“Será pronto”, había dicho Francisco a la mujer. Algunos días más
tarde, solamente se puso en camino al atardecer con el hermano León para ir a
ver al niño enfermo. Le había venido la idea de llevar el saquito de flores que
la hermana Clara le había dado a su paso por San Damián.
–Voy a sembrarlas debajo de la ventana de los niños -se decía-,
eso les dará alegría a los ojos. Cuando vean florecer su casita todavía la
querrán más. Es todo tan diferente cuando se han visto flores desde pequeño
Francisco se dejaba ir con estos pensamientos mientras caminaba
detrás de León a través del bosque. Estaban acostumbrados los dos a estas
caminatas silenciosas a través de la gran Naturaleza. Pasaron pronto las
cuestas de un barranco, en cuyo fondo bramaba un torrente. El lugar era
retirado y de una belleza salvaje y pura. El agua saltaba sobre las rocas,
blanquísima y exultante, con breves relámpagos azules. Había en el ambiente un
gran frescor que penetraba el suelo de los bosques vecinos. Unos enebros habían
brotado entre las rocas por un lado y por otro y dominaban el borboteo del
agua.
–¡Hermana agua! -gritó Francisco, acercándose al torrente-. Tu
pureza canta la inocencia de Dios.
Saltando de una roca a otra, León atravesó corriendo el torrente.
Francisco le siguió. Tardó más tiempo. León, que le esperaba de pie en la otra
orilla, miraba cómo corría el agua limpia con rapidez sobre la arena dorada
entre las masas grises de rocas. Cuando Francisco se le juntó, siguió en su
actitud contemplativa. Parecía no poder desatarse de este espectáculo.
Francisco le miró y vio tristeza en su rostro.
–Tienes aire soñador -le dijo simplemente Francisco.
–¡Ay si pudiéramos tener un poco de esta pureza -respondió León-,
también nosotros conoceríamos la alegría loca y desbordante de nuestra hermana
agua y su impulso irresistible!
Había en sus palabras una profunda nostalgia, y León miraba
melancólicamente el torrente, que no cesaba de huir en su pureza inaprensible.
–Ven -le dijo Francisco, cogiéndole por el brazo.
Empezaron los dos otra vez a andar. Después de un momento de
silencio, Francisco preguntó a León:
–¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?
–Es no tener ninguna falta que reprocharse -contestó León sin
dudarlo.
–Entonces comprendo tu tristeza -dijo Francisco-, porque siempre
hay algo que reprocharse.
–Sí -dijo León-, y eso es, precisamente, lo que me hace
desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.
–¡Ah!, hermano León; créeme -contestó Francisco-, no te preocupes
tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada hacia Dios. Admírale. Alégrate
de lo que Él es, Él, todo santidad. Dale gracias por Él mismo. Es eso mismo,
hermanito, tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no
vuelvas más sobre ti mismo. No te preguntes en dónde estás con respecto a Dios.
La tristeza de no ser perfecto y de encontrarse pecador es un sentimiento
todavía humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada más alto, mucho
más alto. Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor. El corazón
puro es el que no cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Toma un interés
profundo en la vida misma de Dios y es capaz, en medio de todas sus miserias,
de vibrar con la eterna inocencia y la eterna alegría de Dios. Un corazón así
está a la vez despojado y colmado. Le basta que Dios sea Dios. En eso mismo
encuentra toda su paz, toda su alegría y Dios mismo es entonces su santidad.
–Sin embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad
-observó León.
–Es verdad -respondió Francisco-. Pero la santidad no es un
cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un
vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la
medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, nuestra nada, si se acepta, se
hace el espacio libre en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja
arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Solo Santo. Pero
coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los
príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de
su alma. Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es
Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser,
gozarse totalmente de lo que Él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y
darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la
exigencia más profunda del amor que el Espíritu del Señor no cesa de derramar
en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro, pero esta pureza no se
obtiene a fuerza de puños y poniéndose en tensión.
–¿Y cómo hay que hacer? -preguntó León.
–Es preciso simplemente no guardar nada de sí mismo. Barrerlo
todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar
el ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no
ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso
basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como la
alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda
inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer a
Dios.
León escuchaba gravemente, mientras andaba delante de su padre.
Pero, a medida que avanzaba, sentía que su corazón se hacía ligero y que le invadía
una gran paz.
Llegaron pronto a la casita. Nada más entrar en el patio fueron
acogidos por la mujer. De pie en el umbral de su casa, parecía esperarles.
Cuando los vio fue hacia ellos. Su rostro resplandecía.
–¡Ah, hermano! -dijo, dirigiéndose a Francisco con una voz
conmovida-, ya pensaba que vendrías esta tarde. Esperaba vuestra visita. ¡Si
supieras lo feliz que soy! Mi niño va mucho mejor. Ya ha podido comer algo
estos últimos días. No sé cómo darte las gracias.
–¡Alabado sea Dios! -exclamó Francisco-. Es a Él a quien hay que
dar las gracias.
Seguido de León, entró en la pequeña masía, se acercó a la
cunita, se inclinó hacia el niño, que le contestó con una sonrisa. La madre
estaba encantada. Visiblemente, el niño había recobrado vida. A todo esto, el
abuelo entró en la casa con los dos mayores que le saltaban alrededor. Era un
hombre todavía bastante erguido, de rostro tranquilo, con una apacible claridad
en los ojos.
–Buenas tardes, hermanos -les dijo-. ¡Qué buenos sois por haber
venido a vernos! Estábamos muy inquietos por el pequeño. Pero parece que todo
se va arreglando.
–Me alegro muchísimo y le doy gracias a Dios -dijo Francisco.
–Habría que darle siempre las gracias -respondió el viejo con
calma y gravedad-. Aun cuando no se arregle todo como quisiéramos. Pero es
difícil. Nos falta siempre esperanza. Cuando yo era joven pedía muchas veces
cuentas a Dios cuando las cosas no iban como yo quería, y si Dios se hacía el
sordo, yo me turbaba, me irritaba. Ahora ya no pido cuentas a Dios. He comprendido
que esta actitud era infantil y ridícula. Dios es como el sol. Se le vea o no
se le vea, que aparezca o se oculte, Él brilla. ¡Vaya usted a impedir al sol
que brille! Pues menos se puede todavía impedir a Dios que se derrame en
misericordia.
–Es verdad -dijo Francisco-. Dios es el Bien; no puede querer más
que el bien. Pero, a diferencia del sol, que brilla sin nosotros y por encima
de nuestras cabezas, ha querido que su bondad pase por el corazón de los
hombres. Hay en eso algo de maravilloso y también de temible. Depende de cada
uno de nosotros, por nuestra parte, que los hombres sientan o no la
misericordia de Dios. Por eso la bondad es una cosa tan grande.
Los dos niños, que estaban pegados a las piernas del abuelo,
levantaban hacia Francisco y León los ojos, grandes, en donde se leía a la vez
el asombro y como una espera. Escuchaban. O, mejor aún, miraban. Era su manera
de escuchar. El rostro de Francisco, su manera de hablar, les impresionaba
mucho. Emanaba de él tanta vida y tanta dulzura, que estaban como encantados.
–Bueno, esto hay que celebrarlo -dijo entonces Francisco-. El
hermanito va mejor y hay que alegrarse.
Y dirigiéndose al mayor, que no le quitaba los ojos de encima,
dijo:
–Ven, hombrecito, voy a enseñarte una cosa.
Lo cogió de la mano y lo llevó hacia el patio de entrada. Todos
le siguieron y la pequeña no fue la última en salir a ver lo que iba a pasar.
–He traído semilla de flores -dijo Francisco, enseñando el
saquito al niño-. Son flores muy bonitas, pero ¿en dónde las vamos a sembrar?
