¡A ti te voy a echar del pueblo!
El que hablaba desde el medio de la calle era Pedro, el alcalde. Le decía al melenas que venía rodeado de chavales y chavalas al campo de juego del ayuntamiento, o sea del pueblo.
Mira, Pedro, yo soy el cura de este pueblo porque me lo ha mandado el obispo. Tú no puedes hacer nada, así que no te pongas de esa manera. Ya lo sabes.
¿A qué venía esta invectiva, en tono acre y voz alta?
A una historia que poco o nada tiene que ver con aquellos enternecedores cuentos de la posguerra italiana de Guareschi, en los que un alcalde bravucón, comunista y descreído (?) y un ensotanado cura fascista (?) no menos bravucón, mantenían en constante tensión simpática a la población humana y divina de un pequeño pueblo de la Italia de entonces.
La cosa, el asunto, el tema empezó mucho antes. Apenas a pocos meses de aparecer por allí un tipejo sin pinta de cura, pero que era el cura. Lo de menos ahora es cómo era, qué decía, cómo se comportaba, que eso no cuenta, al menos ahora.
Lo importante es que en aquella temporada, tuvo la fortuna o “infortuna”, cada quien piense como quiera, de morir el caudillo, o sea Franco. Todos ya sabemos quién fue, no hacen falta más explicaciones. Y quien no lo sepa, que busque en Internet, que está al lado.
El caso es que ya de noche, llaman a la puerta de la rectoral (o sea donde vivía el cura del pueblo). Son el Alcalde y el Teniente de Alcalde (notad que las iniciales las resalto, que eran personas importantes). Vamos, Pedro y Juan. Muy serios dicen: Oye, mira, que ha muerto el caudillo y que dice el gobernador civil que te encarguemos un funeral para el domingo. Yo, respiro, no lo sabía. Y entraron y nos sentamos alrededor de la camilla. Y empezamos a hablar los tres. El cura intentar razonar que no puede hacer una misa funeral por alguien que ni ha sido del pueblo, ni siquiera tuvo el detalle de hacer algún alto en él si alguna vez pasó cerca. Vamos que sí, que fue el jefe del estado, pero que estaba tan lejos, que mejor dejarlo pasar. Un día, cualquiera, en misa, lo recordamos y ya está. Que lo otro puede hacer daño a algunos, que esto es un pueblo pequeño y que del otro bando también hay.
La conversación fue alargándose; de las formas suaves pasamos a las más ásperas; subimos la voz y hasta chillamos. Pero como la rectoral estaba al borde del pueblo, y en aquella calle no había más que corrales, no se enteró nadie. Bueno sí, se enterarían las ovejas, pero como ellas sólo balan, nunca se supo su opinión
Llegó un momento de la discusión en que ni pa´lante ni pa´tras. Y va el cura, y se quiere echar un farol, y va y dice: Bueno, lo que diga el obispo. A esto son los 11 y media de la noche, que entonces todavía no se decía 23:00 horas. Teléfono. Lo coge personalmente el obispo, qué pasa, mire que quieren un funeral y tal, que ¿qué hago? Y va mi obispo y me dice: Tú haz lo que tengas que hacer. Yo tengo un funeral en la catedral.
Total, que celebramos el funeral, por supuesto con las autoridades locales esta vez en el primer banco de la iglesia.
Pasaron los días o los meses. A lo mejor fue en primavera, ya no me acuerdo. El caso es que un domingo llaman a la puerta del cura. Está en el cuarto de baño, en el piso de arriba, que así estaba hecha la casa. Dormir abajo, lo demás, arriba. Porque entonces comía en casa de mi patrona, una santa de las de verdad, aunque claro, no era hija del pueblo.
Abro el balcón solemne de la rectoral, me asomo y veo abajo a la pareja de la guardia civil. Que tiene usted que bajar, que tenemos una razón para usted.
Os podéis imaginar. La guardia civil en casa del cura, que habrá pasado dice el personal curioso, si se lo llevan qué pasa con la misa comentó alguien con alguien. Bajé, charlamos, se fueron y yo volví a mis quehaceres. O sea, lavarme, desayunar y correr a decir las misas correspondientes.
