Lo digo pero no es verdad. Esta mañana mismo casi se
me atraganta el desayuno. No por opíparo, que lo es porque me levanto de la
cama con un hambre feroz. La razón fue lo que en esos momentos vomitaba la
emisora con la que pongo diana: el inminente triunfo de Trump en las elecciones
de estado unidos de américa. Mientras masticaba y deglutía las tostas con
mermelada, una voz femenina comunicaba a través de las ondas que, a falta del
recuento de muy pocos votos, el republicano aventajaba a la demócrata en manera
imposible de reducir.
Tras tomar el fresco en el pinar, volví a
encontrarme con lo peor, pero en absoluto me alteré. Como si fuera lo más
normal del mundo, encajé la noticia del triunfo del ricachón transformado en
político oficial, como si toda la información que he recibido durante tanto
tiempo en periódicos, revistas, informativos televisados o radiados, tertulias,
etc. hubiera estado machacándome con su victoria apabullante.
Y eso es lo que ha sido, contra todo pronóstico;
incluso contra los sondeos, los cálculos, los vaticinios y los deseos
expresados por personas que hablan como si supieran.
¡Cómo voy a alterarme! Va me voy acostumbrando. Es
lo que está ocurriendo desde hace tiempo en el mundo. Como si fueran setas que
surgen de improviso en el suelo de los bosques, las piezas del puzzle que
forman el mapamundi se van tornando del mismo color, si por contagio, si por
convencimiento, si por miedo…
Y cuando todo quede uniforme, monocolor, importará
muy poco que la luz esté compuesta de infinidad de matices. ¿Dónde encontrar el
prisma necesario, quién lo descubrirá?
Ha tenido que ser un señor con pelambrera imposible
de forma y de color quien me abriera los ojos a la realidad. Es lo que hay. Los
sueños no dejarán nunca de ser sueños, y en cuanto uno despierta se evaporan.
Lo sé por experiencia.
Por cierto, el que nunca soñaba, –lo he dicho por
activa y por pasiva que yo nunca lo hacía–, lleva una temporada que no hay
noche que no se despierte tras una mala pesadilla.
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