La felicidad según Ortega y Gasset, o de cómo cualquiera puede hacer un borratajo




Resultaría algo difícil encontrar en el mundo conectado a Internet una persona siquiera que no hubiera recibido por email o haber tenido acceso de la forma que fuere a este texto, firmado por Ortega y Gasset:
«Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación».
En forma de felicitación, de gesto amistoso de buenos días al comenzar la jornada laboral, como postal navideña, en formato pps adobado con fotos de acá o del allá, e incluso como despedida de quien jubilosamente se jubila, no importa si aparece sin firma o atribuido a cualquier otra persona
Alguien tal vez se atrevió a sustituir la palabra “hombre” por las de “ser humano” para aparentar lo políticamente correcto, o bien entrelazó frases sueltas de la misma autoría, formando un a modo de puzzle, o mosaico, muy agradable a la vista y gratificante para el corazón.
Si pretendiéramos jugar a las adivinanzas, podríamos tratar de pulsar el parecer del estimado público visitante preguntando por la ocupación u ocupaciones en las que, en su opinión, cualquier ser humano o encontraría la felicidad o lograría encauzarla y desarrollarla a su antojo y voluntad. Previamente y por el mismo procedimiento, así a votación por simple mayoría, no estaría de más tratar de adivinar las intenciones que el autor, o sea Ortega y Gasset, perseguiría con su discurso.
He realizado por mi parte un pequeño experimento, y no voy a declararme para no ponerme en evidencia. Pero puedo asegurar que muchos autores, y con nombre harto conocido, han utilizado estas palabras para, como cita de autoridad manifiesta, ensalzar las más variopintas y particulares actividades humanas, todas ellas felicitarias y por consiguiente dimanantes de una vocación claramente recibida.
Dejando de lado aquellas tres que durante un tiempo fueron indudables e indiscutibles vocaciones de cualquier hombre de pro, sacerdote-militar-maestro, podría pensarse que el ilustre pensador y literato se estaría refiriendo a por ejemplo: el estudio, la lectura, la meditación, la oración, la escritura, la oratoria, la disertación, la predicación, la imaginación, la divagación, la pintura, la escultura, el teatro, la lírica, la ópera, la conversación, la corrección, la arquitectura, la alquimia, la…
Frío, frío, frío.
Quien tenga interés en saber a qué actividad humana don José Ortega y Gasset, nacido en Madrid el ocho de mayo de mil ochocientos ochenta y tres, y conocido por su obra La rebelión de las masas, se está refriendo, ha de comenzar a leer… Porque sólo al final se encontrará con el título que él mismo puso a sus palabras, y el destino para el que las enjaretó.

La vida que nos es dada tiene sus minutos contados y, además, nos es dada vacía. Queramos o no, tenemos que llenarla por nuestra cuenta; esto es, tenemos que ocuparla de este o del otro modo. Por ello la sustancia de cada vida reside en sus ocupaciones. Al animal no sólo le es dada la vida, sino también el repertorio invariable de su conducta, Sin intervención suya, los instintos le dan ya resuelto lo que va a hacer y evitar. Por eso no puede decirse del animal que se ocupa en esto o en lo otro. Su vida no ha estado nunca vacía, indeterminada. Pero el hombre es un animal que perdió el sistema de sus instintos o, lo que es igual, que conserva de ellos sólo residuos y muñones incapaces de imponerle un plan de comportamiento. Al encontrarse existiendo se encuentra ante un pavoroso vacío. No sabe qué hacer, tiene él mismo que inventarse sus quehaceres u ocupaciones. Si contase con un tiempo infinito ante sí, no importaría mayormente: podría ir haciendo cuanto se le ocurriese, ensayando, una tras otra, todas las ocupaciones imaginables. Pero la vida es breve y urgente; consiste sobre todo en prisa, y no hay más remedio que escoger un programa de existencia, con exclusión de los restantes; renunciar a ser una cosa para poder ser otra; en suma, preferir unas ocupaciones a las demás. El hecho mismo de que nuestras lenguas emplean la palabra "ocupación" en ese sentido revela que los hombres vieron desde muy antiguo, tal vez desde el principio, la vida como un "espacio” de tiempo que nuestros actos van llenando, incompenetrables los unos con los otros, lo mismo que los cuerpos.
Con la vida, claro es, nos es impuesta una larga serie de necesidades ineludibles, que hemos de afrontar so pena de sucumbir. Pero no nos han sido impuestos los medios y modos de satisfacerlas; de suerte que, aun en este orden de lo inexcusable, tenemos que inventarnos cada uno por sí o aprendiéndolo en los usos y tradiciones el repertorio de nuestras acciones. Más aún: ¿hasta qué punto esas que llamamos necesidades vitales lo son, rigurosamente hablando? Se nos imponen en la medida en que queramos pervivir, y no querremos pervivir si no inventamos a nuestra existencia un sentido, una gracia, un sabor que por sí no tiene. Por eso últimamente he dicho que nos es dada vacía. La vida es de suyo insípida, porque es un simple "estar ahí". De modo que existir se convierte para el hombre en una faena poética, de dramaturgo o novelista: inventar a su existencia un argumento, darle una figura que la haga, en alguna manera, sugestiva y apetecible.
Ello es que para casi todos los hombres la mayor porción de la vida está llena de ocupaciones forzosas, de faenas que por su gusto no ejecutarían. Parecería natural que siendo tan antiguo y permanente este sino hubiese ya logrado el hombre adaptarse a él y, en consecuencia, hallarlo encantador. Pero no lleva trazas de conseguirlo. Aunque la continuidad del enojo nos haya encallecido un poco, siguen pareciéndonos penosas esas ocupaciones impuestas por la necesidad. Gravitan sobre nuestra existencia, magullándola, triturándola. Por eso las llamamos "trabajos", palabra que significó primero un atroz tormento (trepalitum). Y lo que más nos atormenta en los trabajos es que al llenar el tiempo de nuestra vida nos parece que nos lo quitan o, dicho de otro modo, que la vida empleada en el trabajo no nos parece ser la verdaderamente nuestra, la que debía ser, sino, al contrario, la aniquilación de nuestra auténtica existencia. Con reflexiones secundarias que intentan ennoblecer a nuestros ojos el trabajo y construirle una especie de leyenda hagiográfica procuramos animarnos; pero el fondo insobornable que actúa siempre en nuestro interior no abandona jamás la protesta y confirma la terrible maldición del Génesis. De aquí el mal sentido que con frecuencia insuflamos en el vocablo "ocupación". Cuando alguien nos dice que "está muy ocupado", suele darnos a entender que tiene en suspenso su verdadera vida, como si realidades extranjeras hubiesen invadido sus ámbitos y la hubiesen desalojado. Hasta tal punto es así, que quien trabaja lo hace con la esperanza, más o menos tenue, de ganar con ello un día la liberación de su vida, de poder en su hora dejar de trabajar y… comenzar de verdad a vivir.
La cual manifiesta que, sumergido penosamente en sus trabajos u ocupaciones forzosas, el hombre proyecta con su fantasía, a ultranza de ellos, otra figura de vida consistente en ocupaciones muy distintas, en cuya ejecución no le parecería perder su tiempo, sino, al revés, ganarlo, llenándolo satisfactoria y debidamente. Frente a la vida que se aniquila y malogra a sí misma la vida como trabajo erige el programa de una vida que se logra a sí misma, la vida como delicia y felicidad. Mientras las ocupaciones forzosas se presentan con el cariz de imposiciones forasteras, a estas otras nos sentimos llamados por una vocecita íntima que las reclama, desde secretos y profundos pliegues yacentes en nuestro recóndito ser. Este extrañísimo fenómeno de que nos llamamos a nosotros mismos para hacer determinadas cosas es la "vocación".
Hay una vocación general y común a todos los hombres. Todo hombre, en efecto, se siente llamado a ser feliz; pero en cada individuo esa difusa apelación se concreta en un perfil más o menos singular con que la felicidad se le presenta. Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación. Metido en ellas, no echa de menos nada; íntegro le llena el presente, libre de afán y nostalgia. Ejercitamos las actividades trabajosas, no por estimación alguna de ellas, sino por el resultado que tras sí dejan, en tanto que nos entregamos a ocupaciones vocacionales por complacencia en ellas mismas, sin importarnos su ulterior rendimiento. Por eso deseamos que no concluyan nunca. Quisiéramos perennizarlas, y, en verdad, que absortos en una ocupación feliz sentimos un regusto, como estelar, de eternidad.
He ahí a los humanos colocados frente a dos repertorios opuestos de ocupaciones: las trabajosas y las felicitarias. Es conmovedor y de gran melancolía ver cómo en cada individuo combaten ambos. Los trabajos nos quitan el tiempo para ser felices, y las delicias mordisquean cuanto pueden el tiempo reclamado por el trabajo. Tan pronto como el hombre descubre un resquicio o rendija en la maraña de sus trabajos escapa por ellos al ejercicio de actividades venturosas.
Al llegar aquí sale hacia nosotros disparada, con todos los alicientes casi femeninos de que saben dotarse las grandes cuestiones, esta pregunta: ¿Qué figura de existencia venturosa ha procurado hacer el hombre en cuanto las circunstancias se lo permitiría? ¿Cuáles han sido las formas de la vida feliz? Aun suponiendo que éstas hayan sido muchas, innumerables, ¿no ha habido algunas, con claridad, predominantes? La cosa tiene la mayor importancia, porque en las ocupaciones felicitarias, repito, se revela la vocación del hombre. Sin embargo, advertimos con sorpresa y escándalo que este tema no ha sido nunca investigado. Aunque parezca mentira, falta por completo una historia de la imagen que los hombres se han forjado de la felicidad.
Si dejamos aparte las vocaciones excepcionales, nos encontramos con el hecho estupefaciente de que, mientras las ocupaciones forzosas han sufrido los más radicales cambios, el programa de la vida feliz apenas ha variado a lo largo de la evolución humana. Vemos que, siempre y dondequiera, tan pronto como los hombres gozaban de un respiro en sus trabajos acudían presurosos, ilusionados y enardecidos a ejecutar un mismo y reducido repertorio de actividades felicitarias. La cosa, repito, es extrañísima; pero, en lo esencial, me parece incuestionable. Para convencerse de ello basta con proceder un poco metódicamente y empezar por acotar la información. ¿Qué clase de hombres ha sido la menos oprimida por los trabajos y que más fácilmente ha podido vacar a ser feliz? Evidentemente, la aristocrática. Sin duda los aristócratas tenían también sus trabajos, con frecuencia los más duros de todos: guerra, responsabilidades de gobierno, cuidado de sus propias riquezas. Sólo las aristocracias degeneradas han dejado de trabajar, ocio total poco duradero, porque las aristocracias degeneradas fueron pronto barridas. Pero el trabajo del aristócrata, que tiene más bien el cariz de "esfuerzo", era de condición tal que dejaba libres para el sujeto grandes porciones de su vida. Y de esto es de lo que aquí se trata: qué hace el hombre cuando y en la medida en que es libre para hacer lo que le da la gana. Pues ese hombre máximamente liberado, ese hombre aristocrático ha hecho siempre lo mismo: correr con caballos o emularse en ejercicios corporales, concurrir a fiestas, cuyo centro suele ser la danza y conversar. Mas antes que todo esto, por encima de todo ello y con constancia aún mayor… cazar. De suerte que, si en vez de urdir tópicas suposiciones, nos atenemos a los hechos, descubrimos, queramos o no, con simpatía o enojo, que la ocupación venturosa más apreciada por el hombre normal ha sido la caza. Eso es lo que preferentemente han hecho reyes y nobles: cazar. Pero acontece que lo mismo han hecho o deseado hacer las demás clases sociales, hasta el punto de que casi, casi, podían comprimirse las ocupaciones felices del hombre normal en las cuatro categorías: caza, danza, carrera y tertulia. Secciónese por donde plazca el dilatado y continuo flujo de la Historia, y se verá que también el burgués y el miserable han sólido hacer de la caza su más feliz ocupación. Nadie representa mejor el nivel intermedio entre la nobleza y la burguesía españolas del siglo XVI declinante como el Caballero del Verde Gabán. Pues en el programa de su vida, que formalmente expone Don Quijote, hace constar ante todo que son sus ejercicios “la caza y la pesca". Hombre ya cincuentón, su caza es menos arriscada que la del conde de Yebes. Renuncia al galgo y al halcón: perdigón manso y hurón atrevido le son suficientes. Es ésta la especie menos gloriosa de la caza, y se comprende que Don Quijote poco después, en un movimiento de impaciencia que alabeó su habitual cortesía, menospreciase ambas bestezuelas en comparanza con el membrudo león marroquí servido allí por la Fortuna a la voracidad de su heroísmo.

