La Inmaculada. Valladolid |
Sí, hubo un año
durante el cual estuve ni se sabe dónde. Aún así aprobé las dos de 5º que tenía
pendientes, 6º completo y la reválida superior. Viví fuera del convento, porque
me marché; y lo hice en casa de mis padres, porque aún no había entrado en el
seminario. Durante ese curso, 1963/64, asistía a la misa de las siete y media
de la mañana, antes de ir al colegio Centro Cultural Vallisoletano. Mucho tiempo después,
y tras diversos y aleccionadores contratiempos y superaciones, volvería a la casa
paterna por otros tres años. Pero entonces emigré de iglesia, y era asiduo de
la de San Ramón Nonato, al otro lado del Pisuerga. ¿Qué diferencia notable
encontré entre sendas pernoctas domiciliarias?
Sólo una destacable,
que los padres franciscanos habían cambiado de acera.
Me explico. Los
franciscanos regían una pequeña capilla, La Sagrada Familia, en la Calle Tres Amigos esquina a Paseo de Zorrilla desde tiempo inmemorial, o sea desde el siglo
XIX. Era vieja y estaba en malas condiciones. Aprovechando una oferta
inmobiliaria, adquirieron otra parcela en el lado contrario del Paseo de
Zorrilla y construyeron allí un gran templo y una enorme casa conventual, la
actual parroquia de La Inmaculada. Una torre bien alta distinguía todo el complejo
entre el caserío vallisoletano. Y el reloj. Sí, un enorme reloj de torre, con
sus horas, sus medias y sus cuartos.
Así lo dejé, sonando,
cuando me marché a Madrid. Tenía veinte años y era el año 1968.
Volví a tener que
dormir en mi cama de siempre con veinticuatro años cumplidos. Todo seguía
igual, pero el reloj ya no sonaba.
Alguien se quejó,
porque sus campanadas le provocaban caer en la cuenta de lo rápido que se nos va el
tiempo. Le hicieron caso y las acallaron.
Actualmente el
carillón sólo da las horas y las medias. Y creo que por las noches lo silencian
del todo.
Menos mal que yo ya
no duermo allí.
Si ahora alguien me
preguntara por qué el título que he puesto a este chorliloquio, no sabría qué
responderle. Digo yo que aquel pequeño recinto, oscuro y silencioso, en el que
las pisadas sobre el viejo suelo de madera sonaban a misterios del pasado, dejó
en mí, a tan temprana edad y hora, honda impresión; y que la pequeña esquila
que avisaba al comenzar la santa misa y que distaba muy mucho en pequeñez del
enorme reloj de la nueva iglesia, quedó de alguna manera fijada en mi recuerdo
como un pasado resueltamente superado por los campanazos del nuevo carillón,
luego en parte enmudecido. Esto y otras vivencias personales que tal vez, sólo tal vez, algún día me parezca oportuno compartir.
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