Posiblemente fuera concebida y construida para estar en un refectorio conventual, alineada entorno a los muros del recinto o colocada en hilera con las otras ocupando todo el espacio disponible. Hecha en madera, robusta y sobria, al artesano le pareció poco digna su apariencia y redobló su aspecto original adobándola con una pasta gruesa y simulando vetas a base de pintura clara. En un tiempo pasado, la madera de disfrazaba de madera.
Los cuatro enormes cajones indican que era para cuatro comensales. Y el
tamaño de los mismos da para suponer que servirían para algo más que guardar la
servilleta; tal vez el cubierto fuera personal, y los platos y el vaso…, o
también debieran contener algún libro de oraciones y salmos, de esos gordos que
lo contienen todo, puesto que el comedor sería el paso natural tras estar en la
capilla. Antes del desayuno, rezo de laudes y santa misa. Al rezo de la hora
intermedia, la comida. Y la cena solía estar tras vísperas y antes de
completas. Digo yo que sería así. En todo caso, los cajones son amplios a
conciencia.
Tras su paso por este lugar del enorme, supongo, monasterio,
modificaciones en el mobiliario, en el edificio o en las costumbres, cambió el
uso al que estuvo destinada, y la mesa cambió de lugar y de función. Puede que
sirviera en el almacén, o una galería, tal vez en una bodega. En esta etapa de
su vida recibió maltrato, golpes, humedades, manchas…
Alguien pensó en ella cuando hizo falta aderezar otra dependencia. Se la
trató de embellecer o disimular su lamentable estado, y una gruesa capa de
pintura blanca tapó a la par manchas, golpes y cicatrices. Imposible determinar
el tiempo que sirvió en sus diferentes aplicaciones.
Su vida histórica, la datable en cuanto al calendario, comienza en fecha
ya reciente. Si os interesa, ahí la tenéis. Y nos interesó. Estábamos
organizando nuestro primer campamento de verano como autónomos, y todo nos
hacía falta, cualquier cosa nos venía bien. Esta mesa en la cocina hace un buen
servicio, calculé. Y nos la trajimos.
A partir de entonces cada año la llevábamos junto a un mundo de cachivaches
a cualquier pradera apropiada del entorno autonómico, que tuviera agua, sombra
y montañas en los alrededores. Sirvió con dignidad, incluso suficiencia; sufrió
las contingencias y accidentes que también padecimos nosotros. Y cuando ya no
hubo más, quedó olvidada en un rincón de la cochera. Cuando la caseta metálica
que hizo de cocina y almacén emigró, la pobre mesa adquirió la calidad de
huérfana; no tenía aplicación ni destino.
Hubo de llegar para ella una circunstancia salvadora. La necesidad de convertir la
sacristía en sala de catequesis propició que sirviera de soporte para que
los peques, ellos y ellas, pintaran y escribieran sobre firme. Y allá fue, tal
como estaba, con una simple mano de fregado.
Esta es la hora en que hemos decidido ennoblecer la sacristía sacándole
a la mesa lo mejor de sí misma. Nada como devolver a la madera su propio ser.
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