El Cristo del altar resultaba “engorroso” dadas las pequeñas dimensiones de la mesa. En el
centro habitualmente, cuando celebramos la Eucaristía lo situaba al lado
derecho para no tapar lo que importaba; y llegadas las primeras comuniones y la
obligada ofrenda que hacían los participantes, pensé un lugar mejor donde
situarlo. Intenté varias posiciones, y el personal aguantó mis pruebas sin
desmoralizarse. De esta manera, primero lo puse al fondo, sobre la pared blanca
del presbiterio, luego adelante, a la par que el ambón, en simetría. Finalmente
lo elevé sobre el altar, donde ahora figura. Allá arribota, con un hilo
invisible, parecía levitar. Hubo un percance; el tirante no aguantó. Resultado,
la otra pierna rota, la derecha. Ya tenía la izquierda encolada, que así nos lo
dieron, porque tenía defecto. Y la mitad de los dedos, perdidos los demás quién
sabe dónde.
Ya no es el pequeño Cristo restaurado, sino el también reparado Cristo
que estaba en la sacristía, el mismo que presidió nuestra pequeña capilla
durante casi veinte años. Algo mayor de tamaño y de formas más suaves y
“elegantes”, es un Cristo, me dije, al fin y al cabo, y si se ha de ver más
lejos, que sea también más grande.
Esto que escribo puede parecer una irreverencia, no lo es en absoluto.
En un lugar donde todo, continente y contenido, edificios y mobiliario, ha
venido como despojos sin aplicación ni utilidad “conveniente”, que el Cristo
que nos preside también ostente cicatrices y magulladuras que no fueron ideadas
por quien lo talló, es un honor y merece toda nuestra devoción y reverencia.
Esta introducción tiene como oficio presentar a Ramón Cué Romano S.J.,
nacido en México de padres asturianos emigrados que, vuelto a España, fue
admitido por los jesuitas y dotado de la enorme formación que la Cía proporciona
a sus miembros. Autor de una amplia biblioteca, también es suyo un pequeño
libro de apenas quince páginas que se hizo conocido por su versión radiofónica
y televisiva. Incluso se llevó al teatro.
Ante mis Cristos rotos, todos los que tengo, el de la sacristía, el de
mi despacho y el que pende sobre el altar, ofrezco estos pensamientos que un
cura jesuita puso en orden con una pequeña imagen destrozada entre sus manos.
MI CRISTO ROTO
De
Ramón Cué
Compraventa de Cristos
A mi Cristo roto lo encontré en Sevilla. Dentro del arte
me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos
barrocos españoles. La última vez, fui en compañía de un buen amigo mío. Al
Cristo, ¡Qué elección! Se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra
oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas.
La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de
este revuelto e inverosímil rastro que es la Vida.
Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del
artista, es más fácil encontrar ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona
ya de anticuarios. Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han
enriquecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también
Cristo es más caro.
Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la
tercera o cuarta.
- Ehhmm ¿Quiere algo padre?
- Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un
Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al
Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era
precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma
circunstancia, me encadenó a Él, no sé por qué. Fingí interés primero por los
objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé
mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos… no. Debió ser un
Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado.
Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque
conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos
y…
- Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto
padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura…
- ¡Pero… está tan rota, tan mutilada!
- No tiene importancia padre, aquí al lado hay un
magnífico restaurador, amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo!
Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus
manos, pero… no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a
convertir en dinero.
Insistí, dudó, hizo una pausa, miró por última vez al
Cristo fingiendo que le costaba separarse de Él y me lo alargó en un arranque
de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
- Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que
no gano nada 3000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya!
El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el
precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo… Me estremecí de
pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía!
Y me acordé de Judas… ¿No era aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero
cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en él y en
nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Bien… cedimos los dos… lo rebajó a 800 pesetas. Antes de
despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de
aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que
creía procedía de la sierra de Aracena, y que las mutilaciones se debían a una
profanación en tiempo de guerra.
Apreté a mi Cristo con cariño… y salí con Él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré solo, cara
a cara con mi Cristo. Qué ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me
decidí a preguntarle:
- Cristo, ¡¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¡¿No le
temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive
todavía? ¿Dónde? ¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? …¿Se arrepintió?