Francisco echó una ojeada al patio. Había allí, al pie del muro,
debajo de las ventanas, una vieja pila de piedra bastante larga, que debía de
haber servido en otro tiempo de abrevadero de los animales. Estaba llena de
tierra y restos de hojas muertas y de malas hierbas que brotaban.
–Esta pila será muy buena -dijo el abuelo.
Francisco arrancó en seguida las hierbas que había, removió la
tierra y se puso a echar las semillas. Todas las miradas seguían su mano, que
se movía con prisa, intentando ver la semilla imperceptible que caía.
–¿Por qué haces eso? -preguntó el chico, intrigado.
–Porque -contestó Francisco, continuando la siembra- cuando veas
las florecillas salir al sol y reirse con todas sus fuerzas, tú también te
reirás y dirás: “¡Ha hecho cosas bien bonitas Dios!”
–¿Y cómo se llaman estas florecillas? -preguntó el niño.
–¡Ah, eso no lo sé! –respondió Francisco–, pero si quieres,
podemos llamarlas Speranza. ¿Te
acordarás? Son flores de esperanza.
Y el hombrecito, maravillado, deletreó, despacito: “Spe-ran-za.”
En este momento, volvía el padre del trabajo. Gordo, vestido con
una túnica de color ceniza, con las piernas desnudas cubiertas de polvo, el
rostro sombreado, el cuello abierto, las mangas subidas, dejando ver unos
brazos robustos y bronceados, se dirigió a los hermanos con una amplia sonrisa
en que brillaba el sol de toda una jornada.
–Buenas tardes, hermanos -exclamó-. Habéis tenido buena idea en
venir esta tarde. Ha caído muy bien. He terminado el trabajo un poco más
temprano. Bueno, ¿han visto al pequeño? Va mucho mejor, ¿verdad? Es
verdaderamente extraordinario.
El conjunto de su persona expresaba a la vez algo muy fuerte y
simple. El mismo cansancio no quitaba nada a esta impresión de fuerza
tranquila. Parecía por el contrario, darle más peso.
–Se quedarán a cenar con nosotros -dijo a los hermanos, con un
tono amistoso, pero sin réplica.
Después, haciendo gesto de retirarse, añadió:
–Un momento, por favor. Me paso un poco de agua por la cara y
estoy aquí.
Volvió en seguida, con el rostro fresco. E invitó a sus huéspedes
a entrar para la cena. Fue de las más sencillas: una sopa espesa y un poco de
verdura. Un alimento de pobres, como le gustaba a Francisco.
Después de la cena, salieron todos al patio de detrás de la casa.
El calor del día había caído. El sol había desaparecido en el horizonte, pero
su brillo persistía todavía. Allá, sobre la colina, del lado del Poniente, unos
grandes cipreses se levantaban contra un cielo oro, naranja y rosa, y su sombra
afilada se alargaba desmesurada sobre los campos; hacía un tiempo dulce y
tranquilo. Toda la familia se sentó en la hierba, debajo del manzano. Las
miradas se fijaron sobre Francisco, hubo un momento de silencio y espera.
Entonces el padre de familia, tomando la palabra, dijo:
–Mi mujer y yo nos preguntamos hace ya algún tiempo qué podíamos
hacer para vivir de una manera más perfecta. Podemos, desde luego, dejar a
nuestros hijos para llevar la vida de los hermanos, pero ¿cómo tenemos que
hacerlo?
–Basta con observar el santo Evangelio en el estado mismo en que
el Señor os ha llamado -respondió simplemente Francisco.
–Pero ¿cómo se hace eso en la práctica? -preguntó el padre.
–El Señor, en el Evangelio, nos dice, por ejemplo: «Que el más
grande entre vosotros sea como el más pequeño, y el jefe como el que sirve.»
Bueno, esta palabra vale para toda comunidad, también para la familia. Así, el
jefe de familia a quien hay que obedecer y que es mirado como el más grande,
debe portarse como el más pequeño y hacerse el servidor de todos los suyos.
Tendrá cuidado de cada uno de ellos con tanta bondad como quisiera que le
mostraran si estuviera él en su sitio. Será dulce y misericordioso con respecto
a todos. Y ante la falta de uno de ellos, no se irritará contra él, sino que
con toda paciencia y humildad le advertirá y le soportará con dulzura. Eso es
vivir el santo Evangelio. Tiene verdaderamente parte en el espíritu del Señor
el que obra así. No es necesario, ya lo veis, soñar con cosas grandes. Es
preciso volver siempre a la simplicidad del Evangelio. Y, sobre todo, tomar en
serio esta simplicidad.
»–Otro ejemplo -prosiguió Francisco-: el Señor dice en el
Evangelio: «Bienaventurados los que son pobres de espíritu, porque el reino de
los cielos es de ellos.» Bueno, ¿y qué es ser pobre de espíritu? Hay muchos que
se eternizan en oraciones y en oficios y que multiplican contra su cuerpo
abstinencias y maceraciones, pero por una sola palabra que les parece una
afrenta contra su cuerpo, y por una bagatela que les roban, en seguida se ponen
escandalizados y turbados. Esos no son pobres de espíritu; porque el que tiene
verdaderamente un alma de pobre se desprecia a sí mismo y ama a los que le
golpean la cara.
»–Sería fácil poner muchísimos ejemplos y aplicaciones. Además,
en el Evangelio todo está unido. Basta empezar por una punta. No se puede
poseer verdaderamente una virtud evangélica sin poseer las demás, y el que
hiere una, las hiere todas y no posee ninguna. Así, no es posible ser
verdaderamente pobre según el santo Evangelio, sin ser al mismo tiempo humilde,
y nadie es verdaderamente humilde si no está sometido a toda criatura, y
primeramente, y por encima de todo, a la Santa Iglesia, nuestra madre, y eso no
puede hacerse sin una gran confianza en el Señor Jesús, que no abandona nunca a
los suyos, y en el Padre, que sabe de qué tenemos necesidad. El Espíritu del
Señor es uno. Es un Espíritu de infancia, de paz, de misericordia y de
alegría.»
Francisco habló todavía mucho tiempo sobre este tema. Para
aquella gente, simple y abierta, el escucharle era un verdadero placer. Pero
comenzaba a caer la noche; se pegaba a las gruesas ramas nudosas y oscuras del
manzano. Imperceptiblemente, el aire refrescaba. Los niños, los dos mayores,
pegados contra su abuelo y que, de cuando en cuando, hacían alguna diablura,
empezaban a impacientarse y a querer moverse. Francisco y León pensaron
entonces en volver; se levantaron y se despidieron de sus amigos.
Era agradable caminar al fresco de la tarde. El cielo se había
hecho azul oscuro y las estrellas se alumbraban una a una. Francisco y León
entraron pronto en el bosque. La luna se había levantado. Su claridad golpeaba
la cima de los árboles y corría lo largo de las ramas, entre las hojas, hasta
el suelo, en que se esparcía en gruesas gotas de plata sobre los helechos y los
arándanos. Había luz por todas partes en el bosque, una luz verde, dulce,
acogedora, que dejaba ver hasta muy lejos los inmensos corredores. Sobre los
troncos de los viejos árboles, los líquenes y los musgos brillaban como de
polvo fino de estrellas, y le pareció entonces a León que todo el bosque esta
tarde esperaba a alguien, tan bello estaba en su juegos de sombra y de
luz, y olía todo tan bien: las cortezas, los helechos, la menta y mil flores
invisibles. Caminaban en silencio. Ante ellos un zorro salió bruscamente de un
matorral y saltó hacia la luz; su pelaje rojo llameó un instante, después
desapareció en seguida en la sombra, dando pequeños aullidos. Una vida secreta
se despertaba. Los pájaros de la noche se llamaban. Del espesor del suelo
subían innumerables ruidos. En un claro, Francisco se paró y miró al cielo.