Este largo texto lleva por título Caza y felicidad, y forma parte de un texto más amplio titulado La caza como ejercicio y como ética, escrito en Lisboa en 1942 por encargo del conde de Yebes que le pidió un prólogo para un libro suyo sobre caza, Veinte años de caza mayor.
Ya se puede ver que para don Ortega y Gasset cazar es una actividad felicitaria además de un gran placer, y pegando tiros o poniendo trampas, cualquier ser humano debidamente dotado puede alcanzar la felicidad sin sombra de duda.
Claro que puede que este preclaro humanista le tomara el pelo a su señor amigo el conde, y lo hiciera con tal finura, que el noble ni se enterara. ¿En tal caso todo lo dicho sobre la felicidad fue en vano? ¿Los eruditos que aprovecharon sus palabras como cita tampoco le entendieron?
Juzgue por sí quien tenga curiosidad y ganas de leer:

4 comentarios:

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

No sabiendo dónde colocarlo, lo añado aquí. Es el conde de Yebes en persona, que expone cómo se le ocurrió pensar en Ortega y Gasset para el prólogo de su obra, y lo que hizo para solicitárselo:

"Con estas, e indudablemente inspirado por San Huberto, pensé en Ortega. Y pensé en Ortega justificadamente al recordar el especial interés con que en nuestras frecuentes entrevistas me planteaba el tema de la caza, sobre la cual, desde la primera sesión, pude darme cuenta de la categoría del interlocutor en este dichoso asunto venatorio, que conocía a fondo a su manera, no por ser practicante, pues nunca lo fué mas que episódicamente y tambien a su manera, sino porque este tema especialmente le atraía y sobre el, sin duda alguna, meditaba con frecuencia.

Era empedernido lector del tema de la caza, fuese cual fuese la latitud de la cacería y en su fabulosa biblioteca, esta materia estaba copiosamente representada. A estos dialogos venatorios con Ortega, llegué a tomarles miedo porque, naturalmente, la categoría del interlocutor, la índole de cuanto planteaba y las preguntas estrujadoras que me hacía, confieso que, a veces, me llegaba a crear un verdadero complejo de inferioridad, hasta el punto que más de una vez los rehuí.

Por ello y con razón pensé que quien mejor, quien con mas altura y autoridad sería capaz de realzar mi modesto trabajo con su prólogo....era Ortega...si le daba la gana. Existía entre nosotros, según el mismo escribe "amistad grande y antigua" a lo que añade, preguntandose asi mismo "que no vé porque una cálida amistad necesita florecer en prólogos"

Yo conocía bien a Ortega y por ello, a pesar de nuestra amistad " grande y antigua" desde el primer momento me produjo verdadero pánico la idea de ir a plantearle la papeleta. Justificadamente me temía que pudiera tomarlo a broma o que lo encontrara absurdo, exponiéndome en el mejor de los casos a una afanosa negativa que me hubiera llenado de contrariedad.

Llegó el momento en que no hubo mas remedio que decidirse y, armandome de todo mi valor, siempre llevado por la mano de San Huberto y buscando ocasión propicia, tímidamente, azarosamente, le híce presente mi deseo. A medida que avanzaba en la exposición de este, explicando como Díos me daba a entender la finalidad del libro, la forma en que lo había concebido y la ídole del tema dentro de lo venatorio, empecé a observar con esperanza en unos momentos y desconcierto en otros, la atención con que Ortega me escuchaba. Yo observaba la expresión de sus ojos, la de su tremenda mirada. Tras hacerse repetir cosas que yo, cada vez más achicado, le iba explicando, al final de mi balbuceante relato, saltó como el tigre sobre su presa y alborozadamente, tomandome con fuerza el brazo, exclamó con expresión iluminada y entusiasta "Cuente usted con ello, cuente usted con ello sin falta" Acaba de brindarme una ocasión que venía buscando desde hace mucho tiempo" Realmente no podía creer lo que escuchaba. Quedó Ortega callado unos segundos. Pensaba en el prólogo y se relamía con la idea.

Al cabo de un rato me volvió a decir "Cuente usted con ello pero le advierto que no va a ser el consabido prólogo a un libro para salir del paso. Va a ser algo mas importante y más extenso y, en consecuencia, necesito tiempo, mucho tiempo, y no puedo decirle aproximadamente cuanto. Mándeme enseguida, una copia de su trabajo". Me quedé anonadado y naturalmente dispuesto a esperar hasta el final de mis días la entrega del prólogo."....


Conde de Yebes "Breve historia de un prólogo"

Julia dijo...

Muy profundos andamos en estos días, Míguel. Interesante todo lo que planteas, me interesa especialmente la primera parte del prólogo de Ortega al libro de su amigo el conde de Yebes. La vida vacía con la que nacemos y que nos toca llenar a cada uno. Nunca se me había ocurrido planteármelo así pero es la verdad. Y de ahí que, a estas alturas de mi vida, ya jubilada, siga pensando que "no sé lo que quiero ser cuando sea mayor". ¿Era eso lo que quería hacer en la vida? ¡Y yo qué sé!, eso ha sido lo que he debido hacer en la vida y punto. Sólo hubo una oportunidad y por ese camino discurrió. La libertad de hacer lo que a uno le da la gana viene ahora cuando ya se tienen pocas ganas o distintas de hacer aquello que alguna vez soñamos o soñé. En fin, lo dicho muy profundos andamos, ¡ea!

Besos

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

¡Ozú! Julia, ¡cómo te pones por un quítame estas pajas! Don Ortega hace un discurso filosófico de su puño y letra sólo por contentar a su amigo para un tema tan "transcendental" como la caza.
Pues me han dicho las malas lenguas que tiene otro sobre los toros, leáse la tauromaquia. Voy a buscarlo a ver si es tan profundo como éste y si puede incluso estar de actualidad.
Si lo encuentro, lo comentamos.

Besos, "fracasada"

Anónimo dijo...

Hola, un poco tarde pero he visto este hilo, me tomo la libertad de participar... hay tal vez otra lectura posible del texto "Prólogo...", así como del ejercicio mismo de la caza (que, como toca -es decir, como ha venido siendo habitual en los ecosistemas- sirve para regular las poblaciones animales y mantener cierto equilibrio)que podría llevarnos a pensar en una cierta ecología. No dudo de que después de haber leído el texto habreís tenido esa impresión... cierto que es una visión poco ortodoxa del ecologismo, pero en USA hay toda una línea de ECOLOGISTAS PROFUNDOS cazadores cuyos antecedentes son nada menos que THoureau, Aldo Leopold, GARY SNIDER, etc... un saludo compas.

PD. A mi también me rechina que Ortega diga siempre hombre y no 'humano' o 'humanidad', pero es cuestión también del tiempo que vive, ¡en España!, y, por otro lado, esta por ver que eso de la humanidad exista -como el propio Ortega diría.

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