Los guardias habían ido a decirme: el Sr. Juez Comarcal, le espera a usted el martes que viene en el Juzgado.
Y nada, eso, que fui, me recibió, me preguntó, le respondí, nos despedimos, y hasta ahora. Eso fue todo. O sea: Es usted el cura de ese pueblo, sí. Se ha negado a un funeral, no. Tiene usted algo más que decir, no.
Llegaron las fiestas del pueblo, recuerdo bien, San Pedro. El día en que se contratan los pastores para todo el año (supongo que se conservará aún esa tradicional costumbre, aunque a lo mejor con lo del cambio climático y la conversión al euro ya no se estila). Fiesta grande. Los chavales se encargan de ellas, eso, el baile, los cohetes, los juegos (bueno, eso no, que se los dejaron que los organizara el cura), el bar, las peñas, en fin todo ese montaje que supone las fiestas del pueblo.
El alcalde mangoneó y arrendó el bar a un amigo. Los jóvenes se cabrearon y no sé qué le hicieron. Teléfono de nuevo. Llegaron los guardias, detuvieron a 5 ó 6 y los encerraron en el ayuntamiento. Se enteró la gente. Alguien dijo que les estaban pegando. Los padres, las madres, los hermanos y hermanas, los pequeños y los grandes salieron en dirección, cómo no, del ayuntamiento. Al final, todo el pueblo revuelto y voceando que les dejaran salir, que ya estaba bien de agredir.
No sé quién volvió a coger el teléfono (y ya van tres), pero al mediodía de aquel día, San Pedro, llegaron a un pequeño pueblecito de los torozos castellanos 10 ó 12 yips (sé decirlo y hasta describirlo, pero no escribirlo) (corrección sugerida: se dicen "jeeps") llenos, o sea entre 30 y 40 guardias civiles de los de metralleta, casco y porra y guantes de boxeo (nada de a pie, mosquetones y porra). El pueblo copado, reculó cada cual a su cobijo. El curilla, atrevido y osado, se coló en el ayuntamiento y suplicó al alcalde que les mandara marcharse, que sólo él podía hacerlo. No, que se van a enterar de quien soy yo.
El cura comió de prestado, que ese día como era fiesta estaba invitado. Pero en aquella mesa se lloró más que comió, que aquella gente era buena y sencilla, y las viandas de postín quedaron casi intocadas. Qué desperdicio.
Luego hubo lo que tenía que haber. Un juicio, con acusaciones y tal, o no, que no lo hubo, bueno no me acuerdo. Lo que si pasó es que en los días siguientes vinieron amigos de la ciudad entendidos en cosas de derechos y defensas, hablaron con unos y con otros, vieron que no había lesiones, que tampoco malas caras, que al fin y al cabo todos eran parientes, que por qué no dejarlo al fin en nada. Y en nada se quedó. Pero al cura le dejaron con el culo al aire. Porque la noche de marras, todos fueron a la rectoral a pedir información sobre abogados defensores. Y el cura, tonto él, tiró de teléfono (ya es la cuarta, qué obsesión), también él, y metió bien metida la pata.
Pasó el tiempo, no sé si mucho o poco, pero llegó el momento de decir (que no, que no fue por teléfono, que con él hablaba de tú a tú): señor obispo, cámbieme de parroquia, que aquí me asfixio.
Y me cambió.
Ojo, quede claro. No me echaron. No fueron las beatas. Tampoco el alcalde. Ni siquiera el juez o el gobernador. Me fui porque el obispo me mandó a otro sitio. Y yo sé obedecer, que soy, bueno no sé lo que soy.
P.D.
Que ¿por qué cuento esto a estas alturas? Porque ya está contado en los papeles, salimos en el periódico de entonces, y porque ya hace tanto que no se acuerda nadie. Pero también porque he recordado ahora, y es bueno recordar si al hacerlo, descansas.
Moraleja: No te calles lo que tengas que decir, ni aunque te maten. Que como ves, no te van a matar, tonto, que es de broma.
El que hablaba desde el medio de la calle era Pedro, el alcalde. Le decía al melenas que venía rodeado de chavales y chavalas al campo de juego del ayuntamiento, o sea del pueblo.
