No me refiero al Cristo Roto de Aguascalientes, México, de cuya
existencia acabo de enterarme. No.
Escribo mirando a este otro Cristo roto que
tengo en mi poder. No parece acompañarle una historia tan larga como a la
mexicana, pero esta talla tiene también la suya. Se hunde en las raíces de una saga
familiar.
Tampoco en las medidas son comparables; ésta es comedida, la otra
desproporcionada. Y supongo que habrá muchas más diferencias, basta con mirar
las fotos. El Cristo es el mismo.
En el momento en que me la entregaron lucía en la pared de un dormitorio
desde donde acompañó el sueño, el descanso y también las preocupaciones y
desvelos de varias generaciones.
Si lo quieres, puedes llevártelo. Sí, quiero, respondí. Y aquí está desde navidades. Ahora luce en la mesa
altar de mi parroquia. No pende, se apoya, porque le he puesto peana. Y está o
bien en el centro o a un lado, según convenga en las celebraciones.
Vengo dándole vueltas a si debe seguir tal como lo recibí, o conviene
realizarle alguna reparación. Y… la verdad, tras conocer la historia del Cristo
Roto de San José de Gracia estoy tentado de no tropezarlo.
Es verdad que algo ya le he hecho, quitarle una parte de la pintura en
la que está rebozado. Sólo la que logré desprender con las uñas porque estaba
ahuecada. En cuanto noté resistencia, paré. Debajo aparece otra más cuidada y
de color más natural. Alguien piadosamente creyó necesario darle tintalux con
brocha gorda.
Voy a consultar con un experto; hacer chapuzas con él sería una metedura
de pata. Y ya he cometido demasiadas.
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