Largo y entrañable
resultó el día de ayer. Lo dediqué todo entero a despedirme de don José. A ratos
solo, y a ratos acompañado.
En el tú a tú, por la
mañana, comprobé que el embalsamador le había tratado igual de mal que los de
gescartera allá por los primeros años 2000. En ningún caso se lo merecía, y en
ambos calló y aguantó. Rara manera de salir de escena, tanto entonces como ahora.
Así era él. Delicado
hasta en el apellido. Le recordé cómo le conocí, el 7 de junio del 75, con
cuarenta y ocho años, rostro blanco resplandeciente, pelo dorado brillante
peinado a raya, sonrisa amplia, tomándome el tupé que, a mis veintisiete años,
no sabía para qué me había citado a semejante hora de la tarde, apenas un
ratejo después de su entrada en Valladolid. A los diez minutos salía yo
flotando por el enorme pasillo del seminario, no creyéndome lo que acababa de
escuchar. Pero si eran verdad sus palabras, el domingo de la semana siguiente
me iba a ordenar. ¿Ordenar? ¡Ordenar!
Aquella noche no
dormí. En apenas ocho días tuve que organizarlo todo… lo poco que decidí organizar.
Ni sé cómo conseguí
ayer enjaretar la comida, que, por avatares del destino y de los entresijos de
la administración de justicia, de la administración local y de la seguridad
social, por este orden y no por casualidad, me tocó a mí. Ocurre de vez en cuando. Pero esta vez
lo hice maquinalmente, sin poner nada de atención. Seguía hablando con él
incluso al cortar en pedazos las alcachofas; así me puse las manos. Así me pescó más de una vez cuando le daba por acercarse a visitarme sin avisar: con las manos en la masa y el buzo por armadura.
Tras la siesta, esta
vez sin ensoñaciones, me dirigí con tiempo a la catedral. Pedaleo suave por
calles solitarias. Silencio en la ciudad. A las cuatro y media, logro entrar
entre el gentío. No cabe un alfiler más. Logro situarme, como siempre o casi,
en un extremo.
Asisto/participo/concelebro,
pero tengo el cuerpo mismamente como aquel lejano siete de junio del setenta y
cinco. Han transcurrido más de treinta y ocho años, por eso no consigo
mantener secos los ojos. Hay cosas que con la edad no se pueden evitar.
Hoy, si fuera
posible, le felicitaría. Es San José, el día de su santo.
2 comentarios:
Creo que, con tus palabras y tu cariño ya lo has felicitado.
Un fuerte abrazo.
En realidad he sido yo el felicitado por él. Lo cual no quiere decir que me riera las gracias, que nunca lo hizo. Es más, recuerdo muy serias reprimendas, tanto en privado como en público. En una visita pastoral, los parroquianos y las parroquianas salieron en mi defensa, porque en un momento dado me puso "a caldo" delante de todos.
Creo que siempre me consideró, y que confió en mí desde el principio. El balance nos sale positivo a los dos.
Besos
Publicar un comentario