Mira, Pedro, yo soy el cura de este pueblo porque me lo ha mandado el obispo. Tú no puedes hacer nada, así que no te pongas de esa manera. Ya lo sabes.
¿A qué venía esta invectiva, en tono acre y voz alta?
A una historia que poco o nada tiene que ver con aquellos enternecedores cuentos de la posguerra italiana de Guareschi, en los que un alcalde bravucón, comunista y descreído (?) y un ensotanado cura fascista (?) no menos bravucón, mantenían en constante tensión simpática a la población humana y divina de un pequeño pueblo de la Italia de entonces.
La cosa, el asunto, el tema empezó mucho antes. Apenas a pocos meses de aparecer por allí un tipejo sin pinta de cura, pero que era el cura. Lo de menos ahora es cómo era, qué decía, cómo se comportaba, que eso no cuenta, al menos ahora.
Lo importante es que en aquella temporada, tuvo la fortuna o “infortuna”, cada quien piense como quiera, de morir el caudillo, o sea Franco. Todos ya sabemos quién fue, no hacen falta más explicaciones. Y quien no lo sepa, que busque en Internet, que está al lado.
El caso es que ya de noche, llaman a la puerta de la rectoral (o sea donde vivía el cura del pueblo). Son el Alcalde y el Teniente de Alcalde (notad que las iniciales las resalto, que eran personas importantes). Vamos, Pedro y Juan. Muy serios dicen: Oye, mira, que ha muerto el caudillo y que dice el gobernador civil que te encarguemos un funeral para el domingo. Yo, respiro, no lo sabía. Y entraron y nos sentamos alrededor de la camilla. Y empezamos a hablar los tres. El cura intentar razonar que no puede hacer una misa funeral por alguien que ni ha sido del pueblo, ni siquiera tuvo el detalle de hacer algún alto en él si alguna vez pasó cerca. Vamos que sí, que fue el jefe del estado, pero que estaba tan lejos, que mejor dejarlo pasar. Un día, cualquiera, en misa, lo recordamos y ya está. Que lo otro puede hacer daño a algunos, que esto es un pueblo pequeño y que del otro bando también hay.
La conversación fue alargándose; de las formas suaves pasamos a las más ásperas; subimos la voz y hasta chillamos. Pero como la rectoral estaba al borde del pueblo, y en aquella calle no había más que corrales, no se enteró nadie. Bueno sí, se enterarían las ovejas, pero como ellas sólo balan, nunca se supo su opinión
Llegó un momento de la discusión en que ni pa´lante ni pa´tras. Y va el cura, y se quiere echar un farol, y va y dice: Bueno, lo que diga el obispo. A esto son los 11 y media de la noche, que entonces todavía no se decía 23:00 horas. Teléfono. Lo coge personalmente el obispo, qué pasa, mire que quieren un funeral y tal, que ¿qué hago? Y va mi obispo y me dice: Tú haz lo que tengas que hacer. Yo tengo un funeral en la catedral.
Total, que celebramos el funeral, por supuesto con las autoridades locales esta vez en el primer banco de la iglesia.
Pasaron los días o los meses. A lo mejor fue en primavera, ya no me acuerdo. El caso es que un domingo llaman a la puerta del cura. Está en el cuarto de baño, en el piso de arriba, que así estaba hecha la casa. Dormir abajo, lo demás, arriba. Porque entonces comía en casa de mi patrona, una santa de las de verdad, aunque claro, no era hija del pueblo.
Abro el balcón solemne de la rectoral, me asomo y veo abajo a la pareja de la guardia civil. Que tiene usted que bajar, que tenemos una razón para usted.
Os podéis imaginar. La guardia civil en casa del cura, que habrá pasado dice el personal curioso, si se lo llevan qué pasa con la misa comentó alguien con alguien. Bajé, charlamos, se fueron y yo volví a mis quehaceres. O sea, lavarme, desayunar y correr a decir las misas correspondientes.
Los guardias habían ido a decirme: el Sr. Juez Comarcal, le espera a usted el martes que viene en el Juzgado.
Y nada, eso, que fui, me recibió, me preguntó, le respondí, nos despedimos, y hasta ahora. Eso fue todo. O sea: Es usted el cura de ese pueblo, sí. Se ha negado a un funeral, no. Tiene usted algo más que decir, no.
