¿Hace falta algo
para mañana? Porque
el viernes por la tarde es cuando vienen y se llevan. De todo lo que hay, sirva
o no; porque como no tienen, cualquier cosa resulta útil.
Trae leche, fue la respuesta. Y he llenado el
corsa de cajitas lácteas del mejor precio. Es la costumbre.
Con el carro hasta
las trancas, intento subir la rampa del acceso a la nave y descubro que tengo
que hacer fuerza, mucha fuerza para superar el pequeño desnivel. Ya arriba,
resoplo… y pienso. Vamos a ver, un costal de cebada, 65 kilos; uno de trigo,
85; y uno de harina, ¡90!
Noventa kilos de
harina se ponían encima de la espalda los antiguos cuando volvían de moler; y
con ellos habían de subir al sobrado, por unas escaleras de mala muerte de
empinadas y de estrechas.
Y yo casi echo los
bofes por apenas noventa y seis sobre ruedas y a ras de suelo. No me imagino
con ellos sobre mí, y por aquellas escaleras.
Menos mal que aquello
ya no se estila.
Como tampoco se
gastan ahora los sermones de antaño. Menudos sermones. Eran auténticas
pesadillas. Salía el personal dándose golpes de pecho, que sólo producían
dolores y malestar, mala conciencia y auténtico espanto.
Ahora estamos mejor,
mucho mejor. ¡Dónde va a parar!
Acabo de relajarme
del penoso trabajo realizado, y, a la espera de ponerme a hacer la comida, me
encuentro con esto que acaba de dejar un pensador nato y clarividente como es
Joseph Cobo:
Cada uno sufre de
deformación profesional. Los profes tienden a sentar cátedra.
Los médicos, a ver podredumbre por todas partes. Los malos sacerdotes, a
sermonear. ¿Qué es, sin embargo, un sermón, mejor dicho, un sermón cristiano?
Un sermón cristiano, por lo común, es una palabra verdadera, fuera de
lugar. Esto es, fuera del lugar en donde podemos admitirla, precisamente, como
palabra que tiene que pronunciarse. Hace ya tiempo que un sermón cristiano dejó
de ser un anuncio para ser simplemente un instrumento de la coacción moral. Por
ejemplo: cristianamente hablando, es cierto que un seguidor de Jesús debería
dar a los pobres la túnica que le sobra. Ahora bien, predicarlo a los jóvenes
ricos, una y otra vez, es como insistirles a las putas del Raval que deberían
amar a sus clientes. Ellas no pueden hacerlo, aun cuando
cristianamente deban. O cuanto menos no pueden hacerlo, salvo milagro.
De ahí que un sermón, en tanto que artefacto moral, solo pueda crear mala
conciencia. El error del sermón consiste en hacernos creer que está en
nuestras manos hacer lo que Dios nos exige, cuando, en principio, debería
limitarse a anunciar que ocurrió lo imposible. Un buen sacerdote es un
cuentista. Un buen sacerdote es aquel que cuenta historias de milagros: “mirad:
había una vez una puta que abrazó a su cliente, porque vio que él sufría
mucho más que ella…” Y deja que la historia obre por su cuenta. Pues
acaso sea cierto que uno solo puede cumplir con la voluntad de Dios donde no
pretende cumplir con la voluntad de Dios para justificarse a sí mismo como
cristiano. Uno, al fin y al cabo, está cansado de oír una y otra vez aquello,
de hem de, hem de, hem de…. si volem ser coherents. Uno está cansado
de que con una mano se le dé con la vara del hem de, hem de y con la
otra se dé cancha al buenrollismo del no n'hi ha per tant. En
qué quedamos, pues? Muy perverso, tot plegat. Jesús no le dio la tabarra
al joven rico. Simplemente se entristeció hasta las entrañas. Pues,
ciertamente, qué difícil es que un rico pueda hacer lo que, sin duda,
debe hacer en nombre de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario