Cada vez que me pongo
manos a la limpieza de mi casa tengo que mirar al reloj o desear fumarme un
cigarro. Empiezo siempre por el cuarto de baño, sigo con la cocina, luego el
dormitorio, el mal llamado despacho que en realidad es el almacén, el cuarto de
estar, el pasillo y… el patio. Como la puerta casi está permanentemente abierta
sigo con el cepillo dándole a la acera y… si no digo basta que me orino o voy a
decir hola al vecino no sé dónde y cómo acabar la faena. La vivienda es
pequeña, pero el jardín ya no tanto; y si además resulta que la calle está
exenta de vehículos y hay colillas o papeles o tierra, la limpieza se convierte
en una obra de titanes. Por eso, digo yo, existen horarios, direcciones
obligatorias y límites o fronteras. Porque ya puestos, mi casa puede ser el
mundo entero. Y no creo que nadie me vaya a decir limpia tu casa y deja en paz
todo lo demás, que a nadie le amarga un dulce o que le hagan las faenas
domésticas o ciudadanas gratis et amore.
Así que he decidido
parar de barrer, sentarme y fumar al tiempo que le doy a la tecla.
El viernes se casan
Inés y Andreas. Va a ser una ceremonia en spanis/inglis/danis, porque de allá,
de Dinamarca es el pavo, y se trae una tropa larga de familiares y amigos que
están todo alborozados porque les han montado un fiestorro en la soleada España;
una semana de vacaciones por aquí y vuelven a casa tostados como sepias.
El caso es que ayer
fuimos en panda a ver el lugar de la ceremonia. Ella quiere que sea en el
colegio donde vivió su infancia feliz. Él acepta, faltaría más. Y quedamos en
la entrada a las 13:00 horas, según el Meridiano de Greenwich, para ver cómo es
el sitio y disponer cosillas que siempre conviene prever.
Puntuales como
europeos de pro a la cita, nos vimos en recepción. Pero allí ponía “reception” en un letrero recientito sobre lo alto del mostrador. Nos
miramos y callamos. En el amplio recibidor se abren en varias direcciones
puertas que dan acceso a según qué sitios: capilla, comunidad, aulario, sala de
visitas, etc. Cada una de las puertas tenía antes un letrero con letras blancas
sobre fondo negro que nombraba para informar. Ahora los letreros son al revés,
letras negras sobre fondo blanco; pero en inglés. Así chapel, community,
classrooms, room visits… No ha variado en
un lateral bien discreto lo referente a los retretes, que mantiene el cartel de
W.C. sobre el quicio de su puerta.
Sólo Andreas se me acercó para
preguntarme el porqué de aquellos indicadores. Le extrañaba que no aparecieran
en castellano, sólo en inglés.
Me encogí de hombros, dije no saber,
tampoco comprender. Y comenté que tal vez era una nueva disposición acordada en
reunión del Consejo de Padres o por toda la Comunidad Educativa. Incluso llegué
a decir que tal vez fuera una cláusula obligatoria del Ideario del Centro
sugerida o impuesta por quien puede y además lo hace. O entiendes y te expresas
en inglés, o lo vas a tener crudo.
Nunca fui un lince
para los idiomas. Ni el latín ni el griego, ni el francés ni el inglés, tampoco
el alemán –cuyos abecedarios han sido de alguna manera objeto de mis afanes
estudiantiles– han logrado progresar en mí. De modo que para qué voy a citar el
gallego, el vascuence, el catalán o mismamente el italiano, que me rozaron bien
rozado cuando convivía con pensantes y parlantes en los susodichos idiomas; si
los llegué a comprender, ahora no me apetece.
Tiene que ser un
danés, venido de aquel país del norte el que levante esta liebre y nos diga ¡pero
estáis tontos o qué! ¿Para eso he aprendido castellano, para llegar a Castilla
y verlo todo en inglés?
Inés habla español
y muy bien inglés. En danés se defiende mejor que él en castellano, al decir
de Andreas. Ambos se manejan en la intimidad en inglés, me confesó ella; y lo
mismo con la tropa que llega; de modo que tanto el spanis como el danis quedan
reducidos para los recalcitrantes que sólo y apenas nos apañamos con lo de
casa, lo de toda la vida.
¡Uf! ¿No sería
conveniente poner en fijo tanta variedad? Creo que algo parecido ocurrió en
Babel, pero no lo tengo claro. Voy a ver si me entero.
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