– ¡CÁLLATE!— me cortó una voz tajante.
- ¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¡¿Crees que tengo un
corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?!
¡CÁLLATE! No me preguntes ni pienses más en el que me
mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé
instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente,
Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros.
- ¡CÁLLATE! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te
ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos
los hombres? ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una
imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo.
¡Ohh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi
imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que
mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo contesté: “No puedo verte así, destrozado, aunque el
restaurador me cobre lo que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así.
Mañana mismo te llevaré al taller.
¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?”
- ¡NO, NO ME GUSTA!— Contestó el Cristo, seca y duramente.
- ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!
Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un
rayo, vino a decapitar el silencio angustioso:
- ¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHIBO! ¡¿LO OYES?!
- Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.
- Gracias— me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme
confianza.
- ¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.
¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te
mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me duele?
- Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes
siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados,
indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo.
Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado
la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver
si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado
te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en
devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de
sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia
besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de
carne, que es su hermano. ¡Esos besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero
forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón.
¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen
crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte.
Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde
esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la
conciencia, en un falso cristianismo. Por eso
¡Debieran tener más cristos rotos, uno a la entrada de
cada iglesia, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin
forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los
hombres! Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque
amargue un poco tu vida.
- Si Señor, te lo prometo— contesté. Y un beso sobre su
único pie astillado, fue la firma de mi promesa. Desde hoy… viviré con un
Cristo roto.
.
Dios tiene mano izquierda
La misma tarde que compré mi Cristo, le pregunté al
anticuario dónde estaría el brazo derecho.
- ¡Oh, imposible encontrarlo! –me contestó— Y no crea
usted que no revolvimos ya todo el pajar en donde estaba tirada la imagen
mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda y se la pegamos pero de la
mano derecha ¡Ni rastro!
El anticuario no sabía Señor por dónde andaba tu mano
derecha, pero Tú, Tú sí que lo sabes, la estás desclavando continuamente y se
te escapa siempre. No, no me extraña que no la tengas, anda por ahí, invisible
pero eficaz.
¡¿Quién no siente de vez en cuando, el suave roce de la
mano llagada de Cristo?! Esa mano invisible que, sin llamar a la puerta, se
mete en todas partes; en el hospital, en el lecho de muerte, en la oficina, en
el despacho, en la fábrica, en el cine, en el teatro. Se cuela de puntillas
como una ráfaga luminosa y musical. No podemos dar un paso por la vida sin
tropezar con la mano de Dios. Pero tú, Cristo mío roto, sólo tienes mano
izquierda.
Y me imaginé que decía, después de sentir que mi Cristo
sonreía silencioso: “Qué poco y mal me conocéis, ¿Qué sería de vosotros los
hombres si yo no tuviera mano izquierda?, La tengo, pero no para evitar que me
crucifiquen, sino para conseguir que mi padre no os condene, Yo no uso mi mano
izquierda para salvarme de la cruz, sino para salvaros del infierno, ¿Lo
comprendes ahora?”
Toda la aventura trágica y divina de nuestra vida, está en
dejarnos guiar por las manos de Dios. Pero hay en nosotros un elemento difícil,
esquivo, peligroso: la libertad. Y Dios la respeta misteriosamente,
infinitamente.
Para conquistarnos dispone Dios de dos manos, la derecha y
la izquierda que representan dos técnicas y dos tácticas. La mano derecha es
clara, abierta, transparente, luminosa. La mano izquierda busca atajos, da
rodeos, es cálculo, diplomacia, no tiene prisa, si es necesario actúa a
distancia y finge la voz, pero aunque izquierda no es maquiavélica ni traidora,
porque la mueve el amor.
Para cada alma Dios tiene dos manos, pero las emplea de
modo distinto porque todas las almas son diferentes. Con la derecha, como a
palomas blancas o a ovejas dóciles,
Dios guiaba a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a
Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas...
Para conquistar a Pedro, a Pablo, a Magdalena, a Agustín,
a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha,
se rebelan, entonces entra en juego la izquierda, busca un disfraz y se trueca
en rayo, en bala, trata de ser freno que nos detenga, quiere alzarnos del barro
en que caímos, se nos mete en el pecho para ver si logra ablandar nuestros
corazones. Sus recursos son infinitos, hoy la disimula con modernos y actuales
disfraces, es el ser más actual...
