No comprendía que mi mamá me soltara la frase “el
tiempo en oro” cada vez que me veía no haciendo nada. Y si me quejaba “es que
me aburro” sí le entendía su respuesta “pues no seas burro”.
En general, viéndola a ella siempre afanando, aprendí
día a día que, aún sin reloj en la muñeca, el tiempo podía estar lleno y qué
lento era, o vacío y se hacía larguísimo… Y que cuando estaba libre de
contenido, el simplemente pasar no me satisfacía en absoluto. Pero cuando había
estado entretenido, además de habérseme esfumado sin sentirlo, algo quedaba para mirarlo y sentirme satisfecho.
Por eso, desde pequeñito, aprendí a utilizar mi
tiempo, aunque fuera haciendo menudencias. Siempre encontraba algo que hacer,
valiera o no la pena. Mi abuelo, su padre, me tildaba de “trabajador”. Bien que
lo recuerdo.
Hay cosas que me gustan, y otras que no. Cosas en
las que gasto el tiempo, no lo mato, y cosas que, porque no me apetecen
absolutamente nada, voy dejando para mañana, o para desotro.
Una de estas cosas es contar dinero. Y he de hacerlo,
no me queda otra, no lo va a hacer Rosa, que ya tiene lo suyo con llevar las cuentas. Por ejemplo, las colectas.
Es sabido que una de las fuentes de financiación de
mi parroquia, y de la Iglesia en general, son los donativos, vulgo “cepillo”.
Ahí van echando las gentes su aportaciones, el óbolo de la viuda o la gasta de
los niños. También lo suelto que se lleva en el bolsillo, o las sisas
de la compra.
El caso es que poquitos a poquitos, se va haciendo
bulto.
Como me ocurre a mí, que cada poco vacío el
contenido de las cajas de las limosnas y lo voy almacenando en una bolsa de
plástico. Luego de un tiempo, cuando la bolsa amenaza reventar, considero que
es llegado el momento de separar, contar y destinar.
Esta mañana además estaban incluidas dos “colectas
imperadas”, el Domund y la Iglesia Diocesana. Había, pues, que identificar
debidamente las partidas.
Empecé tal que a las diez de la mañana. Extendido el
monederío sobre la mesa, y tal cual escogíamos antaño las lentejas la víspera
de comer en casa esa legumbre, fui separando monedas por tamaño, desde las de
2€ hasta la de 1 céntimo, y echándolas en unas tarrinas de queso vacías. Luego
tocó embutir las monedas iguales en unos envases que el banco suministra. Ya no
acepta que lleves un fardel ni siquiera que las empaquetes a tu bola; ahora hay
que hacerlo según sus reglas. Y sus reglas tienen peros: demasiado justos y
capacidad discutible.
Así que empleé dos largas horas en cubrir este
cometido. Conté y anoté. Y tocó, por fin, llevarlo a ventanilla.
Esa es otra, porque hay cola. Me senté tranquilamente
con la caja de zapatos en que tenía todo el dinero acumulado entre mis pies.
Nada de tenerlo encima de mi piernas, pesaba más de doce kilos.
Finalizó el proceso cuando el de la caja, en menos
que canta un gallo, me soltó la cantidad. ¡Exacto!, exclamé, no me he
equivocado.
Cuando salí a la calle, eran las 13:00 horas. Tres
horas completas, 180 minutos de mi vida habíanse esfumado contando monedas y
poniéndolas a buen recaudo.
¿Que a cómo me salió la hora? Más que a una persona con
trabajo precario y jornada discontinua, y mucho menos que a una diputada en
cortes.
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