Supone para mí tarea trabajosa en la preparación, y luego al exponerla
el momento de mayor tensión emocional al que me puedo enfrentar en el
desarrollo de mi “profesión”. Ocurre que, llevándola escrita, enseguida olvido
los papeles y me suelto en una parrafada libre a la que no siempre atino a
encontrar un final redondo y feliz. Hay veces que me atrevo, y lo consigo,
solicitar ayuda en el público asistente. Cuando lo logro, y en especial si hay
menores en acción, suele resultar una homilía “resultona”.
Pero no tengo dotes de predicador, ni estoy preparado para ello. Por eso
procuro añadir en las celebraciones otros gestos o palabras que sirvan de
complemento a lo que a todas luces es insuficiente.
Como tantos domingos, tenía preparada mi homilía y pensaba leerla esta
vez; era corta y concreta. Creo que bastaba.
Sin embargo, nada más llegar de celebrar en La Arbolada y repartir la
comunión a las personas enfermas, entré en el imac a ver qué se cocinaba por el
mundo, y me topé con ella, a pesar de que apenas acababa de terminar su emisión
por la tele. Era la homilía de papa Francisco en la Eucaristía con los nuevos cardenales
desde San Pedro del Vaticano. Además del vídeo original estaba el texto en
castellano.
Me pareció larga, pero completa. No le sobraba ni la faltaba nada.
Redonda.
¿Leo la mía o leo la suya? ¿Cinco minutos o cuarto de hora? Cargo con
las dos y pregunto. Que decidan ellos.
Y así fue. Empecé leyendo sus palabras, y, cuando volví a preguntar si
paraba, continué hasta que se cumplió el tiempo.
Aquí, como no hay control, pongo el texto entero y cada quien lea hasta
donde le parezca.
Señor, si quieres, puedes limpiarme…» Jesús,
sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio»
(cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada
persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la
necesidad de la gente… simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque
tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún
pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además
de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés
imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone
asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias
(cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar
concretamente: a reintegrar al marginado. Éstos son los tres conceptos claves
que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de
Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente
la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la
comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2.
45.46).
Imaginen cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza
debía sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y
espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se siente
culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su padre
le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo, desprecio,
disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por
las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo
expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y
esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un
leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez,
como un leproso.
La finalidad de esa norma de comportamiento
era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de
todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí,
que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo,
y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude
fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los
prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a
plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia
contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la
observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la
mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de
aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo
aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el
Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad
y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en
el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico
de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico» (Mt
12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al
leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse
por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin
preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin
dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas
sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar
y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos
en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo.
Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación,
que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus
esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no
corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido
integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn
10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el
miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también
nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los
doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona
contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge
reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la
exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la historia
de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al
mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos
confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte
resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían
una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos
convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando
entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el concilio de
Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y
de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer
entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar
con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no
quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la
Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de
Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la
Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los
lejanos en las "periferias" de la existencia; es el de adoptar
integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño
al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino
que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el
cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación
del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la
murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el
calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede ser neutra,
indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y
compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y
gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje
adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo
tanto, intocables. El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el
lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas
curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un
leproso y se hay convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero
cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica
de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor
evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y
sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también
nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe
caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los
demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
En esta Eucaristía que nos reúne entorno al
altar, invocamos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en
primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el
exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios.
Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los
marginados; a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de
paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito
mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos hermanos, mirando a Jesús y a
nuestra Madre María, los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los
cristianos - edificados por nuestro testimonio - no tengan la tentación de
estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta
que nada tiene de auténticamente eclesial. Los invito a servir a Jesús
crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en
cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor
que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados,
no viven la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no
tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso - de cuerpo o
de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente
al marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no ha tenido
miedo de abrazar al leproso y de acoger aquellos que sufren cualquier tipo de
marginación. En realidad, sobre el evangelio de los marginados, se descubre y
se revela nuestra credibilidad.
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