La última novela de Shusako Endo que he leído, no sé
si será su mejor obra, ha dejado paz en mi ánimo. Lo contrario que las dos
anteriores, Silencio y Escándalo, cuya lectura me perturbó. Ni siquiera La vida
de Jesús me ha dejado tan buen sabor de boca.
Porque lo que se narra en El samurai (1980) es, en primer lugar, la historia real de la
embajada con que el gobierno japonés pretendió entablar negociaciones
comerciales con Nueva España en el siglo XVII. Pero también, el proceso
interior de un samurai de baja categoría, la rural, que desde su mundo cerrado
y limitado se abre a la universalidad de aquel siglo y a una nueva manera de
entenderse y comprender al ser humano.
Hasekura Rokuemon, el samurái, vive clavado en un espacio físico
y social del Japón feudal en que nació, y todo le hace suponer que ahí
discurrirá el resto de su existencia. Obediente a su señor, a quien denomina Su
Señoría, es también fiel a sus vasallos que dependen de él en todo. El encargo
de capitanear una embajada comercial con el rey de Nueva España le arranca de
su pequeña realidad, le lleva a atravesar el Pacífico y el Atlántico, le hace conocer
unas culturas que hasta entonces no sabía que existieran, a entrevistarse con
el rey de España Felipe III y con el Papa y a bautizarse para facilitar el fin
de su encomienda.
Todo parece indicar que la vuelta a su tierra tras
fracasar en la misión va a devolverle al mismo punto desde donde partió. Pero
en el viaje ha ido haciendo acopio de una información y una experiencia que ni
él mismo es capaz, en principio, de asimilar.
Cuando la trama oculta que lo urdió todo, y en la
que él ha sido un simple muñeco, se desvela, algo empieza a bullir en su
interior. Pero sólo al final, acierta a verlo todo claro.
Y es entonces cuando se descubre a sí mismo como
persona capaz de pensar con autonomía, libre de los lazos sociales, culturales y
religiosos que le ataron de por vida, y, en el sigilo de la noche, oculto a
todas las miradas incluso de sus propios familiares, reconoce qué profunda huella le ha
dejado un sentimiento religioso extraño que no consigue comprender.
“Del fondo de la caja sacó una pequeña pila
de papeles. Se los había dado aquel japonés de Nueva España, cuando se
despedían junto a la laguna de Tecali. ¿Se habría marchado con los indios ese
hombre, a otra parte? ¿O habría muerto en la calurosa orilla de la laguna? El
mundo era inmenso; pero en cualquier parte del inmenso mundo, exactamente como
en la llanura, la gente vivía aplastada por el peso de sus penas.
Él siempre está a nuestro lado.
Siente nuestra agonía y nuestro dolor.
Llora con nosotros y nos dice:
«Benditos sean quienes
lloran en esta vida
porque sonreirán en el reino del cielo».
«Él» era el hombre de la cabeza caída hacia
un lado, ese hombre delgado como un alfiler, clavado a una cruz con los brazos
inertes extendidos. Nuevamente el samurai cerró los ojos e imaginó al hombre
que lo había mirado todas las noches desde los muros de las habitaciones de
Nueva España y de España. Por alguna razón, ya no sentía el mismo desdén que había
sentido antes. En realidad, le parecía que aquel ser desventurado se parecía
bastante a él mismo.
Cuando Él estaba en el mundo, hizo muchos
viajes; pero jamás visitó a los altaneros ni a los poderosos. Sólo visitaba a
los pobres y afligidos, y no hablaba con los demás. Las noches en que la muerte
visitaba a los afligidos, Él se sentaba a su lado hasta el alba, cogiéndoles
las manos, y lloraba con los deudos… Decía que había venido al mundo para
asistir a los hombres…
Y he aquí que había una mujer que durante
muchos años se había ganado la vida vendiendo su cuerpo. Cuando supo que Él
había venido, corrió adonde estaba. y se acercó a su lado, y no dijo una
palabra sino que lloró y sus lágrimas bañaron los pies del Señor. Y Él le dijo:
«Con esas lágrimas tus pecados han sido perdonados, tu Padre que está en el
cielo conoce tu angustia y tu pesar; por lo tanto nada temas».
