Hoy, veintidós de
julio, me apetece escribir sobre dos asuntos que no sé de qué manera pueden
estar relacionados, si es que hay entre ellos alguna conexión: María Magdalena
y la luna llena. Porque hoy es la fiesta de la Magdalena, y la luna se colmata
de luz a las 20,16 horas en Acuario.
Una cosa tengo clara:
no voy a ser original en ningún sentido y sobre ninguna de estas dos
cuestiones; hay tanto escrito, tanto comprobado y tantísimo inventado, que no
me considero capaz de aportar novedad alguna. Sólo en este lugar, María Magdalena: ¿Santa, esposa o prostituta?, hay suficiente material como para acercarse a él con el fardel bien
repleto de viandas, cepillo de dientes, orinal y saco de dormir. ¡Ah! y nada de
pensar en poder mirar luego a la luna, porque ni tiempo, oye tú, ni siquiera un
ratito.
De modo que me voy a
poner un poquito en plan poético, comparando al sol y la luna, con Jesús y
Magdalena. Sí, El Señor como el sol de julio en el centro del firmamento, y
María de Magdala como luna llena que recibe su luz y la proyecta. ¿Que puede
resultar noña esta pretensión? ¡Por supuesto! Y no sólo eso, sino también y
además inútil, intrascendente, vacía, pueril y hasta meliflua. Por añadir
adjetivos que no quede.
El caso es que
estando de por medio Jesús y Magdalena, no queda otra que mostrarse trasgresor.
Con ellos dos no van las formas políticamente, –ni religiosamente–, correctas.
Quien se cargó el sábado y el templo, quien cantó las cuarenta a los mandones,
quien miró de tú a tú a toda mujer, no sólo a su madre María, quien liberó de
la marginación a leprosos y tullidos, quien rescató para la dignidad a
pecadores y banqueros, quien a la hora de la verdad miró cara a cara al poder
embrutecido del imperio sin dejar por ello de ser humilde cordero llevado al
matadero; por un lado. Y por el otro, la otra; la que no esperó que la llamara,
la que se coló sin atender si había o no venia para hacer lo que la salía de
las tripas, la que se mantuvo siempre fiel y consecuente, la primera en recibir
la gran noticia, la que luego consintió, (o permitió, qué más da), que se la
tergiversara, manipulara, vituperara y finalmente ninguneara.
Con ese pedazo de
hombre y esa enormidad de mujer, tejióse el Evangelio del Reino de Dios, la
Buena Nueva, la auténtica, la que anda por ahí escondida, pero que sigue
calentando tanto como este sol de julio, iluminando tanto como esta luna llena
de hoy.
No lo entiende mal
Joquín Sabina, tampoco lo canta deficientemente al ritmo que le pone Pablo
Milanés. Que nadie nos oculte el sol, aunque sea el mismísimo Alejandro Magno; que
tanta iluminación nocturna y tanta morralla no apague esa luna descarada.
¡Fuera estorbos!
Esta confesión de
María Magdalena a sus compañeros varones en lo de ser Apóstoles de Jesús no
consta en ninguna parte, pertenece al magín de una teóloga que me entusiasma,
Dolores Aleixandre; bien pudiera ser reflejo de lo que en realidad pasó:
«Vosotros
sabéis de mí que soy de Magdala y yo sé que conocéis los rumores que circulan
allí sobre mi pasado. También imagino que, cuando no estoy presente, habréis
preguntado al Maestro por qué ha aceptado en su seguimiento a alguien como yo.
A mí él no
me ha llamado como a vosotros, pero yo vivía desgarrada y rota en mi interior,
entregada a poderes extraños, y el encuentro con Jesús fue para mí el momento
en el que mi vida comenzó a pertenecerme y en el que conseguí firmeza y
seguridad. Sentí que por fin podía existir sin más, sin que el peso del juicio
de otros me aplastara y sin que mis propios temores me retuvieran encadenada.
Vosotros le
habéis seguido porque él os ha llamado, yo le sigo porque no existe ningún otro
lugar en el mundo en el que yo pueda vivir, y lo sé con el mismo instinto que
enseña a las golondrinas a seguir al verano».
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