Ahora las estrellas hormigueaban en grupos compactos. También ellas parecían
vivir. La noche era maravillosamente clara y dulce. Francisco respiró
profundamente y encontró el bosque bienoliente. Toda esta vida invisible,
temblorosa y profunda alrededor de él no era para él un poder tenebroso e
inquietante. Había perdido a sus ojos el carácter temible y la opacidad se
había hecho luz. Le revelaba por transparencia la bondad divina, que es la fuente
de todas las cosas. Volviendo entonces a emprender su marcha con alegría, se
puso a cantar. La dulzura de Dios se había apoderado de él. La grande y fuerte
dulzura de Dios.
–Tú solo eres bueno. Tú eres el Bien, todo el Bien. Tú eres
nuestra gran dulzura. Tú eres nuestra vida eterna, grande y admirable Señor
-repetía.
Cantaba todo esto en músicas improvisadas. En su alegría, recogió
del suelo dos pedazos de madera y apoyando uno sobre el brazo izquierdo se puso
a rascar con el otro, como si pasara un arco sobre el violín. León le miraba.
Su cara estaba resplandeciente. Andaba y cantaba e imitaba el acompañamiento de
su canto, y a León le costaba trabajo seguirle. De repente, Francisco empezó a
andar despacito, y León vio con estupor que el rostro de su padre había
cambiado, se había hecho doloroso, atrozmente doloroso, y continuaba cantando,
pero su canto mismo era doloroso.
–Tú, que te has dignado morir por amor de mi amor -gemía-, haga
la dulce violencia de tu amor que yo muera por el amor de tu amor.
León tuvo entonces la certidumbre de que Francisco veía en ese
momento a su Señor suspendido en el patíbulo de la cruz. Le veía después de
largas horas de agonía, todavía moviéndose, luchando entre la vida y la muerte,
espantoso guiñapo humano. Su alegría le había transportado de un salto hasta
allí, hasta la contemplación del Crucificado. Había dejado caer las pobres
cosas que tenía en sus manos. Después había empezado otra vez su letanía de
alabanzas con una voz más fuerte, que resonaba clara en la noche en medio del
bosque:
–Tú eres el Bien, todo el Bien, grande y admirable Señor,
misericordioso Salvador.
Este nuevo salto a la alegría sorprendió a León. La imagen del
Crucificado no había destruido la alegría de Francisco, al contrario, y León
pensó que ella debía de ser su verdadera fuente, la fuente purísima e
inagotable.
Esta imagen de oprobio y de dolor era verdaderamente la luz que
aclaraba sus pasos. Era la que le descubría la creación. Era la que se le hacía
ver, por encima de toda la villanía y crímenes de este mundo, perfectamente
reconciliada y llena ya de esa soberana bondad, que está en el origen de todas
las cosas.
El rostro de Francisco se había iluminado de nuevo
maravillosamente con una expresión de niño. Como si la creación acabara de
repente de abrirse a sus ojos, toda empapada de la inocencia de Dios, y que el
milagro de la existencia se le ofreciese en su primer candor.
Atravesaron un claro. Al borde del bosque una bandada de ciervos
que estaban echados allí se levantó. Inmóviles, con la cabeza levantada, los
animales miraban cómo pasaba ese hombre libre cantando. No parecían nada
asustados. Entonces León comprendió que estaba viviendo un momento
extraordinario. Sí, era verdad que esta tarde el bosque estaba esperando a
alguien. Todos los árboles, y todos los animales, y todas las estrellas también
estaban esperando el paso del hombre fraternal. Hacía muchísimo tiempo, sin
duda, que la Naturaleza esperaba así, desde miles de años quizá. Pero esta
tarde, por un misterioso instinto, sabía que él debía de llegar, y allí estaba,
en medio de ella, y la libertaba con su canto
Eloi Leclerc. Sabiduría de
un pobre. Editorial Marova, 1987, págs 127-140
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