“La muerte de Santo Tomás Becket”. Albert Pierre Dawant (1852-1923). Museo de Fécamp, Francia |
No supe razonar por qué dentro de la octava de
Navidad se celebra a este santo que, a primera vista, no encuentra fácil encaje
en esta fecha, 29 de diciembre. Así lo dije, y me pesa no conocer, no saber, no
poder justificar ni razonarlo.
Este noble inglés, devenido en arzobispo de
Canterbury y Lord canciller de Inglaterra, murió asesinado por instigación del
rey Enrique II de Inglaterra en las escaleras de la catedral durante el rezo de
Vísperas.
T. S. Eliot lo inmortalizó en la literatura con la
publicación en 1935 de su drama Asesinato
en la catedral. Y Richard Burton lo sublimó, encarnándolo junto a Peter
O’Toole, en el celuloide de 1964 Becket
o El honor de Dios, dirigido por Peter Glenville.
Pero ya era inmortal desde que lo asesinaron. Europa
entera se sublevó aquel año de 1170 ante la noticia de su muerte,
reverenciándolo como mártir y estableciendo lugares de culto por diversos
países y lugares. A tal punto se llegó que en 1173 fue canonizado por el papa
Alejandro III, y en 1174 Enrique II tuvo que hacer penitencia pública ante la
tumba del mártir, su enemigo.
Defensor de los derechos de Dios ante o frente a los
abusos del rey me parece excesivo. Sí tenía visos de absoluto aquel rey que
rescató viejos derechos y los enmarcó en sus Constituciones. Becket también
defendía su parcela, la Iglesia, de la que era arzobispo, y no le faltaba
altivez.
¿Dónde está el punto que necesito? El Derecho
Canónico está muy bien como norma jurídica de la Iglesia, pero carece de la
seducción que se requiere para dar la vida por él. No me vale, pues, este
argumento. Mucho más empatizante resulta el derecho del Pueblo que movía al
obispo Romero, de nuestros días, contra la oligarquía moderna.
En enfrentamiento entre los dos altos personajes,
—que aún recuerdo de Burton y O’Toole—, llevó al papa Alejandro III a
intervenir exigiéndoles hacer las paces. ¿Sería su obediencia la razón de su
santidad?
O ¿fue lo que tuvo visos de conversión en la persona
de Thomas, que de valido del rey y noble de hábitos palaciegos transmutó en líder
eclesiástico de vida austera y penitente?
Las frases que la tradición le atribuye cuando le
estaban asesinando “Una iglesia no debe
convertirse en un castillo”, “En tus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu” y
“Muero voluntariamente por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia”,
junto a la pila de milagros que se le atribuyeron inmediatamente, parecieron entonces
razones suficientes.
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