¡Se rompe una presa que arrastra mis fincas! Tengo un
descuido inexplicable en el trabajo, y la máquina me siega un brazo. Íbamos en
coche a 100 por hora, nos salió inesperadamente un camión, murieron en el acto
mi mujer y un hijo, y quedé solo en la vida. Jamás he tenido una enfermedad,
pero me dice el médico que tengo algo incurable...
Ante la mano izquierda de Dios, la primera reacción es un
grito de rebeldía y desesperación, olvidamos la presa, el coche, el traidor, la
muerte, porque adivinamos que ellos no tienen en definitiva la culpa,
presentimos a Dios como responsable de ese dolor, que por ser tan terriblemente
profundo, no puede venir de las criaturas y lógicamente nos encaramos a Dios.
¡Le gritamos, le emplazamos, le protestamos, le exigimos, le desafiamos, le
condenamos! “¡PADRE…! ¡SI FUERAS PADRE, NO ME TRATARÍAS ASÍ!” Gritamos,
protestamos, nos rebelamos y luego… nos quedamos solos.
Y vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes, y
sin darnos cuenta, la primera oración. Volvemos a protestar contra Dios, contra
nuestra primera oración... Sucede el cansancio, las lágrimas ya son más
serenas, ya rezamos sin protestar, tenemos ganas de besar algo, ¿Qué? Oh sí,
eso, ya lo encontramos, un crucifijo, y con un beso le decimos a Dios, que está
bien lo que Él disponga...
Terrible, violenta, dura, implacable, pero bendita mano
izquierda de Dios. Se formulan absurdas expresiones: “Bendita presa que se
rompió, arrasó mi fábrica, pero me acercó a Dios, yo andaba muy lejos de Él”.
Cristo mío roto, te lo digo en nombre mío y de todos,
porque todos somos valientes para pedírtelo desde ahora: Señor, si no basta
para salvarnos la ternura de tu mano derecha, desclava tu izquierda, disfrázala
de lo que quieras: fracaso, calumnia, ruina, accidente, muerte. Cristo, que
seamos hijos de tu mano, de tu derecha o de tu izquierda.
A la cabecera de tu cama, amigo, o en tu mesita de noche,
tienes un Cristo clavado en la cruz, ¿Por qué esta noche, antes de acostarte,
no le besas la mano izquierda? Dios sabrá compensarte ese gesto de valor y
resignación cristiana.
Se ha perdido una Cruz
¡Atención! Se ha perdido una cruz y no se da con ella, es
la de mi Cristo roto. ¿Alguno de vosotros, ha encontrado una cruz? ¿Queréis las
señas? ¿El tamaño? No es muy grande, pero es una cruz y no hay cruz pequeña,
además es una cruz para Cristo y entonces no hay modo de medirla, con estas
señas basta porque en definitiva todas las cruces son iguales.
Perdonad pues mi insistencia, ¿Quién de nosotros no ha
encontrado una cruz? Mejor dicho: ¿Quién no tiene una cruz? Es un derecho de
propiedad irrenunciable que se está ejerciendo siempre, todos la llevamos. La
llevamos encima, a cuestas, aunque no se nos vea, aunque sonriamos.
A veces por oculta, es más pesada. Esta noche al
acostarnos, no podremos dejarla colgada en la percha, al levantarnos mañana, no
será necesario vestírnosla, saltaremos de la cama con ella ya puesta.
¿Que quién ha encontrado una cruz? Todos… todos, buenos y
malos, santos y criminales, sanos y enfermos, ni siquiera respeta a los que
parecen desafiar el dolor con las carcajadas y juergas de su vida.
Esa pobre mujer, que repintada y aburrida espera sentada a
la barra de la cafetería o arrimada a la esquina estratégica, lleva una
pavorosa cruz a cuestas, pesa tanto, que se apoya recostándose en la esquina,
es una cruz más pesada de lo que sospechamos y el que se acerca a ella buscando
el placer, lo hace por huir de otra cruz. Hablan los dos, regatean, prometen,
se arreglan al fin y allá van por la calle adelante, con prisa y con la cruz a
cuestas, y cuando regresan, cuando ya han tratado de aplacar su hambre de
felicidad, sienten defraudados que ha aumentado su cruz, que es mayor. En ella,
asco y envilecimiento, en él, desolación.