En alguna parte un pájaro chilló una vez y
otra más. El samurai partió una rama seca y la echó al hogar, y las llamitas
empezaron a morder las hojas marchitas.
El samurai pensó en ese hombre, con el pelo
recogido en una coleta, escribiendo esas palabras en su cabaña de Tecali.
Probablemente las noches eran tan oscuras y profundas junto a la laguna de
Tecali como en la llanura. El samurai pensó que tenía ahora una vaga idea del
motivo que había impulsado a ese hombre a escribirlas. Quería expresar su
propia idea. No quería al Cristo adorado por ricos sacerdotes en las catedrales
de Nueva España, sino a un hombre que estaba a su lado, al lado de los indios y
de todos los abandonados. «Está siempre a nuestro lado. Siente nuestra agonía y
nuestro dolor. Llora con nosotros… ». El samurai casi veía el rostro del
compatriota que había escrito con mano torpe esas palabras”.
Su servidor
Yozo, que siempre caminó detrás de él tanto en la paz como en la
guerra, da entonces un paso hacia adelante y deja de ser un simple siervo para
manifestarse como su más fiel compañero. No es difícil ahora que se expresen
ambos con sinceridad y en libertad.
“—Siempre creí que me convertí al
cristianismo como una mera formalidad. Este sentimiento no se ha modificado.
Pero desde que aprendí algo acerca del gobierno, a veces pienso en ese hombre.
Creo comprender por qué en todas las casas de esos países hay una patética figura
que lo representa. Supongo que en alguna parte del corazón de los hombres está
el anhelo de que alguien nos acompañe durante toda nuestra vida, aunque sólo
sea un perro sarnoso. Ese hombre se convirtió en un perro por el bien de la
humanidad. —El samurai repitió esas palabras como si hablara consigo mismo—.
Sí. Ese hombre se convirtió en un perro que nos acompaña. Eso escribió el
japonés de Tecali. Que cuando estaba en la Tierra, dijo a sus discípulos que
había venido al mundo para asistir a los hombres.
Yozo alzó la mirada por primera vez. Desvió
los ojos hacia la laguna, meditando en lo que había dicho su amo.
—¿Crees en el cristianismo? —preguntó
serenamente el samurai.
—Si —respondió Yozo.
—No se lo digas a nadie.
Yozo asintió.
El samurai rió deliberadamente, tratando de
cambiar de tema.
—Cuando llegue la primavera, las aves se
irán. Pero nosotros no abandonaremos la llanura. Éste es nuestro hogar. Habían
recorrido muchos países.
Habían atravesado vastos océanos. Pero habían
retornado a esa región de suelo árido y pueblos empobrecidos. El samurai lo
sentía con gran intensidad. Era como debía ser. Un mundo inmenso, muchos
países, grandes océanos. y sin embargo, adondequiera que fuesen, las personas
eran iguales. Iguales las disputas, la manipulación y las intrigas. Tanto en el
castillo de Su Señoría como en el mundo sectario de Velasco. Lo que el samurai
había visto no eran ciudades, tierras y naciones sino el karma desesperado del
hombre. Y sobre el karma del hombre flotaba esa figura fea y consumida con las
manos y los pies clavados a una cruz y la cabeza caída de lado. «En este valle
de lágrimas lloramos y Te llamamos». El monje de Tecali había escrito esas
palabras al fin de su manuscrito. ¿En qué se diferenciaba del resto del mundo
esa desventurada llanura? El samurai quería decirle a Yozo que la llanura era
el mundo y que era ellos mismos; pero no pudo encontrar palabras que expresaran
lo que sentía”.
El
proceso interior apresura su ritmo a partir de la memoria, pero ya venía de
lejos la reflexión callada y nunca reconocida que le había ido haciendo mella
durante todo ese tiempo.
