Suena el teléfono de mañana y alguien desde lejos me dice si podemos
hablar. Por supuesto, contesté. Se identifica como el tío religioso que va a
bautizar a una resobrina. Es que los chicos parece que no se han entendido contigo.
¿Va a haber tiempo para realizar el bautizo el próximo sábado? Es que según
parece va a haber cinco más… Claro, respondo, cómo no vamos a tener tiempo.
¿Uno después de otro? ¡No! Todos en la misma celebración. Esto es una
parroquia, repliqué. Como en las confirmaciones, como en las primeras
comuniones, en fin, en comunidad. Todos juntos.
Y aquí empezó un diálogo a dos bandas, él hablando en nombre de sus
sobrinos, y yo en mi puesto como párroco.
Reproducir entera la conversación no merece la pena. Un representante de
una de las instituciones religiosas de prestigio y un simple cura de barrio no
pueden mantener sino una desigual diatriba, máxime si uno ha sido profesor de
dogmática y el otro a duras penas un chico útil para recados de todo tipo. Por
eso se entiende el respingo que escuché al otro lado, cuando dije que no había sólo
diferencia de matiz pastoral, sino de carácter casi teológico.
Pero no son tiempos para delicatessen y ceremonias particulares. Si papa
Francisco puede ir a una parroquia y bautizar así a alguien, en esta mi
parroquia no se permite. ¡Qué le vamos a hacer!
Si venís el sábado, seréis bienvenidos. Si decidís no hacerlo, no pasa
nada, tan amigos.
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