Toda ciudad en definitiva es un bosque, una selva, una
colmena de cruces, ¿Y sabes amigo por qué a veces nuestra cruz resulta
intolerable? ¿Sabes por qué llega a convertirse en desesperación y suicidio?
Porque entonces nuestra cruz, es una cruz sola, sin Cristo, solamente se puede
tolerar cuando lleva un Cristo entre sus brazos.
Una cruz laica, sin sangre ni amor de Dios, es absurda, no
tiene sentido, por eso, se me ocurre una idea: Yo tengo un Cristo sin cruz y tú
tienes, tal vez, una cruz sin Cristo. Los dos están incompletos. Mi Cristo no
descansa, porque le falta su cruz, tú no resistes tu cruz porque te falta Cristo.
¿Por qué no le das esta noche tu cruz vacía al Cristo? Tú tienes una cruz sola,
vacía, helada, negra, sin sentido. Te comprendo, sufrir así es irracional y no
me explico ¿Cómo has podido tolerarla tanto tiempo? Tienes el remedio en tus
manos… anda, dame esa cruz tuya, dámela, te doy en cambio, este Cristo sin
reposo y sin cruz. Tómalo, es tuyo, dale tu cruz, toma mi Cristo; júntalos,
clávalos, abrázalos y todo habrá cambiado.
Mi Cristo roto descansa en tu cruz, tu cruz se ablanda con
mi Cristo en ella. Hemos encontrado una cruz, la nuestra, que resulta ser la de
Cristo...
¡¿Quién te partió la cara?!
Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en labios
trémulos por el odio:
“¡MIRA QUE TE PARTO LA CARA!” Y siempre pensé que todo
suele quedar en un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en
Ti se ha cumplido literalmente la brutal amenaza, te han partido la cara de un
solo tajo.
Yo se la hubiera restaurado, pero Él me lo prohibió. Por
eso me dedico en un juego de fantasía y cariño, a restaurársela idealmente,
colocando sobre su cabeza sin facciones, las caras que para mi Cristo, ha
soñado el arte universal. Consumo en este juego, museos, colecciones, galerías,
catedrales, pinacotecas. Todo va pasando por el tajo de su cara en un desfile
lento, y me siento Velázquez o Juan de Meza, con un patetismo barroco, o
Montañés con olímpica belleza, o Leonardo, de infinita tristeza.
Pero desde hace unos días, he tenido que renunciar también
al consuelo de este juego, ¡el Cristo roto es terrible en su exigencia!, no
concibe treguas, y me lo ha prohibido también. Yo creí al principio que le
gustaba, al menos lo toleraba silencioso, hasta que un día me interrumpió
severamente:
- ¡BASTA! No me pongas ya más caras, he tolerado tu juego
demasiado tiempo. ¿No acabas de comprenderlo? No me pongas más esas caras que
pides de limosna, al arte de los hombres. ¡Quiero estar así, sin cara!
Prometiste que jamás me restaurarías… a no ser, que quieras ensayar otro juego,
ponerme otras caras. Esas… sí las aceptaré.
- ¿Cuáles Señor? Te las pondré enseguida. Dime qué caras y
te las pongo.
- Temo que no lo entiendas, incluso que te escandalices
como los fariseos... Me refiero a otros rostros, pero reales, no fingidos como
los que inventabas, y que son también míos, como el que me cortaron de un tajo.
- Ahh, ya creo adivinar Señor, te refieres a las caras de
los santos, de los apóstoles, de los mártires…
- Esas caras en verdad, son mías. Nadie me las niega ni me
las regatea. Pero yo quiero otras, las reclamo, muy pocos se atreverían a
ponérselas, Yo sí.
Hizo un descanso, como para tomar fuerzas. Respiró
profundamente. Yo estaba asustado, tenía miedo, pero no había remedio. Entonces
me dijo:
- Oye, ¿No tienes por ahí un retrato de tu enemigo? De ese
que te tiene envidia y que no te deja vivir; del que interpreta mal por sistema
todas tus cosas, del que siempre va hablando mal de ti, del que te arruinó, del
que dio malos y decisivos informes sobre ti, del traidor que te puso una
zancadilla, del que logró echarte del puesto que tenías, del que te denunció,
del que te metió en la cárcel...
- Cristo, ¡no sigas!
- Es demasiado, ¿Verdad?
- Es inhumano, es absurdo…
- ¿Te has fijado bien en la cara de los leprosos, de los
anormales, de los idiotizados, de los mendigos sucios, de los imbéciles, de los
locos...?
- ¿Y...? ¿Y me vas a decir Cristo, que esas caras son
tuyas y… y que te las ponga? No, no, imposible.
- ¡Espera! no acabo aún... Toma bien nota de esta última
lista y no olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del
suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del criminal,
del traidor, del vicioso. ¿No has oído?
¡Necesito que pongas todos esos rostros sobre el mío!
- …No, no Señor… -contesté— ¡No entiendo nada! ¿Todos esos
rostros miserables y corruptos sobre el tuyo, sagrado y divino?
- ¡Sí, así lo quiero! ¿No ves que todos ellos pertenecen a
esta pobre humanidad doliente creada por mi padre? ¿No te das cuenta que yo he
dado la vida por todos?
Quizá ahora comprendas lo que fue la Redención.
Escucha: Yo, como hijo de Dios, me hice responsable
voluntariamente de todos los errores y pecados de la humanidad. Todo pesaba
sobre Mí, mi Padre se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse
en Mi rostro, clavó sus ojos en Mí y su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro,
vio sobrepuesta sucesiva y vertiginosamente las caras de todos los hombres.
Desde el cielo, durante aquellas tres horas terribles de mi agonía en la cruz,
contemplaba el desfile trágico de la humanidad vencida, mientras tanto Yo le
decía:
“¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” No era
Yo sólo quien moría en la cruz, eran miles y miles de dolientes seres humanos,
derrotados muchos por sus propias pasiones, por sus errores, por sus pecados.
El desfile era terrible, repugnante, grosero. Mi Padre vio pasar sobre mi
rostro la cara del soberbio; la del sectario, imaginando la destrucción de
Dios, la del asesino frío y desalmado...
Había labios repugnantes, ojeras hundidas marcadas con
fuego de lujuria, alientos insoportables de ebriedad, palidez de madrugadas
encenagadas en el vicio, sórdidos rictus de amargura y desesperación,
turbadoras miradas de perversión y delito, de subterráneas anormalidades
inconfesables y oscuras. Toda la derrota y las lacras de una humanidad
irredenta, la agonía, la muerte. Y mi Padre… Dios, las amó a todas y perdonó
sus pecados”.
Mi Cristo calló, qué pobre y ridículo me pareció el arte
de los hombres y qué profundo e insondable el amor de Dios. Y desde entonces,
enmudeció. No volvió a hablarme más.
No olvidemos nunca esta suprema y difícil lección. No
olvidemos nunca la superficie lisa del rostro de mi Cristo, tajado
verticalmente. Podríamos compararlo con un portarretrato vacío. En él se nos
ofrece la oportunidad de colocar la cara de aquél o aquellos que nos han hecho
daño o que odiamos profundamente, haciéndonos más daño a nosotros mismos que a
quien es objeto de nuestro rencor.
¡Sí…, sí, seamos valientes! Recordemos el rostro que mayor
odio y antipatía nos produzca, acerquémoslo a Cristo, aunque sintamos temblar
nuestro pulso. Coloquémoslo sobre el suyo e imaginemos que nuestro enemigo, ese
ser que odiamos, ocupa su lugar en la cruz. Cerremos los ojos, acerquémonos al
crucificado y besemos reverentes y humildes su figura.
Al besar un Cristo, con el rostro de nuestro enemigo, nos
envolverá una voz cálida y musical, paternal y bondadosa. Aquélla que hace
muchos siglos nos dejara la más grande y maravillosa herencia que hombre alguno
pueda tener, encerrada en sólo seis sencillas palabras:
“Amaos los unos a los otros”..
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