Esta vez no he sentido nostalgia, y he recogido el
montaje de Navidad con buen ánimo y ausencia total de tristeza. Nada que ver
con lo que me ocurría cuando era más pequeño, entonces era otra cosa. Para
empezar, recogerlo y guardarlo significaba que acaban las navidades y sus
correspondientes vacaciones. Significaba también que ya no había que juntarse
con abuelos, tíos y primos para jugar, comer turrón y visitar los puestos de
los tenderos de la calle. Encerrarlo todo en una caja de zapatos, tras envolver
las figurillas en papel de periódico, tenía el peligro de apretar demasiado las
terracotas, el plástico entonces era aún futuro, y romper dedos, brazos o
piernas; y ese miedo me atenazaba. Lo peor de todo, sin embargo, era hacerlo sabiendo
que habría de pasar un año entero para volver a desempaquetar y ordenar de
nuevo el nacimiento. Un año, entonces, era una eternidad.
Ahora me ocurre que los años pasan muy deprisa, y
los días duran un suspiro. No es problema empaquetar, porque pienso desempacar,
faltaría más. Tampoco que haya roturas, que ya me apañaré para recomponerlas.
Las reuniones familiares las tengo suplidas por otras no menos afectuosas. Y
las vacaciones, las mías son perpetuas.
Así, pues, no sólo recojo y encajono lo que tengo
expuesto con buena disposición. Es que me permito la libertad de dejar un
reclamo a la vista, la estrella. Que no falte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario