En este Vallis
Telitum o Vallis
Tolitum, –valle de
las aguas, valle húmedo y de las nieblas, según la acreditada opinión que Emilio
Salcedo defiende en
su Guía secreta de Valladolid–, cuando la temperatura no consigue superar los cero grados
de manera contumaz y persistente, incluso con alevosía añadiría yo, surge algún
que otro sorprendente panorama que embelesa a propios y extraños. Pero pasado
el primer ramalazo de arrebato, llega el desencanto; yo diría más, la
repulsión.
Ojala se debiera todo
al moro Olit, si hubiera existido; porque entonces tendríamos a quien echar la
culpa. De ninguna manera puede explicarse mediante la alegación de que aquí
crecía y se desarrollaba a su anchas el olivo, porque entonces no le hubiera
arrendado la ganancia al hermoso y centenario vegetal, que exige menos humedad
y no tanto frío.
En este lugar donde
ocho meses son de invierno y los cuatro restantes un infierno, estamos hasta
las narices de que nuestros días pasen de esta guisa:
Es que incluso cuando
nos cruzamos los vecinos de toda la vida no logramos reconocernos.
–¡Que no me
saludaste!
–¿Eras tú? ¡No te
reconocí en la niebla!
Y así nos vamos yendo
por la vida.
No es plan este
clima, no es fácil aguantarlo. No extrañe, pues, que los de este lugar llevemos
fama de serios, taciturnos y de pocas palabras. Hablar con esta niebla simula
que fumamos como carreteros, y como ahora fumar está feo y no se estila, lo ocultamos hablando poco, lo indispensable.
Ya lo dijo Tomé de
Pinheiro da Veiga, portugués afincado aquí, en 1605: “Con tener Valladolid
tantos ríos, debe ser la más sucia tierra de toda España, de más lodos, peor
naturaleza y olor más pestilente que se puede imaginar, con lo que se hace insufrible
y aborrecible; porque, en pasando una calle, traspasa la gualdrapa y la media
hasta mojaros los pies y zapatos”. Así es imposible pararse y echar una parrafada con las
personas conocidas. Vamos, que ni siquiera apetece decir hola o adiós.
Ahora me he
civilizado un tanto con la edad; pero de pequeño, recuerdo ir a la carrera por
las calles, con las manos embutidas en los bolsillos de los pantalones cortos y
las rodillas, al descubierto a pesar de mis calcetines largos, insensibles por
ateridas. Eso sí, los pies siempre húmedos. No había charco que no catara. Y la
nariz, moqueante. “Si es que no miras dónde pisas”, me regañaba luego mi papá. ¡Iba a
mirar, iba a mirar!
Pero en realidad no
somos así ni de ásperos ni de taciturnos los de aquí. Hoy lo he podido
comprobar. He vuelto esta mañana a Sanyres porque el sábado eché en falta a
varios parroquianos, por ver si estaban encamados. Cuando me vieron se les
alegró la cara con sonrisa de oreja a oreja, y me vi mal para salir de allí.
¡Qué manera de cascar! Los dejé viendo la tele en la sala común. No sé si los
señores y señoras residentes se comunicarán entre sí. A los que llegamos de
fuera, no fríen.
Yo creo que sí que
somos expresivos y comunicativos los pucelanos. Otro de nuestros apelativos, no
en balde se llama también Pucela a esta ciudad, –de “Poucella”, una tal Pierone, discípula
de Juana de Arco, que arribó a estas tierras como embajadora para renovar la
Liga franco-castellana que había establecido el rey Juan II.
Pero de ninguna
manera llegamos al nivel de otros lugares. ¡Cómo comparar! Somos más
contenidos, mucho más sobrios y concisos, y en cuanto a la niebla… sólo es
exterior. Por dentro ni pegajosos ni escarchados.
Un aviso para
terminar. Esa foto en la que “nieva” no es obra mía, palabra. Ha sido una
chapuza de Picasa, que sin pedírselo la ha amañado. En ese momento no nevaba,
helaba ante el bar El Barrio. Camino Viejo de Simancas km 3,5 por si queréis
merendar al estilo pucelano. La que yo hice es ésta:
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