“Cuando cerraba los ojos, las escenas de
Nueva España desfilaban una tras otra por su mente como si estuviera montando
su caballo junto a Nishi y a los otros. El ardiente disco del sol, el desierto
donde sólo crecían cactos y agaves, los rebaños de cabras, los indios con
coleta que cultivaban los campos. ¿Había visto realmente esas escenas? ¿O todo
había sido un sueño? ¿Aún estaba soñando? En las paredes de todos los
monasterios donde se había alojado, aquel hombre feo y consumido estaba colgado
de una cruz con los brazos abiertos y la cabeza inclinada.
Mientras partía ramas secas el samurai
pensaba: «He cruzado dos grandes océanos para ir a España a ver a un rey. No he
visto a ese rey. Sólo he visto a ese hombre».
El samurai recordó que en el extranjero a ese
hombre se le llamaba «Señor» y que nunca había podido comprenderlo. Pero sabía
que su destino lo había unido no a un rey de este mundo sino a un hombre que se
parecía mucho a los vagabundos que a veces pedían limosnas en la llanura…”.
En su
mente japonesa, sujeta a un ciego destino, una pequeña rendija se abre y la luz
que se le cuela, lejos de atemorizarle, le ilumina. No necesita abrirse las
entrañas, seppuku, porque no es un derrotado ni tiene que acatar el bushidō, el código ético de los samuráis. Que hagan con él lo que quieran, porque le ha sido revelada otra norma y ya
nunca estará solo.
“La nieve crujía en el techo y rodaba hasta
el suelo. El ruido recordó al samurai el crujido de la jarcia. En el mismo
momento había oído ese crujido, el grito agudo de las gaviotas y el golpeteo de
las olas contra el casco, y el galeón había iniciado la travesía del ancho
océano; y en ese momento también había quedado establecido que éste fuera su
destino. El largo viaje llegaba finalmente al último puerto.
Cuando alzó la mirada vio por la puerta a
Yozo en el jardín nevado, con la cabeza baja. Sin duda el mayordomo le había
revelado la noticia. Parpadeando, el samurai miró unos momentos a su fiel
servidor.
—Todas las penurias que has sufrido... —Las
palabras se ahogaron en su garganta.
Yozo no sabía si su amo le agradecía su
compañía durante esas penurias o si murmuraba su resentimiento por ellas. Aun
con la cabeza baja advirtió que su amo y el mayordomo estaban de pie y se
disponían a salir.
El samurai vio que nevaba sobre el techado.
Los copos giraban como los cisnes de la llanura. Aves de paso que venían desde
algún país lejano y luego volvían a él. Aves que habían visto muchos países,
muchas ciudades. Como él mismo, que ahora partía hacia otro país desconocido…
—De ahora en adelante…, Él estará a vuestro
lado.
Oyó de pronto la voz contenida de Yozo detrás
de él.
—Desde ahora en adelante…, Él os esperará.
El samurai se detuvo, miró atrás, y asintió
con energía. Luego se dirigió por el frío pasillo brillante hacia el fin de su
viaje”.
Sebastián Rodrigo, el protagonista de “Silencio”,
apostató movido a misericordia hacia aquellos cristianos cuya vida estaba puesta
como condición. Tranquilizó su conciencia haciendo decir, o queriendo escuchar,
al Cristo del “fumie” «Písame, que para eso he venido».
Hasekura Rokuemon camina sin vacilar al matadero, y
su conciencia le guía sin consentir componendas.
Este era un ser simple, un bienaventurado. Aquel
sabía latín.
Aquel vivió solo el resto de su vida. Este, sin
embargo, tuvo a Yozo para mucha compañía.
El hombre feo y esmirriado, que colgaba retorcido de una cruz, y que tanto enamoró
a Sebastián, cautivó a Yozo liberándole e impresionó tan hondamente a Hasekura, no se desentendía de ninguno de ellos.
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