En esta Cuaresma de ayunos y abstinencia rituales, mas
privado de la Eucaristía con mis amistades, el pueblo de Dios a quien tengo que
servir, me uno al obispo de Roma, papa de la Cristiandad, Francisco, en la
sencilla celebración transmitida desde su domicilio particular, la casa santa
Marta. Lo hago a la hora habitual en que la celebro aquí con mi gente, y es la
pantalla del ordenador el medio de entrar en comunión. Entre ella y yo coloco
el pan y el vino.
Desnuda de todo adorno, sobria hasta la saciedad,
Francisco ora en voz alta desde el principio con sosiego y hondura, para
terminar con largo silencio reflexivo ante el Señor expuesto en la custodia
rubricado con la bendición.
Inició el acto indicando que en la oración tendríamos
en cuenta a los hombres y mujeres que están muriendo solos por esta pandemia,
sin poder despedirse de sus allegados, y por sus familia; luego omitió la
oración de los fieles. Igualmente ha suprimido la primera lectura del libro del
Éxodo, –licencia que se le permite por ser él quien es–, con lo que la de
Efesios sirvió de noble pórtico para el evangelio de Juan en su capítulo 9: la
curación del ciego de nacimiento. Realizadas con delicada dicción y pausa todas
ellas, la homilía de Francisco, breve y densa, se centró en la catequesis
bautismal que Juan evangelista adereza con maestría, personajes claramente bien
definidos y un ritmo trepidante desde el escuchar del ciego al proclamar del
convertido: «Creo, Señor».
Y añadido a ello una frase de san Agustín
trepidante: “Temo al Señor que pase”. Porque es posible que yo no me de cuenta
y no lo reconozca. El ciego de nacimiento fue el único que se percató del paso
del Señor, y recorrió el trecho que quien es la Luz del mundo le fue indicando.
Una preciosidad de celebración, libre de todo rigor
ritualista, que me ha enseñado a no desear liar la cosa cuando otros líos urgen
mucho más, y a respetar a quien sabe hacer sin ostentación ni imposición.
Gracias Francisco.
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