestión es el plan general de contabilidad. Una
cosa muy extraña que sólo parecen entender los agentes contables y sus
ayudantes.
Y a mi gente, en
segundo lugar. Que entiende las cosas de manera muy normal y no mira si el
teléfono es un gasto de funcionamiento o las hostias son compras; igual que el
gas, la electricidad y el agua son cosas que se usan y hay que pagar, y no
suministros exteriores.
Así que tengo que
ofrecer las cuentas de la parroquia según dos versiones. Y que ninguna sea
mentira. O sea, que las dos sean verdaderas.
Yo me pondría a ello,
a pesar de la pereza, pero no puedo. El “casi” de más arriba se debe a que BBVA
se ha retrasado en enviar los justificantes de ingresos y gastos del mes de diciembre.
Llega la cuaresma, sí, hoy es ceniza. Siguiendo la costumbre y el ritual
impondré una pizca de polvo sobre las cabezas que se me ofrezcan. Por el
contrario y a pesar de nuestros usos y costumbres, el balance final de la
contabilidad parroquial tendrá que esperar.
En su lugar, en vez
de números, valga otra cosa mariposa. Al fin y al cabo, y puesto que esto no es
ninguna empresa y nosotros accionistas, lo hecho hecho está y los dividendos
nadie los pide, tampoco se esperan.
La víspera de la Cuaresma
[Cuento. Texto completo.]
[Cuento. Texto completo.]
Anton Chejov
-¡Pawel Vasilevitch! -grita Pelagia Ivanova, despertando a
su marido-. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa, que está preparando sus
lecciones y llora.
Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la
cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:
-Ahora mismo, mi alma.
El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el
rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Se oye
cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel
Vasilevitch se calza las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la
alcoba al comedor. Al verlo entrar, otro gato, que andaba husmeando una
galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás
del armario.
-¿Quién te manda oler esto? -dice Pawel Vasilevitch al
gato, mientras cubre el pescado con un periódico-. Eres un cochino y no un gato.
El comedor comunica directamente con la habitación de
los niños.
Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se
encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está
sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un
muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.
-¿Qué? ¿Estudias? -le pregunta Pawel Vasilevitch,
sentándose junto a la mesa y bostezando siempre-. Sí, niño, sí, nos hemos
dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y
luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se
ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..
-¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? -pregunta
Pelagia Ivanova desde el aposento vecino-. Ayúdalo, en vez de mofarte de él. Si
no, mañana ganará otro cero.
-¿Qué es lo que no comprendes? -añade Pawel Vasilevitch
dirigiéndose a Stiopa.
-La división de los quebrados.
-¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular.
Coge la regla y léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.
-La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú
mismo.
-¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate
que tenemos que dividir siete octavos por dos quintos... ¡Oye; el té! ¿Está
listo? Me parece que ya es tiempo de tomarlo... Sigamos la operación.
Imaginémonos que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?
-Siete por dieciséis -contesta Stiopa.
-Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos
hecho al revés. Ahora para corregir... ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo
frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, me equivocaba cada vez que le
daba la lección. Al empezar por explicar un teorema se ponía encarnado, corría
por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros,
generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen
acaso las muelas? -le preguntábamos-. Nuestra clase se componía de muchachos
traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de
generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en
la tercera clase había uno que se llamaba Mamajin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su
estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía
temblar el suelo. Pues esto mismo Mamajin...
Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia
Ivanova. Pawel Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:
-Tu madre viene. Sigamos... De modo que lo has
comprendido bien -dice alzando la voz-. Para hacer esta operación se requiere...
Pelagia Ivanova exclama:
-El té está listo.
Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el té.
En el comedor se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que
jamás despegaba los labios, otra tía que es sordomuda, la abuela y la comadrona.
El samovar canta y despide ondas de vapor que suben
hasta el techo. De la antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos
y melancólicos.
-Bebe más té -dice Pelagia Ivanova a la comadrona-.
Endúlzalo más; mañana es vigilia; hártate.
La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a
sus labios con indecisión, pruébalo y su cara se ilumina.
- Muy bueno es este dulce. ¿Lo han hecho en casa?
-¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa,
hijito mío, ¿no es demasiado flojo tu té?... ¿Te lo has bebido ya?... Te voy a
poner otra tacita.
Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:
-Aquel Mamajin no podía soportar al maestro de francés.
«Yo soy de noble estirpe», alegaba Mamajin. «Yo no he de permitir que un francés
sea mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812.» A Mamajin se le
propinaban palizas; pero, en general, cuando él veía que lo iban a castigar,
saltaba por la ventana y no se le veía más en cinco o seis días. Su madre acudía
al director, suplicando que mandara a alguien en busca de su hijo y que lo
reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el maestro, si hacen falta cinco
auxiliares para sujetarlo.»
-¡Jesús, qué pillete! -murmura Pelagia Ivanova
aterrorizada-. ¡Y qué madre más importuna!
Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera
la figura de chino que ya vio mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el té
que vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es
sofocante. En la fisonomía de todos se revela la pereza de quien tiene el
estómago repleto y que, sin embargo, se cree dispuesto a comer todavía. El
samovar está vacío; se retiran las tazas; mas la familia continúa en torno de la
mesa. Pelagia Ivanova se levanta de cuando en cuando y se encamina a la cocina
para entenderse con la cocinera respecto a la cena. Las dos tías permanecen
inmóviles y dormitan sin cambiar de postura. La comadrona tiene hipo y a cada
momento exclama:
-Se diría que apenas he comido y bebido.
Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un
periódico ilustrado de 1878.
-«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la
galería Víctor Manuel» -lee uno de ellos-. Vaya, parece un arco de triunfo. Un
caballero y una señora. En perspectiva, hombrecitos.
-Aquel hombrecito -dice Stiopa- se parece a un
colegial.
-Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al
microscopio.» Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una
chinche vista al microscopio? ¡Qué feo es eso!
En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se
prosterna a los pies de su amo:
-Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch -dice ella
levantándose en seguida.
-Y tú perdóname también -responde Pawel Vasilevitch con
indiferencia.
La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los
presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención.
Así transcurre otra media hora en toda calma.
El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y
Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo
contempla, escucha sus frases incomprensibles, se frota los ojos y dice:
-Tengo sueño, me voy a acostar.
-¿Acostarte? No es posible. Si no has comido nada...
-No tengo hambre.
-No puede ser -insiste la madre asustada-. Mañana es
vigilia...
Pawel Vasilevitch interviene.
-Es imposible...; hay que comer. Mañana comienza la
Cuaresma...; es necesario que comas.
-¡Tengo mucho sueño!
-En tal caso, a comer en seguida -añade Pawel
Vasilevitch con agitación...-. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!
Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la
cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.
-¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay
que apresurarse.
A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos
vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie
tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.
FIN
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