Llegaron las fiestas del pueblo, recuerdo bien, San Pedro. El día en que se contratan los pastores para todo el año (supongo que se conservará aún esa tradicional costumbre, aunque a lo mejor con lo del cambio climático y la conversión al euro ya no se estila). Fiesta grande. Los chavales se encargan de ellas, eso, el baile, los cohetes, los juegos (bueno, eso no, que se los dejaron que los organizara el cura), el bar, las peñas, en fin todo ese montaje que supone las fiestas del pueblo.
El alcalde mangoneó y arrendó el bar a un amigo. Los jóvenes se cabrearon y no sé qué le hicieron. Teléfono de nuevo. Llegaron los guardias, detuvieron a 5 ó 6 y los encerraron en el ayuntamiento. Se enteró la gente. Alguien dijo que les estaban pegando. Los padres, las madres, los hermanos y hermanas, los pequeños y los grandes salieron en dirección, cómo no, del ayuntamiento. Al final, todo el pueblo revuelto y voceando que les dejaran salir, que ya estaba bien de agredir.
No sé quién volvió a coger el teléfono (y ya van tres), pero al mediodía de aquel día, San Pedro, llegaron a un pequeño pueblecito de los torozos castellanos 10 ó 12 yips (sé decirlo y hasta describirlo, pero no escribirlo) (corrección sugerida: se dicen "jeeps") llenos, o sea entre 30 y 40 guardias civiles de los de metralleta, casco y porra y guantes de boxeo (nada de a pie, mosquetones y porra). El pueblo copado, reculó cada cual a su cobijo. El curilla, atrevido y osado, se coló en el ayuntamiento y suplicó al alcalde que les mandara marcharse, que sólo él podía hacerlo. No, que se van a enterar de quien soy yo.
El cura comió de prestado, que ese día como era fiesta estaba invitado. Pero en aquella mesa se lloró más que comió, que aquella gente era buena y sencilla, y las viandas de postín quedaron casi intocadas. Qué desperdicio.
Luego hubo lo que tenía que haber. Un juicio, con acusaciones y tal, o no, que no lo hubo, bueno no me acuerdo. Lo que si pasó es que en los días siguientes vinieron amigos de la ciudad entendidos en cosas de derechos y defensas, hablaron con unos y con otros, vieron que no había lesiones, que tampoco malas caras, que al fin y al cabo todos eran parientes, que por qué no dejarlo al fin en nada. Y en nada se quedó. Pero al cura le dejaron con el culo al aire. Porque la noche de marras, todos fueron a la rectoral a pedir información sobre abogados defensores. Y el cura, tonto él, tiró de teléfono (ya es la cuarta, qué obsesión), también él, y metió bien metida la pata.
Pasó el tiempo, no sé si mucho o poco, pero llegó el momento de decir (que no, que no fue por teléfono, que con él hablaba de tú a tú): señor obispo, cámbieme de parroquia, que aquí me asfixio.
Y me cambió.
Ojo, quede claro. No me echaron. No fueron las beatas. Tampoco el alcalde. Ni siquiera el juez o el gobernador. Me fui porque el obispo me mandó a otro sitio. Y yo sé obedecer, que soy, bueno no sé lo que soy.
P.D.
Que ¿por qué cuento esto a estas alturas? Porque ya está contado en los papeles, salimos en el periódico de entonces, y porque ya hace tanto que no se acuerda nadie. Pero también porque he recordado ahora, y es bueno recordar si al hacerlo, descansas.
Moraleja: No te calles lo que tengas que decir, ni aunque te maten. Que como ves, no te van a matar, tonto, que es de broma.
1 comentario:
Pues sí que había movidas por ser un pueblo pequeño... ufff
¡Recuerdo haber leído algún libro de esos de Giovanni Guareschi... el cura se llamaba Camilo y el alcalde Pepone, ¿a que sí? :-))
Pero... uffff!!! hace siglos de eso!! un par o tres de libros corrían por casa de mis padres... ¿25 años hará? más... ¿30? jeje
Y los coches esos son los JEEPS :-))) (he buscado en Google para asegurarme de sí era jeje)
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